María de los Ángeles Romero se inclina sobre el metate a las seis de la mañana. El metate —heredado de su abuela, gastado por tres generaciones de manos— rechina bajo la presión del maíz nixtamalizado. A su lado, su hija Rosario Sandoval repite el gesto. Afuera, en Xochimilco, el agua sube cada año un centímetro más. Adentro, en esta cocina que huele a cal y a comal caliente, la técnica se transmite sin interrupción.
A veinte kilómetros de ahí, en Polanco, un chef da una entrevista sobre su «reinterpretación del mole«. Menciona a las cocineras tradicionales. Las llama «guardianas». Les agradece. Pero no las nombra.
Ese abismo —entre el metate que nadie ve y el plato que todos fotografían— define buena parte de la gastronomía mexicana contemporánea. Las cocineras tradicionales sostienen aquello de lo que los restaurantes presumen.
La certificación que llegó tarde
Las cocineras tradicionales son mujeres —casi siempre mujeres— que aprendieron a cocinar por transmisión generacional, no por educación formal. Su conocimiento viene de madres, abuelas, bisabuelas: una cadena de aprendizaje que se extiende por siglos. Trabajan principalmente en sus comunidades, para fiestas patronales, ceremonias religiosas, eventos comunitarios. Su cocina no es de autor. Es de territorio, de memoria colectiva, de identidad regional.

En 2018, ocho años después de que la cocina tradicional mexicana fuera declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, el gobierno mexicano finalmente creó un mecanismo para reconocer formalmente a quienes sostienen ese patrimonio.
El Conservatorio de la Cultura Gastronómica Mexicana (CCGM) firmó un convenio con el Consejo Nacional de Normalización y Certificación de Competencias Laborales (CONOCER) para desarrollar el ‘Estándar de Competencia EC1084: Preparación de Gastronomía Mexicana Tradicional y Popular’.
«El conocimiento se lega. Nosotras somos cocineras naturales», explica Ángeles Romero, quien en 2019 se convirtió en la primera cocinera tradicional certificada en la Ciudad de México. «Sí, hay técnicas, y sobre todo esas técnicas son a favor de una buena nutrición. La nixtamalización es una maravilla reconocida en el mundo.»
El proceso de la certificación: diagnóstico inicial, curso de alineación, pago de evaluación (3,000 a 5,000 pesos), y finalmente un examen práctico de cuatro horas donde la cocinera debe demostrar conocimiento de la milpa y sus productos, manejo higiénico de los alimentos y temporalidad de los insumos.
Ángeles es directa sobre lo que significa la certificación: «Nos hace competitivas. Nos equipara con un chef para hacer cocina mexicana. Pero eso no significa que nos paguen igual.»
La certificación les dio un documento oficial. No les dio contratos laborales dignos.
El nombre que encierra
La palabra «tradicional» suena a reconocimiento. Funciona como jaula. Cuando se dice «cocinera tradicional», el imaginario colectivo dibuja una postal: mujer mayor, vestido bordado, fogón de leña. El problema no es la imagen. El problema es que ahí termina la conversación.
Lo que hacen estas mujeres no es folclor. Es técnica de precisión transmitida sin manuales. Es arquitectura culinaria construida sobre conocimiento empírico que antecede por siglos a cualquier escuela gastronómica.
«Afortunadamente tengo como herencia la escuela de mi abuela, Margarita López. Ella fue mayora del Centro Nocturno del Patio», explica Ángeles en el podcast Entre Foodies y Dragones. «Con ella inicié en la incursión de los banquetes y primero manejaba yo cocina internacional. Aprendí grandes recetas de salsas francesas, italianas, españolas. Pero siempre me jalaba lo tradicional.»

