Me pones un descafeinado de sobre con leche de soja en vaso de cristal y dos azucarillos», arranca una ronda de cafés en una multitudinaria comida familiar. «Empezamos bien», piensa el camarero, intuyendo la que se le viene encima. «A mí un cortadito bien caliente, pero sin espuma, eh, ¡que no me gusta!», advierte el siguiente. «Yo también cortado, pero con un chorrito de licor y la leche aparte, ya me la hecho yo, ¿tienes de almendra?». «A mí un solo, templadito… y con sacarina», pide otro mientras apura la última cucharada de tarta de queso. El camarero le mira desconcertado: «¿Templadito? ¡Si de la máquina sale casi hirviendo!»
Resulta asombrosa la cantidad de variaciones, combinaciones y permutaciones posibles en torno a un producto aparentemente tan sencillo. El mozo escucha pacientemente, con la esperanza de poder dibujar alguna barrita al lado de la columna de solos, cortados y con leches, pero ninguno de los pedidos termina de ser exactamente igual al anterior. Dicen que sobre gustos no hay nada escrito, pero hay comandas de cafés más largas que el Quijote que demuestran lo contrario.
¿Por qué será que tanta gente se pone tiquismiquis cuando llega el momento del café? Como quien ensaya su firma en la adolescencia, se va acostumbrando a un mismo peinado o conforma su estilo a partir de una prenda fetiche, hay quien se esfuerza en mostrar su identidad a través del café que toma habitualmente. Cuantos más requisitos puntualice al camarero –cuanto más complicada sea su rúbrica–, más personalidad parece querer desprender.
Con el tiempo las manías se agudizan y esas pequeñas costumbres domésticas devienen en tediosas exigencias fuera de casa que pueden llevar a situaciones ridículas. Ese café rarito se convierte en una carta de presentación, una especie de carné de identidad que uno enseña cuando llega al bar y que en el fondo le retrata más de lo que estaríamos dispuestos a reconocer: puntilloso, contradictorio, indolente, ambicioso, complaciente, insatisfecho…
Así que no extraña que cuando una mesa pide sencillamente «cuatro solos, por favor», al camarero le entren ganas de darles un abrazo e invitarles al café.