Patrimonio es una palabra que puede ser brillante, provocadora, maniquea o reduccionista. Para comprender sus efectos deberían de responderse las preguntas básicas: Quién, cómo, dónde, con quién, y para qué. Porque no es lo mismo una conversación espontánea en un puesto de tamales, que un coloquio universitario donde la crítica debiera ser esencial en la argumentación.
Han sido tantos los esfuerzos por darle utilidad práctica al concepto de patrimonialización que su análisis es relativista, pero todo muestra que las buenas intenciones son el camino al infierno. Esto va de aceptar que, después de 15 años de que el término apareció como la epítome en la lucha de algunos y sinónimo de algo bueno per se, pocos saben para qué sirve. Es un concepto que trastoca lo individual y lo social, y que hoy atraviesa muchas iniciativas de lo gastronómico. Pocos reconocen su profundidad y muchos lo aprovechan para conseguir provecho económico, político o personal. Los intereses mundanos son inherentes al ecosistema gastronómico contemporáneo.
Todos hemos sacado ventaja de actividades donde se exaltan las virtudes de una cocina mexicana cada día más ajena a beneficiar a las personas que ostentan el saber patrimonializado. Porque lo que vale es aumentar el impacto mediático a través de vistosas escenografías para que las y los cocineros tradicionales sigan siendo el foco de atención pero jamás el epicentro de la relevancia. Espectáculos folklóricos que pervierten el uso de las tradiciones y la mexicanidad actual. Todos somos cómplices.
En los eventos que reconocen a la cocina tradicional, las mujeres cocineras tradicionales siguen sin tener una silla en el estrado, y son tratadas con un desdén que revela el profundo clasismo y racismo que impera en México. Dos de las enfermedades más profundas de una sociedad que trata de renovarse a pesar de sí misma; extirparlas va de reconocer los huecos que quedan después de siglos de opresión a aquellas comunidades que hoy se visibilizan. Los pueblos originales que hoy se exhiben con orgullo, hace muy poco eran desdeñados y reservados como ejemplo de una versión simplista de la cultura mexicana. La reconciliación con el pasado indígena y mestizo es obligación para quienes hacen de la cocina un negocio cada día más próspero, y patrimonializar también va de poner límites mercantiles, de frenar la gentrificación de centros históricos, y de no convertir en personaje circenses a quienes con ingenuidad se ponen a disposición de quienes ven en la cocina tradicional un motor de éxito y dinero.
A pesar de ser una palabra distante, hay que reconocer que sin importar el estrato socioeconómico, lugar de residencia, o intereses ligados a su uso, el término patrimonio se encuentra en el inconsciente colectivo determinando decisiones y acciones. Suficientes años han pasado para ver los errores que se cometieron y aceptar que la responsabilidad para mejorar el panorama está en manos de propuestas jóvenes y renovadoras, no de los mismos de siempre. Parece que la nueva visión mexicana apenas comienza.