Como el quinto Beattle, Ramón Ramírez (Málaga, 1954) fue también artífice de la eclosión de la Nueva Cocina Vasca como «delegado» en Madrid. Andaluz de nacimiento y madrileño de adopción, llegó a la revolución culinaria vasca por pasión gastronómica, la misma que le valió para atesorar en los 80 dos estrellas Michelin en El Amparo (Madrid) y ser reconocido como uno de los mejores olfatos de España.

Apartado hace años de la primera línea gastronómica, acaba de superar un cáncer de garganta que no le ha alejado de un sector que ama. Hablamos de ese amor y de los cambios en la cultura gastronómica del país en las últimas décadas. De crítica gastronómica, de personal y jornadas laborales, de propinas, de odio entre compañeros o de tapeo andaluz. Mirar atrás para contextualizar el presente.
¿Qué hace ahora Ramón Ramírez?
Estoy jubilado. Hace tres años estoy en un proyecto con unos socios en El Invernadero de los Peñotes (Alcobendas), una cafetería y restaurante que también aloja eventos. Yo llevo la dirección de la cocina, tradicional en mayor medida aunque guardo un jueves al mes para desarrollar la alta cocina que desarrollé en El Amparo.
Entiendo entonces que sigue ese olfato que ha loado media gastronomía española…
Es verdad que he tenido fama de tener un grandísimo paladar y olfato. Ahora, ya no… Hace un año que acabé el tratamiento de radio y quimioterapia por el cáncer, que me ha quemado las papilas gustativas, ¡y ya me sabe salado hasta el tocino de cielo!
Repasemos tu biografía. Naciste en Málaga pero te moviste de joven a Madrid con la familia, y de ahí a Londres…
Fui a Inglaterra para aprender inglés y para ser piloto. La vida no fue como quería entonces y acabé trabajando en algunos restaurantes de Londres (entre otros, el Parsons). Me gustó y trabajé duro y estaba a punto de abrir restaurante propio en la capital inglesa cuando tuve que volver para hacer la mili. No llegué a tiempo a entregar los papeles al consulado para hacerla fuera, y tuve que volver.
Estando en el campamento de Alcalá de Henares, en la mili, me localizaron unos amigos de la familia (Carmen Guasp) que volvían de Londres, precisamente, con la idea de montar un restaurante moderno. Estamos en el año 74 y me uní como cocinero. En el 75 abrimos Bogui, el primer trabajo de interiorismo por cierto de Pascua Ortega. Después montamos El Amparo.

Y fue por aquella época cuando te “uniste” a la Nueva Cocina Vasca.
Fue cuando empezaron las primeras mesas de gastronomía de Gourmets con López Canis. La primera fue en Madrid y la segunda, en San Sebastián. Nosotros acabábamos de abrir y fuimos, y allí conocí a los vascos. Congeniamos y le pregunté a Juan Mari Arzak si quería hacer unas jornadas en el Bogui. Me dijo que sí, pero que vendría acompañado de unos colegas con los que acaba de montar la Nueva Cocina Vasca, para presentarla. Así que vinieron al Bogui los 13 cocineros de la Nueva Cocina Vasca y estuvieron una semana.
En aquellos años se juntaron muchas cosas para que la gastronomía se catapultara. Se empezó por ejemplo a poner en valor las añadas de los vinos, sobre todo a partir de la del 70 de Rioja, la mejor hasta la fecha. También había mucha crítica gastronómica muy inquieta. Los hermanos Domínguez o Alfonso Sánchez empezaron a prestar atención más a la calidad y a los puntos de cocción que a otras cosas. Antes, los críticos eran glotones más que degustadores.

Y llegamos a 1979 cuando cerraron el Bogui y abrieron El Amparo.
Fue un paso más. Cuando montamos El Amparo, que yo dirigía casi más en sala que en cocina, fui a hablar con Juan Mari para que asesora. Él me recomendó a Ramón Roteta, que estaba más dudoso por el restaurante que tenía, que quizá le divertía la idea. Aceptó. Abrimos en 1979 pero al poco Ramón se fue. Dijo que tenía morriña, que echaba de menos Hondarribia. Era finales de 1980.
Entonces volvió a la chaquetilla.
A mí siempre me había gustado la cocina y cuando Roteta decide irse, me tengo que vestir de blanco de nuevo, y con mucho gusto. Pero la verdad es que no me encontraba a la altura. Justo cuando marchó Ramón, en 1981, vino Michelin para decirnos que nos daban la estrella. Yo les dije que no, que esa estrella era de Ramón y que ya no estaba. Hablé con Firmin Arrambide (Les Pyrénées**, Saint Jean Pied de Port), mi profesor particular, y empezamos a desarrollar una nueva carta y una nueva cocina. En 1983, volvió a Michelin y sí que aceptamos la estrella. Ahora sí era nuestra.
¿Cómo estaba Madrid gastronómicamente por aquellos años?
Zalacaín, La Trainera, también Joquey o Horcher. El Amparo estaba en esa liga. La verdad es que abrimos El Amparo porque pensamos que Joquey y Horcher estaban bajando y que había un hueco donde meterse.

