Cuando todo fue por primera vez

Con Carmen Guasp todo siempre fue por primera vez

Sin Carmen no se puede entender Madrid, ni la gastronomía española, ni cómo cambio todo. En esta ciudad, ahora llena de marcas, ella trajo Hermès a mediados de los 70. Esa fue la primera vez que cambia el paisaje y la vida. Poco tiempo después volvería a provocar a todo el mundo. Al regreso de un viaje a Londres, ya con Pascua Ortega de pareja de revolución en la decoración y parte fundamental de su imaginario, comienza a maquinar un nuevo reto; montar un restaurante. Se reúne en Los Polacos de la calle Villanueva para hablar de ese proyecto y conoce a Ramon Ramírez. Ese es el momento donde empieza una gran amistad y de la cocina una suculenta historia. Crean el restaurante Bogui en la calle Barquillo. Otra vez cambia el paisaje de la ciudad en aquel lugar mítico, con sombrillas y alegría en el interior, sumando una cocina diferente nunca saboreada.

 

Al poco tiempo de abrir, se sienta un día Xavier Domingo recién llegado de Paris y pide un huevo crudo, suavemente abierto por su parte superior e inferior, lo sorbe y pide otro exactamente igual que sorbe de la misma manera. Agradece el servicio. Seguidamente, pide la carta mientras exclama que en un sitio que aguanta tan inesperada comanda, lo que de verdad pretenden es dar de comer bien.

Es la demostración de cómo atendía Carmen.

En ese Bogui, pocos recordarán que se hizo posible uno de los momentos que cambiaron la cocina de este país. Arrancaba el año 1978, más concretamente el mes de enero, cuando un grupo de cocineros vascos capitaneados por Juan Mari Arzak, Pedro Subijana, Ramon Roteta y el ya presente en Madrid Luis Irizar, entre otros, hicieron la presentación de la nueva cocina vasca. Ahí es nada. El Bogui de Carmen y Ramon era la embajada de la mejor cocina jamás vista en la capital. Pero aquel lugar, luego convertido en club de jazz, se quedaba pequeño. Sólo significo la base de lo que luego llegaría por casualidad: El Amparo.

Un día, saliendo o entrando de un lugar llamado Dust, al final del callejón de Puigcerdà, aparece un cartel de “se alquila” en un viejo almacén de productos deportivos, y sin pensárselo, se hacen con el lugar. Comienzan las obras con la colaboración de Paco Muñoz de lo que sería uno de los restaurantes más bellos jamás vistos; El Amparo.

 

Lo del nombre de El Amparo es otra historia. Teniendo ya las iniciales grabadas con la letra A en las servilletas, no les convence el nombre elegido, Alcibiades, y uno de los socios encuentra en la Ribera de Curtidores un viejo libro de recetas de El Amparo, famosa casa bilbaína de cocina, donde las hijas de Doña Felipa Eguileor ofrecen las mejores recetas del restaurante bilbaíno, y cuya portada, casualmente, tenía una ilustración que se asemejaba la fachada de El Amparo. Todo encajaba.

 

De nuevo revolucionan la historia de la cocina. Arranca con Ramon Roteta y Ramon Ramírez, pero no solo la cocina y el local sorprenden. Sucede algo relevante para la época: para sentarse en esta mesa de culto no se exige chaqueta ni corbata. Tanto significa en el momento que, como recuerda Carlos Santos, lo primero que hizo al recoger sus 43.000 pesetas del paro, fue llamar a un amigo para disfrutar de un lugar donde no exigían chaqueta y corbata, además de tener un punto de informalidad inusual en los grandes restaurantes de la época. Carmen nos recibía como una hermana mayor, como si fuéramos de su cuadrilla, para tomar un consomé frío de cigalas, sopa de paloma, raviolis de erizo, ensalada de brotes tiernos con lengua, sesos y carrillera, o una crema fría de almendras. Todo un homenaje de dos estrellas. Sencillamente, un lugar posible para todos. Fueses quien fueses, al cruzar el umbral de la puerta, Carmen consideraba a todos por igual.

Esto era El Amparo de Carmen Guasp.

Al mismo tiempo, Carmen y su cuadrilla, a la que se une Ignacio Medina, publican quizás la mejor revista de gastronomía de este país, Gran Reserva, en formato gigante y con fotos nunca vistas, donde las catas y la cocina se unen como nunca habíamos imaginado.

 

El Amparo sigue creando, y más tarde trae las recetas de Martín Berasategui a su cocina; recetas que yo tengo la fortuna de fotografiar mientras las elaboran los cocineros Íñigo Urrechu (que se quedará como chef unos años) y Andoni Luis Aduriz, David de Jorge y el propio Martín.

 

Pero Carmen no termina la cosa con El Amparo; solo empieza otra. Abre Lola Music Hall Cabaret en la calle Costanilla de San Pedro, que agita esta vez la noche de Madrid, donde, en el pequeño escenario que subía y bajaba, se sucedían actuaciones de lo más granado de la época, desde las Virtudes a Pedro Reyes o la mismísima Yolanda Farr. Más tarde tuvo que servir, a mediodía, cocido en tres vuelcos con sopa de arroz y hierbabuena: el primer cabaret que daba cocidos, algo insólito en la historia de este plato.

 

Pero Carmen quiere cambiar otra vez la ciudad, y capitanea la creación de un espacio mítico, Samarkanda, en la estación de Atocha recién remodelada por Rafael Moneo, y, como siempre, con la mirada de Pascua Ortega. Se convierte en el lugar donde todo pasa y donde todo el mundo quiere estar. Las primeras grandes presentaciones y fiestas, el comienzo de esa cocina urbana que nos hace sentir europeos y modernos.

 

Esta es una parte de la gran historia de Carmen Guasp; la de una mujer luchadora, transgresora, emprendedora, elegante a la vez que sobria, con ese pañuelo lazado que presidía su sonrisa, que fue amiga del alma de mi madre Pitila en largas noches y geniales días.

 

A la que tuve la suerte de tener en mi mesa mil veces para aprender de su manera de imaginar.

 

Carmen vio el mundo como nadie lo vio, supo vivir a su manera y, junto a Pilar Citoler, se enamoró del arte mientras la vida se enamoró de ella.

 

Seguro que donde estés todo empieza por primera vez.

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