Aunque no sea evidente, el recorrido del Museo de la Neocueva de Altamira empieza con la cocina, mucho antes de la cocción.
En Tres miradas sobre el arte, Rafael Argullol explica que, además de conciencia mágica, ya hay conciencia estética en las pinturas prehistóricas. El hombre crea formas de belleza para los dioses y siente a estos mediante aquellas.Y uno piensa en el banquete sacrificial como origen de la alta cocina (véase Contreras, J. y Massanés, T.: «La alta cocina» en Como vivíamos. Alimentos y alimentación en la España del siglo XX).
Y llega Platón, y posterga la importancia de la belleza sensitiva para otorgar prioridad a la belleza ideal, discriminando las artes sensoriales respecto a las que tienen índole lingüística. Y tiene razón -Platón siempre tiene razón-, pero el menosprecio de lo material que él inaugura lo habrá de pagar el arte culinario desde entonces. El cristianismo -ya saben, San Agustín y los suyos- continuará con la concepción metafísica del mundo que comporta el desprecio de su vertiente sensitiva. Aristóteles es como más cercano, más natural.
El arte imita la naturaleza
O la naturaleza como primera fuente de belleza. Parece que la atracción por la naturalidad es un carácter innato de la conciencia estética. Por ahí encontraríamos -quizás- la mitificación de un producto que normalmente es menos natural y ha sido menos respetado de lo que el comensal cree. Pero hoy no hablo del sabor. Hoy no hablo de la bondad, cualidad organoléptica de la belleza y objeto prioritario de búsqueda de la cocina. En efecto, además de lo sensorialmente perceptible, la bondad designa el atributo moral básico, incluso lo conveniente y sano. La identificación no es en absoluto casual, pero sobre todo esto habremos de elucubrar otro día. Hoy quiero hablar de la forma para referirme a aquellos platos que de un tiempo a esta parte florecen en nuestra cocina creativa, pensados y construidos como representación figurativa de otras realidades naturales.
Podríamos buscar el origen (o una parte de él, sólo en el mundo de las ideas existe el todo) en aquellos percebes de Cala Montjoi más falsos que un duro sevillano que inauguraban una línea dedicada a confeccionar ya no platos sino productos, con un cocinero soñando superar su categoría de transformador para convertirse en demiurgo y ejercer de creador en sentido pleno o, si lo prefieren, incluso jugar un poco a ser madre naturaleza. Antes de anatemizar el intento desde -una vez más- la sumisión supuestamente debida al orden natural establecido, recordemos que toda esta oferta culinaria se construye siempre con grandes dosis de ironía (como su propio nombre revela porque, efectivamente, en la Costa Brava nunca hubo percebes). Se abrían las fronteras de una alta cocina hasta entonces encerrada en sí misma, autárquica, autorreferencial, en la que los platos se parecían siempre a otros platos, con repeticiones estructurales favorecidas por el ordenamiento del genio escofferiano (la composición base proteica+salsa+guarnición, por ejemplo). De acuerdo, antes Carême había elevado las pièces montées al rango de esculturas, o de maquetas arquitectónicas. Y aún más atrás en el tiempo, podían estar asadas y luego recompuestas de plumaje y ornamentos las fastuosas aves ante las que hacían sus juramentos los caballeros medievales en sus banquetes.
Percebes de alga. Después caviar de setas o fruta. Y del homenaje constructivo, de los huevos de pescado hechos sin huevos ni pescado, a unos huevos de gallina… no tan falsos. De la falsa yema (de mango, por ejemplo) a la verdadera yema en un huevo semiauténtico. De la imitación a la reforma. Faltan adjetivos para aquel huevo de espárragos mitad natural, mitad tecnológico (un sensacional cyborg -la palabra se utiliza para designar una criatura medio orgánica y medio mecánica, cuenta la Wiki-, pero tampoco el cyber egg de Davide Scabin porque aquí no hay envoltorio plástico sino que está plásticamente reconstruido como un huevo -quizás algo escalfado- que mantiene su estructura sin cáscara ni packaging alternativo). Ciberhuevo de cocina pura, inteligencia emocional, una vez más ironía (fruto de unas gallinas supuestamente alimentadas de espárragos dignas de habitar el Bestiarium Gastronomicae de Madarasz, Aduriz y Belmonte), técnica al servicio de una creatividad que se inspira y alía con lo mejor de la naturaleza para fabricar belleza que alimenta la vista, el coco y el estómago (permítanme traicionarme, sabroso hasta un grado tan superlativo que, en mi mundo ideal, la dieta lo incluye una vez por semana para todos los públicos).