El término «tradicional» las separa de la conversación seria. Las coloca en lo pintoresco, no en lo profesional. Y mientras tanto, la industria gastronómica las usa como materia prima conceptual sin pagarles regalías.
Territorio y técnica
En la Mixteca oaxaqueña, el chile chilhuacle negro crece en suelos específicos que no se repiten en ningún otro lugar. Una cocinera xochimilca como Ángeles usa amaranto porque esa planta sobrevivió donde su bisabuela sembró, donde su abuela cosechó, donde ella sigue resistiendo.
«Tengo una proveedora de Santa Ana Tlacotenco, más arribita de Milpa Alta», explica. «Ella es productora de maíz orgánico. Es la que me baja el maíz y los derivados del maíz, los elotes para las eloteras, la hoja del maíz, el pinole.»
El proyecto Chantico —que Ángeles y Rosario dirigen desde 2005— tiene como finalidad que «la cocina lacustre se entienda como un método para conseguir el producto chinampero. Al comprar al chinampero el producto a un precio justo, evitamos que el chinampero abandone la tierra.»
La nixtamalización no es un proceso pintoresco. Es química aplicada con exactitud milimétrica. El comal no es «el fogón de la abuela». Es control térmico de precisión. El metate es un laboratorio sensorial. Pero cuando un chef incorpora estas técnicas, las presenta como «innovación». Cuando una cocinera las ejecuta, la narrativa se detiene en lo decorativo.
Economía: el trabajo que no se paga
Sin las cocineras tradicionales, la alta cocina mexicana no tendría narrativa. Pero sin la alta cocina, la vida de las cocineras no mejora necesariamente.
Participan en festivales donde se les paga con «visibilidad». Viajan horas para cocinar en eventos institucionales donde su trabajo se exhibe pero no se remunera con justicia. En Oaxaca, las cocineras mantienen vivas técnicas que desaparecen cada vez que una abuela muere sin relevo. No porque las nietas no quieran aprender. Porque emigraron donde hay salario, aunque sea precario.

La diferencia real no está en la técnica ni en el sabor. Está en quién narra, quién cobra, quién dirige la conversación. El chef tiene plataforma mediática. La cocinera tiene comunidad. El chef puede experimentar. La cocinera tiene que sostener. El chef firma el plato. La cocinera firma con el cuerpo: las manos quemadas, la espalda doblada, las rodillas que ya no responden.
Cuando un chef coloca en su menú una «inspiración en la cocina tradicional oaxaqueña», la autoría se desplaza hacia él. La cocinera que le enseñó el secreto del mole no aparece en los créditos.
Ese desequilibrio es estructural. No se resuelve con agradecimientos. Se resuelve con contratos, con pagos justos, con reconocimiento institucional que se traduzca en pensiones y apoyos reales.
Lo que se pierde
Cada año mueren técnicas que nadie documentó, sabores que nadie replicó. Cuando desaparece una técnica, se pierde una forma de leer el mundo. El mole de chicatana —ese que sólo se prepara cuando llegan las primeras lluvias— no es sólo una receta. Es un calendario agrícola, un ritual de comunidad, una forma de entender el ciclo de las estaciones.
Las cocineras tradicionales sostienen la biodiversidad. Cada vez que siembran maíz criollo, están resistiendo la homogeneización del sistema alimentario global. Sostienen ceremoniosidad. Sostienen lenguaje. Y sostienen memoria; Cada mole que preparan, cada tamal que envuelven, es un acto de transmisión. No de nostalgia. De presente vivo.
Ángeles lo sabe. Por eso entrena a Rosario con la misma severidad. «Porque si la cadena se rompe, no se pierde una receta. Se pierde un mundo.»
El país que extrae sin pagar
Ángeles Romero frente al metate. Su hija Rosario a su lado, repitiendo el gesto. Ese movimiento no es postal para Instagram. No es decorado turístico. No es pasado embalsamado. Es presente insistente. Técnica viva. Economía real. Resistencia sin discurso.
La pregunta no es por qué importan las cocineras tradicionales.
La pregunta es cuánto tiempo más vamos a seguir llamándolas «tradicionales» para evitar nombrarlas como lo que son: las verdaderas autoras de la cocina mexicana.

¿Cuánto tiempo más vamos a extraer su conocimiento sin pagarles lo que vale?
Porque México tiene estrellas Michelin. México sale en rankings internacionales. México presume su gastronomía como patrimonio cultural. Pero las mujeres que sostienen ese patrimonio siguen cocinando sin pensión, sin seguro médico, sin reconocimiento institucional que se traduzca en algo más que palabras.
La certificación existe, pero el papel no cambia la estructura. No garantiza contratos. No asegura salarios dignos. No protege cuando ya no pueden moler porque las rodillas cedieron después de 50 años frente al metate.
La tradición no se hereda. Se defiende. Y defenderla implica pagar lo que cuesta mantenerla viva. No con certificados, con contratos. Con pensiones. Con reconocimiento que se traduzca en seguridad material para quienes sostienen lo que este país presume como propio.
