Servir

Pienso, luego cocino

El lujo es anticiparse a la necesidad del cliente, me compartió Raúl Soto, el chef ejecutivo del Esperanza Auberge Los Cabos, con habitaciones de entre 3.000 y 5.000 euros la noche. Un hotel inaccesible para las clases medias donde los excesos en lo material se comprimen y redefinen.

 

Varias preguntas surgieron durante la conversación en una cantina en Yucatán, en la península contraria a la de mi interlocutor. ¿Quiénes son los clientes de estas habitaciones cuyo costo corresponde a cuatro meses de salario de un trabajador mexicano promedio? Si no hay fastuosidades materiales, ¿Cómo hacen para sustituirlas por amenidades inmateriales? ¿Y cuál es la formación de los trabajadores para responder a las demandas de un sector que puede comprarlo todo?

 

La primera respuesta es obvia: porque, mientras hay niños que morirán sin haber probado una sola comida en forma, también existen millonarios que pueden pagar en una sola noche la alimentación semanal de decenas de familias. La segunda y tercera son más nebulosas, y Raúl me explicó como si fuera un examen sobre el sentido de pertenencia a su hotel.

 

Aclara que se trata de un tejido de situaciones a disposición del servicio. Algunos clientes son asiduos y sus visitas permiten conocer sus hábitos. Para el resto cabe una exhaustiva investigación en redes sociales, un perfilado del huésped como de inteligencia militar y un análisis colectivo del perfil cuyas conclusiones son compartidas en una discreta red de comunicación entre departamentos.

 

Cada paso, cada bebida, cada bocado, cada gesto, los libros leídos y hasta el alimento preferido de las mascotas, son registrados y considerados por todas las áreas para prepararse antes del arribo y dar seguimiento durante la estancia. Más que personal de hotel son espías al servicio del confort. Un obsesivo, apasionado y discreto seguimiento del cliente que resulta en la prevención de deseos. Los huéspedes pagan por sentirse respaldados por un equipo que sabe lo que necesita sin que jamás sean convocados para resolverles, agrega Soto. Todo está calculado.

 

La respuesta difícil fue la tocante al personal, porque los trabajadores de estos lujosos espacios no pertenecen ni pertenecerán a la clase social a la que atienden. Y si solo se puede ofrecer lo que se conoce, entonces sería imposible prever la necesidad de una copa de champaña en el desayuno de una duquesa, o seleccionar el alimento para el perro alérgico de la hija de un matrimonio libanés.

 

En este punto, el silencio fue confrontador porque ni Soto, ni yo, ni la mayoría en esta industria, gozamos de dichos privilegios, pero podemos formarnos para aprenderlos.

 

Un trabajador en un restaurante u hotel de lujo sirve comidas que nunca probará o acomodará almohadas en las que jamás dormirá, pero se apasionará por aprender para servir mejor.

 

El secreto, termina Raúl, está en comprender que el servicio es una vocación, una forma de vida que se dedica a darle a otros felicidad a pesar de sacrificar la propia. En un mundo donde imperan la frialdad y la distancia, conviene recordar que, sin importar el dinero, en este negocio siempre se ha tratado de lo mismo: restaurar, servir y volver a empezar.