Eduardo García Guzmán: el sabor de lo que sobrevive

De los campos de California a las cocinas de Pujol, de la deportación a la estrella Michelin: Eduardo García Guzmán construyó Máximo Bistrot en la Ciudad de México sobre los cimientos de quien perdió todo y aprendió que la única revancha posible es el trabajo

La cocina de Máximo Bistrot no tiene estridencia. Tiene ritmo. A veces parece una orquesta en la que cada silencio también está ensayado. En medio del vapor y el brillo de las sartenes, Eduardo García Guzmán —Lalo, para todos— camina en silencio, prueba, mira, vuelve a probar. No da discursos. Da ejemplo.

 

El comedor se abre con luz natural. Afuera, la Roma bulle como si no hubiera aprendido nada de su propia gentrificación. Adentro, las mesas guardan esa contención elegante que hace parecer que todo sucede sin esfuerzo. Pero sí lo hay. Lo que ocurre dentro de esta cocina no es solo el resultado de técnica, sino de una biografía que aprendió a sobrevivir antes de aprender a cocinar.

 

Tierra ajena

 

«Cuando llegas a un país que no te quiere, aprendes rápido lo que significa tener hambre». Lo dice sin drama, con esa voz que ya no busca convencer a nadie. Su infancia fue una historia de movimiento, trabajo y desarraigo. Nació en Acámbaro, Guanajuato, pero creció entre campos agrícolas de California: cosechando ajo, cortando cebolla, aprendiendo inglés en la línea de trabajo.

 

Viene de San José de las Pilas, una ranchería cerca de Irámuco, donde los frijoles «huelen a Gloria» y la vida transcurría al ritmo de las cosechas. Era un niño migrante invisible. Los días empezaban antes del amanecer. Dormía en ‘trailas’, comía lo mismo que los adultos, trabajaba como ellos. «En el campo entendí el valor del silencio», cuenta. «Nadie te explica nada; aprendes mirando.»

 

A los trece años ya sabía limpiar pescado, a los quince descueraba reses en una empacadora. La vida no daba pausas ni segundas oportunidades. «Mi pasado es mi futuro», dice. «Yo quiero vivir mis últimos años como viví cuando era niño.»

 

Caer y levantarse

 

Antes de fundar Máximo, Lalo tuvo que enfrentarse a lo que el sistema llama «reeducación», pero que él conoció como cárcel y deportación. Pasó por centros de detención, por la etiqueta de «ilegal» y por la mirada que te reduce a un número. «Cuando estás ahí, piensas mucho», dice, y después calla.

 

No romantiza el encierro. Lo menciona como quien cita una fecha en un expediente. En Estados Unidos, cuando estuvo preso, sus papás lo visitaban. «Aquí estamos, aquí estamos», le recordaban. «No nos olvidamos.»

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Ceniza de berenjena en Máximo Bistrot. Foto: Alejandro Yanes.

Cuando regresó a México en 2007, deportado, no lo esperaba nadie. Su padre ya había muerto. «Los primeros dos meses fueron lo más bajo que me he visto en mi vida», recuerda. «Me sentí muy, muy solo. No sabía qué iba a pasar.»

 

Era un país al que pertenecía por nacimiento, pero nada más. «Vivo en un país que prácticamente es desconocido para mí», se decía entonces. «No sé cómo se trabaja.»

 

Enrique y la estructura del éxito

 

Después de dos meses de incertidumbre, Lalo tomó una decisión: «Ya levántate cabrona», como le decía su mamá. «Me voy desde arriba, no voy a empezar abajo. Me voy a ir a lo mejor que hay en México.»

 

En un café internet —de esos donde cobraban por minuto— buscó «mejor restaurante de México» y «mejor chef». No conocía nada del panorama gastronómico nacional. Para su fortuna, encontró información sobre Pujol en inglés, español, alemán, japonés, chino. Llamó al restaurante.

 

«Me contesta el mismo Enrique Olvera», recuerda. La oficina estaba al lado de la cocina, todo en un espacio pequeño. Olvera llevaba siete años con el proyecto. «Siempre estoy buscando gente que quiera trabajar», le dijo. «Ven mañana te entrevisto.»

