Llega, por fin, el trajin de racimos. Huele a mosto en el trujal. El vino está en camino. La Fuente de la Mora, en Cariñena, manará vino para recordar que la comitiva de Felipe II hizo parada y fonda en 1585 en esta localidad que hoy es Ciudad Europea del Vino 2025. La riojana virgen de Valvanera recibirá también su ofrenda anual de mosto.
A lo largo y ancho de la geografía española, bajo la mirada atenta de virgencitas amorosas o barbudos patronos, se dará inicio a unas fiestas que se repiten desde que los hombres empezaron a ser civilizados en la medida en que comían y bebían juntos, ya sea en symposiums o en conviviums. La filosofía y la democracia se urdieron en torno al vino en una embrionaria Europa que mamó de la cultura grecolatina todo su saber, aunque el cristianismo le dio su empujón final convirtiendo al vino en la sangre de Cristo. El vino es, pues, motor cultural y económico de un viejo continente que tiene en esta tarea agrícola del final del verano uno de sus principales pilares de unión entre los que cree iguales y de frontera identitaria con los que denomine “bárbaros o infieles”.
Pero el vino no solo es esa bebida civilizadora, más o menos sofisticada, que comparten las élites en sus ricas mesas, sino que su carácter versátil y socialmente transversal lo convierten en un ingrediente que aparece tanto en las grandes recetas de la alta cocina francesa que dominó la gastronomía durante tres siglos como en elaboraciones más populares, e, incluso, en tabla de salvamento para aquellos que durante meses cruzaron océanos desconocidos bajo la amenaza constante de la podredumbre de los alimentos y el escorbuto. El ácido tartárico, componente natural del vino, es un gran conservante y desinfectante. El mar es al vino lo que el viento a las viñas. Nunca sabes si es aliado o enemigo.

De la evolución de la viticultura en Europa y, posteriormente, en América y Oceanía se ha escrito mucho y bien, pero hemos dejado como tema secundario el uso del vino en la cocina como si las botellas y las viejas barricas nunca hubieran formado parte de nuestras despensas. A veces uno debe recordar que el recetario del romano Apicius está lleno de vinos aromatizados- de rosas y violetas, de pimienta molida, lentisco, hoja de nardo, azafrán y dátiles-, pero también de gachas al vino o de asados de carne que tenían al vino de pasas y al garum de la Bética como principales saborizantes.
El agrónomo romano Columela y el historiador Plinio el Viejo alaban su uso en las exquisitas recetas que saborean mientras el pueblo come sencillas sopas de pan y vino, las mismas, por cierto, que Benina, la protagonista de Misericordia (1897) de Galdós, lleva al miserable mendigo que sobrevive gracias a su caridad y a esa sopa de pan, ajo y vino que le salva de la inanición y del cólera.
El vino no solo es fuente de alegría en la mesa, sino que es ingrediente fundamental– igual que el vinagre y los cítricos, ácidos, en definitiva- para conservar alimentos, contrarrestar el poder gustativo de las grasas en carnes de cerdo o guisos de caza, para crear marinadas en las que el vino y las especias ablandarán las fibras de esas carnes, para desglasar los azúcares que la carne ha dejado en una cazuela, punto de partida de una salsa, para participar en fondos morenos o de pescado, favorecer la reducción y la caramelización de una simple cebolla pochada, base de los sofritos, etc, etc.

El poder del vino en la cocina sustituyó a las especias que empezaron su declive en el siglo XVIII cuando los cocineros franceses empezaron a abandonar esas hechuras medievales que tanto condicionaban la apertura hacia una nueva gastronomía. En 1815, las tres grandes potencias que formaron la Santa Alianza contra Napoleón se sentaron a una mesa en la que no faltaron los grandes vinos en ninguna de sus recetas. No se sabe a cierta ciencia si participó el francés Carême, cocinero del zar Alejandro I de Rusia, pero es evidente que el banquete lleva su sello, una herencia que luego recogió Escoffier: foie gras escalfado con trufas y champaña, pularda rellana de trufas al Madeira, faisanes rellenos de becadas y quién sabe si alguna perdiz al modo extremeño, o sea, al de Alcántara, que tenía en su interior criadillas de tierra, hígado de pato y Oporto.
El siglo XVIII y el XIX enaltecen los vinos en la cocina, incluso en aquellas recetas que tienen un origen más popular. Francia saca pecho con sus grandes caldos- boeuf a la bourguignone, coq au vin de l’Auvergne, lamprea a la bordelesa, liebre à la royale, salsas bearnesas o perigoudines con buenos chardonnays, jaleas y mermeladas- lo que equivale a poner el terroir por bandera, algo que ya defendió Cunonsky hasta la saciedad en obras como La Cocina regional Francesa.

Mientras tanto, España bebe los vientos por Francia, pero utiliza sus propios vinos en la cocina. Las torrijas se bañan en caldos tintos porque no siempre hay leche al alcance, los niños que pueden meriendan pan con vino y azúcar, las mujeres hacen roscos de vino en Navidad, en la Mancha, mostillos que se reducen hasta conseguir la textura de un almíbar con canela, corteza de limón y membrillo, el moscatel acompaña al postre de músic en Catalunya o “emborracha” el moscaletico de Cariñena y el bollo manchego. Nada más tradicional en la repostería española que una “fruta de sartén” cuya masa ha sido bautizada con un vino de Málaga o un oloroso.

Con la llegada de la “transición gastronómica” de los ochenta se acentúa el uso de los Pedro Ximénez para los solomillos ibéricos, del Jerez en el consomé y en los riñones de cerdo, de los cavas y los txacolís en las salsas finísimas de las buenas merluzas gallegas y vascas, del vi ranci en el tradicional fricandó catalán, se preparan sorbetes de cava en todas las bodas de postín y el siempre humilde rabo de toro a la cordobesa se alza como uno de los grandes platos de la cocina española gracias a ese baño de Montilla- Moriles. Y, cómo no, se recupera, por fin, el orgullo de una cocina cinegética de pelo y pluma, como el escabeche de perdiz de Tierra de Campos con su poquito de verdejo. Un patrimonio culinario que desborda esta gruesa pincelada en forma de artículo.