Aburiya Ebro, cocina japonesa con alma mexicana

La Ciudad de México esconde un lugar de cuchillos afilados, melodías de jazz y cocina sin pose: Aburiya Ebro. Hugo Takane, su creador, propone una tercera vía gastronómica donde los sabores hablan sin necesidad de traducción

Un cuchillo afilado. Un saludo enérgico. Un trazo de jazz flotando entre bambús. Así arranca la experiencia en Aburiya Ebro: sin espectáculo, pero con presencia. Desde el primer paso, el restaurante no busca sorprender; busca quedarse.

 

Sobre Río Ebro, una calle de sobremesas largas y tragos de rutina, el local se asoma sin pretensiones. Nada de neones ni letras doradas. La fachada calla lo que adentro se revela: bambús, flores de cerezo, maderas oscuras. Un «¡Irasshaimase colectivo sacude la entrada, mientras el acid jazz recuerda dónde estamos: Ciudad de México, colonia Cuauhtémoc, sin maquillaje.

 

El silencio calculado del espacio contrasta con el bullicio habitual de los restaurantes de la zona. Aquí no se necesitan fotografías sobredimensionadas ni menús iluminados para llamar la atención. El personal prescinde de uniformes folclóricos y evita recitar fórmulas prefabricadas. La atmósfera respira honestidad territorial: Japón sin postales, México sin estereotipos. Un lugar que se impone precisamente porque no intenta hacerlo.

 

Una tercera vía entre Japón y México

 

Esa contradicción —el saludo tradicional sobre una melodía urbana— condensa la propuesta del lugar. No es Japón de postal ni México disfrazado de Oriente. Es una tercera vía: cocina japonesa con corazón mexicano, sin filtros ni fetiches.

 

Hugo Takane —también conocido como Shigeo— encabeza el proyecto con varias sucursales, pero es en la de Ebro donde condensa lo más íntimo. Lejos del kawaii impostado o el sushi con chapulines como bandera de fusión, aquí hay ramen humeante, hamachi con trufa, donburis afilados y una memoria familiar que atraviesa cada plato.

 

El espacio es íntimo, pero no cerrado. Una barra de madera permite ver al equipo trabajar sin show. Las mesas están bien dispuestas. Detalles negros y rojos refuerzan el minimalismo funcional. Nada está de más: aquí la comida ocupa el centro.

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El chef Hugo Takane trabaja con su equipo en la cocina de Aburiya Ebro. Foto: Miguel Ángel Salamanca.

Y la postura también. Mientras otras izakayas inflan precios y minimizan porciones, aquí hay una promoción permanente: tres rollos por 300 pesos. No es marketing. Es resistencia. Una forma de recordarnos que la buena comida no debería ser un lujo.

 

«La buena comida debe ser un derecho, no un privilegio», sentencia Takane, quien desafía las reglas no escritas del negocio. Lo que realmente busca es que el lugar sea cotidiano, no excepcional. Que el sushi abandone ese pedestal de lujo para volver a sus orígenes: comida de pescadores.

 

El menú, en una hoja sin adornos, no necesita adjetivos ni metáforas. Nada de «explosiones de sabor» ni «texturas contrastantes». Cada platillo dice lo que es y cumple.

 

La cocina como código samurái

 

Takane cocina bajo un principio: el bushido. «Lealtad, honestidad, verdad, compromiso y limpieza», enumera. Cada gesto del equipo, cada movimiento tras la barra, es pulido, silencioso, exacto.

 

La cocina abierta permite observar un equipo sin jerarquías gritadas. No hay tensión ni aplauso. Hay concentración y ritmo. Aunque hay cocineros japoneses, la mayoría del equipo es mexicano, y la lógica es horizontal.

 

«La mano de obra mexicana, los chefs mexicanos, tienen la misma calidad, ya capacitados, que un chef japonés o hasta superior», afirma Takane. «No por ser japonés tiene más estatus que los mexicanos. Ellos tienen que demostrar su capacidad para poder decir ‘soy un buen chef’; no ‘soy un chef japonés'».

 

Las comandas se cantan en español. Las técnicas se adaptan sin alarde. La jerarquía se gana por capacidad, no por pasaporte. Y eso se nota en el resultado.

 

Sabores sin eslogan

 

El tonkotsu ramen es la prueba de fuego. Humeante, opaco, denso, con matices terrosos y una estructura narrativa que se despliega en tres actos: cerdo al frente, umami en el paladar medio y un retorno limpio al punto de partida. No es el ramen de franquicia. Este tiene historia. Flotan acelgas, naruto, bambú, germinados. El cerdo se deshace ante la cuchara. «La comida escasa es comida robada», me dice Takane. Aquí no hay pretensión ni hambre disfrazada de elegancia. Hay sustancia y paciencia. Técnica sin espectáculo.

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El remate de la presentación del tonkotsu ramen de Aburiya Ebro, un plato con sustancia, pensado para satisfacer más que para instagramear. Foto Miguel Ángel Salamanca.