Construcción, reforma y, por fin, reconstrucción. El marisco que no incluye marisco, el huevo modificado a partir de un núcleo -la yema- de auténtico huevo y, por fin, la aceituna hecha casi exclusivamente de aceituna. La oliva rehecha, pero esta vez no conservado el sabor y cambiando la forma (como en aquellas deconstrucciones tan recordadas: pollo al curri, arroz a la cubana, tortilla de patatas…), o conservado la forma y cambiando el sabor. Esta vez las aceitunas ofrecen la forma y el sabor original. Incluso su presentación se acoge a la estética más tradicional, servidas dentro de un bocal de los que siempre se han usado para conservar aceitunas, con su aceite, hierbas y aromas. La apariencia es tan genialmente respetuosa, que podría llegarse a plantear qué es lo que incorporan las olivas esféricas como valor añadido para un comensal al que no tienen por qué interesar los entresijos técnicos de su elaboración. Pues de entrada incorporan la sorpresa, que ahora también es una posibilidad consciente del ejercicio culinario, y sobre todo la generación de sensaciones agradables al paladar, poca broma, y, en la dimensión estética más relacionada con la intelectualización del hecho alimentario, la poética imagen del camino creativo cada vez más aparentemente desnudo. Aún otra referencia más, con perdón, en este complejo juego de construcciones que vuelven al inicio: las pasas de Pedro Ximénez o moscatel que acompañan un extraordinario filete de anchoa, pasas hechas de vino hecho de pasas, fantástico. Por cierto, esta estética de la simplicidad (como en el cuento de Jorge Luís Borges en que la narración suprema que iluminaba al rey era una sola palabra) continúa dando frutos de una belleza sin par (nadie dudará que lo es la reciente hoja de ostra con rocío de vinagre de escalonia) cada vez más cercanos al acto artístico básico que ya buscó Marcel Duchamp: encontrar, presentar, simplemente señalar… Pero a las relaciones formales de la cocina con otras disciplinas plásticas me referiré más tarde. Por ahora, si me permiten, me quedo un momento aún con la aceituna de oliva para explicar una vez más que este plato -¿plato?- siempre me ha recordado aquel otro cuento de Borges: Pierre Menard, autor del Quijote, que reflexiona sobre el sentido de la creatividad, también con ironía, haciendo que el protagonista intente escribir otra vez la novela universal de Cervantes, pero sin copiarla.
El arte imita la naturaleza. Otros frutos naturales son referentes formales para sensacionales platos figurativos de la cocina contemporánea de autor más reciente, las trufas blancas del Montgó de Quique Dacosta, las ostras con concha del gran Pedro Subijana (que, por cierto, aunque no se parezcan en nada, a un servidor le evocan unas lejanas conchas de mejillón experimentales, hechas de nori, en el desparecido Aram), el tomate raf que Dani Garcia rellena de pipirrana, los frutos que sopla Jordi Roca -y Seiji Yamamoto- o el coco del Gresca de Rafa Peña.
Pero el arte también imita la naturaleza en otra línea estilística que va más allá de la representación formal de alimentos, la que pone el paisaje en el plato, pero no como metáfora -planiana o no- de la inmediatez del abasto, sino como representación figurativa. Una línea que desarrolla y culmina Albert Adrià en su flamante (e imprescindible, busquen la noticia en los Snacks) recetario Natura. Tierra, nieve, desiertos, montañas, flores…. También Quique, Dani, Jordi Vilà y otros de los mejores cultivan el paisajismo con deliciosas recreaciones culinarias de momentos y espacios naturales, terráqueos o marinos. Y donde tierra y mar confluyen, unas olas rompiendo contra las rocas compusieron un postre cinético en Mugaritz inspirado en un antiguo poema vasco.
Hasta ayer, el gourmet connaisseur sonreía ante aquel plato de pimientos del piquillo y espárragos trigueros presentados como un ramo de flores que tampoco tanto tiempo atrás fue innovador y cuya estética ya le parecía prehistórica. Hasta ayer, cualquier cosa que no fuera la abstracción -incluso la abstracción geométrica, con mucho uso del molde- era harto demodé. Hoy los cocineros más evolutivos exploran platos de una figuración delicada próxima al hiperrealismo naturalista.
El arte imita al arte
Rizando el rizo. En la Gran cruz negra homenaje a Tàpies, Albert hace figuración de la abstracción. Si Tàpies se adscribe a la pintura matérica, lo suyo es dulce materia pictórica. Un alarde de sensibilidad hecho postre. Alarde de sensibilidad y personalidad creativa diferenciada que, asimismo, revelan otras piezas de colección como la serie Sopa de letras: arte conceptual, juego del significado (se evidencia la índole lingüística, Platón estaría contento), poema visual brossiano comestible (de estética pop art, por cierto). También está Quique con su Rothko azafranado (curioso, el a su pesar considerado expresionista abstracto expuso en su día una fúnebre «receta para cocinar una obra de arte, sus ingredientes, la fórmula de preparación»). En cuanto a las arquitecturas ¿Habría que pensar en las pièces montées carêmianas revisitadas de alguna manera desde el tercer milenio?
La naturaleza imita al arte
Lo escribió Oscar Wilde, al parecer. En cierto sentido, daría la razón a Platón -les advertí de que siempre la tiene. Antes de que algún iusnaturalista se rasgue las vestiduras, convengamos que todos funcionamos alguna vez como si lo aceptáramos: «Esta puesta de sol parece un cuadro, querid@» (ahora que caigo, yo mismo utilicé una comparación de este tipo en mi anterior post para alabar las fabes de Casa Gerardo). La afirmación demuestra, como mínimo, que no es baladí la cuestión del cristal con que se mira.
«En cierto modo, la reflexión estética ha sido, históricamente, un fracaso. Las representaciones de lo bello no han podido ser definidas sino mediante criterios subjetivistas y las teorías de la belleza han desembocado necesariamente en especulaciones metafísicas». También lo explica Argullol.