Esta es la historia de un amor. Un romance fraguado entre cepas, barricas y vinos. No cualquier clase de vinos, porque tampoco hablamos de cualquier bodega y porque además los protagonistas del idilio son dos personalidades tan seductoras como conocidas: por un lado, una bodega de Rioja que ha ido acumulando ancho prestigio y sobresaliente notoriedad en todo el mundo, desde su sede en la localidad alavesa de Oyón, cercana a Logroño; en la otra esquina del imaginario cuadrilátero, un arquitecto de talla mundial, sir Norman Foster. ¿Cómo se fragua el ritual de cortejo y seducción hasta hacer ‘match’? ¿Qué argumentos manejó el Grupo Faustino, actor principal en este relato, para convencer al reputado profesional, autor de la cúpula del Reichstag berlinés y el futuro Camp Nou entre otros encargos de prestigio, de modo que pusiera su firma al pie de la deslumbrante joya que hoy saluda desde el corazón de su bodega? Las líneas que siguen responden a esa pregunta.

Son respuestas que florecen de modo natural en el espléndido escenario que Bodegas Faustino reservó a Foster. Un mar de viñedos, que en otoño florecen con la majestuosidad propia de la estación brillando en las cepas en rojo, dorado y ocre, recibe al visitante que accede a la bodega a través de este ingenio de madera bautizado como El Legado. Es la obra que el arquitecto inglés proyectó para sus clientes, luego de la exitosa experiencia anterior: su bodega Portia, también encargada por el mismo grupo bodeguero, ubicada en Burgos. Faustino, un ejemplar proyecto vinícola nacido del ingenio de la saga familiar que todavía lo gestiona, ha ido ampliando sus referencias por distintas denominaciones, pero sus raíces permanecen ancladas en Oyón: de ahí que la actual generación de propietarios bautizara como legado esa esbelta criatura que saluda a las visitas, ejerce de tienda, también de ‘wine bar’ y sirve además como centro neurálgico para el recorrido por sus instalaciones.

Todo empieza en El Legado y todo concluye aquí, incluida la cata de algunas de las mejores joyas alumbradas en el corazón de la bodega. Son vinos que continúan cumpliendo el propósito fundacional: que satisfagan “a todos los paladares”. El objetivo con que nació la bodega impulsada por Julio Martínez recogiendo el testigo de su padre (Faustino, por supuesto) y ahora dirigen sus descendientes, con sus hijas Belén y Lourdes al mando, asegurándose de mantener vivo el compromiso con otra de las máximas de los fundadores: en Faustino “el viñedo lo es todo”. Un mandato que atestiguan las cepas que rodean la bodega, de acuerdo con el primer gesto que acometió el proyecto de Foster: reordenar todo el espacio anterior a su intervención, para dotar al recorrido de un plan superior, que ponga el foco sobre esas parcelas hoy recién vendimiadas y conduzca de manera sutil y elegante a las visitas hacia su obra, estrenada hace un año. Una delicada estructura de madera, donde percuten los rayos del sol de otoño mediante una ocurrente disposición que logra un efecto milagroso. A ratos, la piel parece de un color, a ratos de otro, y cuando las sombras van conquistando su esqueleto, el resultado depara una hermosa fusión de colores que compiten con los destellos que desde el viñedo aledaño alumbran esta historia. Una sinfonía cromática que en algo recuerda a los tonos cobrizos, a veces amarronados incluso, de sus mejores reservas tintos. O el grato brillo amarillento de sus blancos envejecidos en el subsuelo de la bodega por donde prosigue la visita.

Se trata de un ameno itinerario que arroja como conclusión definitiva que estamos ante una bodega con varias almas, como si cristalizara en ella el milagro de la Santa Trinidad. Es un grupo que gestiona hasta nueve millones de kilos de uva, con intereses en diversas zonas vinícolas, pero sigue siendo al mismo tiempo aquel proyecto casi artesano, muy enraizado en su entorno, que sus propietarios muestran con un indisimulado punto de orgullo a sus ancestros. Es la bodega de siempre, situada al pie de la carretera que conduce hacia Oyón, pero es igualmente esta estilizada creación de Foster, que convive en armonía con el conjunto de edificios de toda la vida. Y Faustino son sus vinos clásicos, que le han dado justa fama en todos los mercados (incluido el internacional, donde operan como embajadores del Rioja), pero también los nacidos hace menos tiempo, que estimulan la veta creativa que ha distinguido históricamente a la casa. Cuatro generaciones después, esa vocación múltiple se materializa en sus 600 hectáreas de viñedos, en ese singular carácter donde late tanto la identidad propia del oficio de agricultor como la pasión del bodeguero. Un personalidad muy particular que ilumina la preciosidad de jardín que rodea a la obra de Foster (“Queríamos al mejor y fuimos a por él”, dicen en la bodega) y dota al conjunto de un sentido superior no sólo ambiental, sino simbólico: el impreso en el dominante color verde de la riquísima flora circundante, incluidas las 17 cepas testigo que duermen en un rincón a la espera de guiar los pasos de sus frutos hacia la excelencia que luego triunfará en la copa.

Misión cumplida, puede concluirse.
El arquitecto pretendía poner su creación al servicio de esa clase de encargos que llama 1.0, es decir, integrado dento de una concepción más profunda, visceral, de las vicisitudes que atraviesa el planeta, acorde por lo tanto con las ambiciones de su cliente y con su visión del mundo, muy sensible a los dictados de la madre naturaleza. Así que el reto de la sostenibilidad, de la innovación y de la intención por construir mediante este tipo de edificios “un futuro para todos”, de acuerdo con las instrucciones de Faustino, triunfan allí donde la visita concluye: en el magno espacio donde Foster plantó su obra, cuyo proceso de construcción vigiló de cerca durante sus viajes hasta la bodega, para asegurar que respondiera al principio de ofrecer una visión holística de cuanto significa el grupo vinícola. El encargo incorporaba la máxima de que esta pieza recién nacida, de apenas un año de vida, apuntara hacia el mañana siendo respetuosa con el pasado, que es por cierto el mensaje depositado en esas esbeltas láminas de madera de alerce que llegaron desde Ucrania para embellecer El Legado, cuya denominación adquiere una total justificación mientras el visitante enfila la salida después de saborear los tesoros de la bodega: el pasado que palpita en el célebre etiquetado de Faustino, con el caballero holandés Nicolaes Van Bambeeck mirándonos desde la botella tal cual lo retrató Rembrandt. Con sus añadas prodigiosas guardadas en los espacios más recoletos, como ese Gran Faustino de 1955 convertido en divisa y bandera, o con el eco de cada pisada recorriendo la cripta familiar, el territorio más íntimo de la bodega, casi un espacio religioso.

La suma de sugerentes sensaciones se acumula en el tramo final de este viaje alrededor de esa historia de amor sellada brindando con cualquiera de esas bodegas marca de la casa, con su revestimiento rugoso tan característico, patentado por la familia Martínez como enseña de sus vinos. En ese vidrio palpita el carácter visionario de la firma, la valentía de sus promotores, su aire audaz e intrépido. El espíritu que hizo inevitable el triunfo de la excelencia en el ensamblaje entre sus viñas y sus vinos. La misma mentalidad que explica que prosperase su historia de amor con Norman Foster. Y que tuviera final feliz.
Imagenes: Niquel Young
