Cada diciembre, Lima huele a masa fermentada. Se nota antes de que el calor del verano termine de instalarse, antes de la congestión de las fiestas y del bullicio de los centros comerciales. Basta ese perfume entre dulce y enmantequillado para recordar que, en este país, la Navidad empieza mucho antes de lo que señala el calendario. Y comienza con un pan dulce que no nació aquí, pero que aquí se volvió indispensable.
Siempre me ha intrigado ese gesto casi automático, tan peruano, de comprar panetón apenas comienza diciembre. Lo hacemos sin preguntar por qué. Lo llevamos bajo el brazo como si fuera una extensión del verano, de la familia, de la necesidad de juntarnos alrededor de algo grande, dulce y compartible.
El Perú consume más panetón per cápita que cualquier país del mundo, incluso más que Italia. Según Taste Tomorrow, el estudio global de consumidores elaborado por Puratos, su consumo asciende a 1,5 Kg. anual por persona, superando al mundo entero. Ese dato, por sí solo, no explica nada, pero motiva varias preguntas: ¿Cómo es que aquí se come más panetón que en Italia, el país donde se originó? Si hay otros países de la región con una inmigración italiana más numerosa, ¿Por qué justamente en el Perú, el panetón se ha convertido en un alimento de culto navideño?
La migración que cambió el mapa del gusto
Para entenderlo, hay que volver a la historia de una migración silenciosa. La relación entre el Perú e Italia empieza antes del siglo XIX. El virrey Nicolás Caracciolo gobernó el Perú entre 1716 y 1722 y trajo consigo una corte de personajes, artistas, músicos y costumbres que anticiparon cierta italianización del virreinato antes que en otros lugares de Sudamérica.

Pero la gran masa migratoria llega recién hacia finales del siglo XIX. A diferencia de los italianos que poblaron Buenos Aires (ganaderos y agricultores del norte) o Nueva York (mayoritariamente napolitanos), aquí llegaron sobre todo ligures. Muchos eran comerciantes, panaderos, heladeros; gente acostumbrada a trabajar en el rubro de los alimentos y del espacio público. Fundaron tabernas y panaderías que aún perduran, como el Queirolo, Berisso, Pastificio Ligure o Rovegno.
Quizás por eso esta migración nunca se ha percibido como un bloque comunitario cerrado, sino como un conjunto de presencias dispersas que, sin proponérselo, moldearon el paisaje cotidiano: bodegas, pasta, helados artesanales, ciertas costumbres de barrio. Incluso la presencia ligur alcanzó al idioma. Aquí se dice “misio” cuando alguien no tiene dinero, voz muy parecida al término en zeneize, el dialecto ligur: misiu. En el Perú no se come ragú, se come “tuco”; en zeneize se dice tuccu.
Esta influencia no fue estridente, pero sí constante. Y quizás allí empezó todo: el panetón entró por la puerta lateral, como un lujo accesible que poco a poco se fue masificando. Al inicio, eran las bodegas italianas —que no solo importaban productos ligures— las que traían panetones desde Italia para Navidad. Hay que recordar que el panettone no es ligur, sino milanés, pero llegó al Perú de la mano de los ligures. Más tarde, las panaderías italianas comenzaron a prepararlo aquí y lo hicieron más asequible.
Sin embargo, la migración, por sí sola, no alcanza para explicar por qué hoy el Perú come panetón hasta febrero, e incluso, en Julio, cuando se celebran las fiestas patrias peruanas.
La industria, agente democratizador
Hay fenómenos que solo se comprenden cuando aparece la industria. El panetón se convirtió en un pan que cualquiera podía comprar.
En Milán, en 1919, Angelo Motta abrió su propio horno y, hacia 1930, su producción creció tanto que tuvo que construir una fábrica en las afueras de la ciudad. Para 1935, Motta ya contaba con una cinta transportadora de treinta metros y pronto comenzó a exportar a Sudamérica. Un mercado interesante con una migración italiana creciente. “Inicialmente, se preparó en las panaderías el pan dulce a la manera genovesa, hasta que a partir de la década de 1940 apareció el panetón de Milán, que es más alto y que ha dado lugar a una verdadera industria”, afirma Giovanni Bonfiglio en su libro Perú e Italia 1821-2021.

¿Y qué cambió en el Perú? Empresarios peruanos se asociaron con marcas italianas, no solo con Motta, también con Alemagna, su gran competencia. Estos acuerdos permitieron a marcas locales como D’Onofrio producir y vender panetón aquí. El panetón se volvió parte de las canastas navideñas que los empleadores enviaban a sus trabajadores, de la cena de Nochebuena e incluso, regalo. No necesitaba nieve ni invierno para tener sentido.
Apropiación cultural navideña
Me pregunto si alguna tradición europea se habría vuelto tan peruana sin ese proceso de democratización. En el Perú, lo que se vuelve cotidiano termina por convertirse en nuestro.
Hay algo en la forma del panetón que invita a reunirse. Es redondo, abundante, más voluminoso que pesado. Se corta en triángulos irregulares, como si importara menos la exactitud que el gesto. No se come a solas, o no debería. Por eso, quizá, encontró aquí un terreno tan fértil. Se puede partir con la mano, comer en la mesa o de pie en la cocina. Es habitual que, en época navideña, se comparta también en las oficinas, en reuniones improvisadas alrededor de una caja abierta.
El Perú es un país donde el sentido de comunidad está siempre en disputa, pero donde la comida funciona como puente. Un pan grande, dulce y festivo encaja perfectamente en esa lógica emocional: basta una taza de chocolate caliente —aunque haga 30 grados— para que se arme la escena.
Y allí aparece algo más: el gusto construido. Generaciones enteras, con o sin ascendencia italiana, crecimos con panetón desde la infancia. No lo cuestionamos porque lo sentimos algo propio. En Italia, el panettone sigue siendo un ritual estacional. En el Perú, es un rito afectivo, un alimento que convoca, no solo en una extendida temporada navideña, también durante las fiestas patrias.
Hoy convivimos con panetones de todo tipo: el industrial que llena bodegas enteras, el artesanal que busca diferenciarse, el italiano importado que promete autenticidad. Cada uno encuentra su público, su necesidad, su narrativa.
El panetón es una herencia adoptada, una tradición reinterpretada, un símbolo que habla de nuestro modo particular de construir identidad a partir de lo compartido. Quizás por eso el Perú es el mayor consumidor de panetón del mundo: no porque se parezca a Italia, sino porque el panetón se ha convertido en un símbolo de mestizaje. Y el mestizaje, al final, es una de las formas más persistentes de peruanidad.