A diferencia de los ramen que invaden la ciudad —caldos ligeros que apenas sostienen el peso de unos fideos industriales—, este se resiste a la ligereza. No persigue la fotogenia ni la portabilidad. No busca ser un aperitivo, sino un alimento completo que cumpla su función primaria: nutrir, reconfortar, satisfacer. Lo que en otros lugares se vende como «experiencia». Aquí se traduce en hogar. Un caldo que no posa para redes sociales, sino que habla directo al estómago, a la memoria, al sentido común que parece haber abandonado a la gastronomía contemporánea.

 

El hamachi trufado desafía categorías. Láminas de pez limón sobre arroz negro. Trufa y ajo tostado que no compiten con el pescado, solo lo acompañan. Betabel que suma dulzor, no adorno. Todo está ahí por una razón. Un plato nacido en casa durante la pandemia. Cuando los amigos insistieron en que ese bocado merecía volverse público. Hoy es uno de los imperdibles.

 

Los rollos, a menudo víctimas del maximalismo, aquí son ejercicios de contención. El de jamón serrano lo confirma. Sin queso crema ni salsas dulces. Cada corte revela equilibrio. Arroz calibrado. Jamón en su justa medida. Fusión sin aspavientos. Técnica sin maquillaje.

 

El donburi te lleva a otro mundo: sobre arroz impecable reposa un pato ahumado con carácter. La salsa de ajonjolí, chile serrano y ajo no es decoración: es manifiesto. La cebolla glaseada equilibra. El chile pica, contra toda promesa del chef. Takane cocina para paladares mexicanos, no para turistas.

 

La disposición del plato honra la lógica japonesa: arroz como base, proteína como centro, acentos como contrapunto. Tradición reinterpretada con sentido.

 

Y lo que corona la experiencia —sin exageraciones— es el sampler de nigiri y sashimi. Un plato preciso, elegante, profundamente equilibrado. Podría servirse en un bar refinado de Tokio o en una barra de Osaka sin desentonar. Tiene lo esencial: frescura, corte, temperatura, armonía. Lujo sobrio, sin espectáculo. Una muestra del rigor que sostiene la propuesta de Takane sin necesidad de adornos.

 

La memoria no siempre es dulce

 

«El sashimi me causa melancolía», dice Takane. «Me recuerda cuando, de niño, por la religión sintoísta que profesamos, poníamos un altar después de la ceremonia de los domingos. Poníamos todos los pescados y todas las verduras y, al final de la misa, mi abuela nos ponía a cortar todo el pescado y hacer el sashimi para la degustación para todos los fieles».

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Donburi ahumado, uno de los platos de Aburiya Ebro. Foto Miguel Ángel Salamanca.

Luego está el udon, que aún hoy no logra disfrutar: «No me gustaba, y si no me lo comía, mi abuela me daba unos pellizcos muy fuertes. Mis primos todos se acuerdan nada más de los pellizcos de mi abuela».

 

Tal vez por eso en Aburiya Ebro la cocina no impone. Sugiere. No castiga. Invita.

 

Identidad sin disfraz

 

Takane no representa un personaje. Se define como «nikkei»: japonés nacido en México. Su nombre shintoísta en la entrada no es estrategia, es homenaje. «Mi apellido es de donde viene toda la culinaria de mi abuela y de mi madre. Pero, curiosamente, mi madre, que fue la mejor cocinera japonesa en México, nunca quiso hacer un restaurante. Toda la comunidad japonesa siempre se lo pidió».

 

Esta dualidad identitaria atraviesa cada aspecto del lugar. No es la fusión calculada de los restaurantes de moda ni el purismo severo de los templos gastronómicos tradicionales. Es la negociación permanente, honesta y cotidiana de quien vive entre dos mundos sin pertenecer completamente a ninguno. Un territorio propio construido con ingredientes de ambas orillas, pero que ya no responde a categorías estancas.

 

Lo interesante de este proceso no es lo que lo asemeja a otros restaurantes de la ciudad, sino precisamente lo que lo distingue: aquí no se trata de presentar lo japonés como exótico o lo mexicano como pintoresco. La estética no busca vender orientalismo ni mexicanidad. Es más bien un diálogo de cocina entre dos sensibilidades que, sin proponérselo, terminan creando algo único.

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Sampler de nigiri y sashimi en Aburiya Ebro. Foto Miguel Ángel Salamanca.

Abandono el lugar con esa sensación familiar de haber estado en casa de alguien que no conocía antes. Como cuando el anfitrión te habla no para impresionar, sino para compartir. Es la hospitalidad que no se aprende en escuelas de hostelería: se hereda como ritual doméstico, como código no escrito.

 

Aburiya no pretende ser la vanguardia culinaria. No quiere redefinir la fusión ni revolucionar la técnica. Solo busca ser honesto con el origen, fiel a su memoria. Y esa transparencia, cuando los restaurantes compiten por fabricar experiencias cada vez más teatrales, adquiere profundidad de manifiesto.

 

En una ciudad donde lo auténtico se mercadea como eslogan vacío, Aburiya Ebro construye silenciosamente un refugio contra la impostura. Y esos espacios, hoy, son tan escasos como necesarios.

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