Si durante buena parte de esta Edad de Oro de la gastronomía española que se abrió con la Nueva Cocina Vasca su trabajo ha estado relegado a un segundo plano, es de justicia que los camareros empiecen a recobrar cierto protagonismo en el mundillo.
En la última temporada se suceden los eventos dedicados al servicio en hostelería: el pasado mes de julio en Madrid, la semana pasada en Donostia, estos días en Portugalete (Bizkaia) y a mediados de diciembre en Valdepeñas.
Para los chefs, reunirse y compartir ideas en congresos ha tenido un impacto incuestionable a la hora de prestigiar el oficio y desarrollar la creatividad. Lo mismo puede hacer por los camareros, necesitados como están de despertar nuevas vocaciones que paren la sangría de profesionales hacia otros sectores. El camarero forma parte del paisaje humano de nuestras vidas bastante más que el chef, aunque sea desde la cafetería de la esquina o la tasca de poteo. He ahí una baza para captar a un público no necesariamente especializado y pescar talentos en nuevos caladeros.
Por eso sería un acierto no centrar estos foros únicamente en el trabajo de los restaurantes de alta cocina, una élite minúscula en comparación con la realidad del sector. Convertir en estrellas a determinados maîtres, sumilleres o cocteleros puede ayudar a despertar interés como ejemplo inspirador, pero de lo que se trata es de hacer atractivo el oficio en todos sus segmentos y elevar el nivel medio de los profesionales.
El primer paso podría ser abrazar con orgullo la palabra camarero, en lugar de escudarse en esa eufemística alusión a la sala, que dirige el foco hacia el espacio en lugar de hacia las personas. Salas hay muchas –de espera, de despiece, de juzgado, de operaciones, de máquinas– pero son los que trabajan en ellas quienes le dan carácter. Después de tantos congresos de cocineros, bienvenidos sean pues los congresos de camareros.