 

En Pujol trabajó tres años como jefe de cocina. No solo aprendió técnica, sino la estructura de un negocio. «Lo que más me llevé es la forma en que Enrique estructuró todo», explica. «Fue un momento muy clave, donde dije: a ver, ¿a dónde voy y a qué quiero llegar?»

 

La experiencia en Pujol, junto con Jorge Vallejo —de la misma camada—, le enseñó que un chef no puede vivir solo metido en la cocina. «Nunca te das cuenta de la función total.»

 

El hambre como motor

 

La cocina de Lalo no se entiende sin su pasado agrícola. La relación con los ingredientes tiene un respeto casi ritual. «No me gusta desperdiciar nada», dice. Su historia está llena de cebollas: las plantaba en diciembre en Georgia, cuando el suelo estaba helado, usando tres dedos para hacer hoyitos en la tierra. En verano regresaba a cosechar la famosa cebolla Vidalia, dulce y cotizada.

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Lengua de res con mole de olla. Foto: Alejandro Yanes.

«A mí me encanta la cebolla, cuando debería de odiar la cebolla», dice. En Máximo creó un platillo que condensa esa memoria: una versión entre sopa y dip de cebolla, cremosa, con queso Comté y pan. «Habla mucho desde los momentos que yo trabajaba en el campo hasta el momento en el que puedes crear un platillo que la gente ama.»

 

Para él, la cocina no redime, enseña. En Máximo, los jóvenes cocineros aprenden tanto de técnica como de ética. Su liderazgo no es de voz alta. Es de mirada. De gesto. De ejemplo.

 

La identidad en el plato

 

«Cocinar con la identidad que tengo yo en México es parte de este gran show que estamos viviendo en el país», explica. No usa la palabra show por frivolidad, sino porque entiende la cocina como una orquesta donde cada cocinero es un músico.

 

Lo que más lo sorprendió al llegar a México fue el paladar entrenado del comensal. «Me quedé sorprendido del conocimiento que tenemos. La gente tiene conocimiento de la cocina española, china, japonesa, francesa.» Esa sofisticación del paladar mexicano, forjada por generaciones que vivieron literalmente para comer, es lo que permite a Máximo existir.

 

«Parte del entrenamiento de un mexicano para sobrevivir, para vivir, es el paladar», dice. Es una afirmación que encierra su filosofía entera.

 

El reconocimiento y lo que no cambia

 

Cuando Máximo Bistrot recibió su estrella Michelin, Lalo lo tomó con serenidad. «Fue bonito, claro. Pero al otro día había que volver a cocinar.»

 

Para él, la estrella tiene dos valores fundamentales: el reconocimiento a México como país capaz de tener restaurantes de ese nivel, y el reconocimiento a los colaboradores que hacen posible el servicio. «También nos los pueden quitar», dice. «No tienen nada seguro.»

 

Esa humildad no es pose. Es método. «La estrella no te hace mejor cocinero, te recuerda que tienes que seguir siendo el mismo.»

 

Lo que sobrevive

 

Al final de cada jornada, cuando el último plato regresa limpio, Lalo suele quedarse un momento en silencio. No hay épica en su rutina. Solo calma. La calma del que entendió que el éxito no está en la medalla, sino en haber encontrado un lugar donde construir algo duradero.

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Betabeles rostizados con puré de higo, macadamia tostada y yogurt. Foto: Alejandro Yanes.

Su mensaje a los deportados es claro: «En México también se puede soñar como en Estados Unidos. En México también se puede triunfar.» Habla desde la experiencia de quien perdió todo y lo reconstruyó. «Crean en México, crean en su país.»

 

«Una de las cosas que me hizo amar más a mi país es el gran corazón que tiene el mexicano», dice. «El mexicano acepta no importa tu pasado. Aquí nadie te juzga.»

 

Su historia podría contarse como la de un triunfo improbable, pero él prefiere llamarla de otra forma: supervivencia con propósito.

 

Porque lo que sobrevive no siempre es lo que resiste más, sino lo que aprende a transformarse sin perder su esencia.

 

Y en cada plato que sale de su cocina —con su equilibrio exacto entre técnica y memoria— hay algo de eso: el sabor de lo que sobrevive.

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