Jóvenes, suya es la cocina

Pensar la mesa

Los jóvenes, según Naciones Unidas, conforman la generación más numerosa de la historia y son agentes fundamentales para el cambio social, el desarrollo económico y la innovación.

 

En el campo de la gastronomía, son ellos, con su energía, conocimiento y visión global, los que han provocado las mayores transformaciones en la culinaria de la última década. Reconozco que en ellos radican mis esperanzas e ilusiones y por eso dedico buena parte de mi tiempo a encontrarlos.

 

Son menos de los que me gustaría, o también puede que yo no esté lo suficientemente atenta. Pero sí sé que cuando los encuentro, los reconozco. Suyo es el futuro, aunque necesiten someter sus bases culinarias a cuestionamiento, para entender, para avanzar. ¿Qué sería de la cocina sin preguntas?

 

No es lo mismo conversar con un joven cocinero que con uno resabiado. Sus argumentos, dudas e ideas son tan entusiastas, apasionadas, a menudo tan infantiles —y precisamente por eso tan fascinantes— que es imposible no engancharse a sus formas de entender el oficio.

 

Tengo esperanza en los jóvenes cocineros porque cuando toman la palabra, pueden hacer cosas grandes. Se atreven y se equivocan, que ya es un ejercicio importante; se obstinan, dudan, buscan. Elucubran con el futuro y se plantean escenarios inverosímiles que, a la postre, esconden su absoluta pasión por alejarse de la norma, por hacer algo diferente.

 

Latinoamérica es un continente joven y es hábitat natural para los rupturistas y rebeldes con y sin causa. En pocos años, y gracias a un colectivo de cocineros menores de 35 años, la gastronomía se ha renovado y dado un salto de proporciones hacia la valorización y desarrollo continuado de las cocinas locales, poniendo sobre la mesa productos olvidados, recetarios tradicionales y hablando con más normalidad de la comida. Lo hacen porque les gusta, no solo por trascender; lo hacen porque se les nota que aún vibran con lo que hacen, porque entienden la cocina como un todo, porque exploran con deseo, porque quieren vivir de su trabajo con felicidad y dignidad.

 

Un ejemplo de ello es Maximiliano Maqui Muñoz, de Huggo Comedor y Guappo Bistró en Santiago. Ha puesto en alto el placer de lo simple y bien hecho; haciéndose preguntas, empujando la mejora constante alimentada por las ganas de encontrar un espacio nuevo en la escena de Santiago.

 

Ana Lobato y Ángel De Sousa, dos de las tres cabezas del también joven y vibrante restaurante Clara en Quito, también abren caminos nuevos a la cocina en Ecuador. Ella, pensando siempre, desarrollando conceptos nuevos, vinculando campo y ciudad, tradición y modernidad, con respeto. Él, un cocinero que hizo del tiempo su mejor ingrediente y que deposita su técnica, experiencia y conocimiento de ingredientes en construir un restaurante para el gozo, sin tonterías.

 

Caiô Yokota y Víctor Valadão de Aiô, en Sao Paulo, son otros dos miembros de la camada del cambio. Unos que han puesto en el mapa la riqueza de la cocina taiwanesa en Brasil, y lo han hecho con curiosidad y sin miedo a la experimentación.

 

Como ellos, hay decenas de cocineros a los que vale la pena seguir la pista. No siempre tan mediáticos, quizá con menos presupuesto para relaciones públicas, pero con un sobresaliente compromiso con la tierra, la estacionalidad, el respeto por el productor, el medioambiente y el continuo aprendizaje técnico. Son ellos los que están dinamizando la economía a escala de la cocina. Los que pagan justo y a tiempo a sus equipos y a sus proveedores.

 

De ellos son las cocinas que me importan, por las emociones que despiertan: placer, duda, cariño, desasosiego, sorpresa, desorientación, agrado o desagrado en lugar de hegemonía o demostración.

 

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