“Fuimos los primeros en introducir los platos de 32cm”
¿Qué cocina hacíais?
Era una cocina de influencia vasco-francesa, herencia de la nueva cocina vasca, de Roteta y del clasicismo francés de Arrambide. En aquella época, lo que mandaba era la cocina francesa, una cocina aligerada de salsas y puntos.
¿Y la propuesta? También fue diferente.
Fue sorprendente. El local donde estaba El Amparo era una casa muy bien decorada en el callejón de Puigcerdà, en unas antiguas cocheras. Y dentro era chocante. Fuimos los primeros de cierto nivel en no exigir chaqueta ni corbata, entendible por el momento en el que estábamos. En plena Movida, Almodóvar o Miguel Bosé venían a comer a menudo, y a estos no les podías obligar a vestir de ninguna forma…
También fuimos pioneros en introducir los platos de 32cm, ya que antiguamente se servía en platos de 19cm. Eran unos platos grandes que Roteta tuvo claro que eran los buenos. En ese plato todo parecía pequeño, aunque no era poca cantidad. Eso en Madrid creó un público y una expectativa, mucha controversia también.
¿Y cómo andabais de precio?
No éramos baratos. En 1987, con la tercera estrella, Zalacaín era el más caro de Madrid con 21.000 pesetas. Nosotros, que acabábamos de conseguir la segunda, costábamos 15.000.
Estrellas Michelin. ¿Cómo era y cómo ha cambiado la guía?
Antes, según ibas subiendo de estrellas, Michelin te obligaba a que tuvieras cubertería de plata o manteles de lino. Pedían cosas que nos suponían un esfuerzo increíble económicamente. Ahora dan una estrella a restaurantes sin lino o cubiertos de plata, pero que gastronómicamente dan muy bien de comer. En los 80’ hubiese sido imposible. En la actualidad se valoran otras cosas, no solo el lujo acompañante.

“La alta cocina me exigía demasiado y no me atraía lo suficiente para ser esclavo de ella”
¿Cuándo y cómo cerró El Amparo?
Yo me fui en el año 90. Me fui porque trabajamos no menos de 40 horas al día a 40º, y no estaba preparado para evolucionar, crecer y optar a que Michelin nos diera la tercera. Había comprado una casa en el mismo callejón para aprovechar el tiempo en el que no trabajaba, pero no podíamos comprar las adyacentes al restaurante para crecer. Tampoco la sociedad del restaurante se veía jugándosela con inversiones. Recuerdo un día en El Bohío, con Pepe y Diego Rodríguez -a los que ayudaba al principio-, comentándoles que me estaba planteando no volver a hacer alta cocina nunca más. Me exigía demasiado y no me atraía lo suficiente para ser esclavo de ella. Y así fue. Desde entonces, he tenido más negocios de restauración pero no me han exigido tanto.
Por cierto, Martín Berasategui pasó por El Amparo…
Berasategui fue mi sustituto, y puso a Iñigo Urrechu. Martín iba y venía desde Lasarte.
Volvamos a la exigencia. ¿Ve que haya cambiado?
La hostelería es una profesión muy esclava. Ahora, la gente quizá ya no trabaje las 14 horas de las que hablo pero 10-12 horas se hacen seguro. Lo que pasa ahora es que se es menos permisivo con la clientela. Antes, a los clientes asiduos, los que te dejaban propina, no les podías decir que se fueran a las 01h, que cerrabas. Había días que a quien le tocaba guardia le daban las 03h.

“Antes, la propina era sólo para la sala, que también se llevaba el 10% de la facturación”
El oficio ha cambiado…
No poder fumar ha bajado mucho la facturación de los restaurantes. También ha cambiado el tema de las propinas. Antiguamente se daba siempre, ya no. Y aquí ha perdido el personal. No ha estado nunca legislada pero la normativa de entonces decía que la propina era sólo para la sala, que también se llevaba el 10% de la facturación, del llamado tronco. Ahora, se ha llegado a un buen consenso que tan culpable es el cocinero como el camarero de que el cliente esté contento, y por ello se reparte. Esto ha mejorado la relación entre sala y cocina, que siempre fue conflictiva. El sueldo era parecido entre ambos mundos pero uno de ellos no veía la propina. Y eso, en las relaciones personales, traía algunos problemillas…
Más cambios, la mujer en la cocina.
Siempre se había dicho que cuando el hombre quería ser cocinero lo era por vocación o interés. La mujer, en cambio, estaba obligada. En mi época, había increíbles cocineras de siempre como Sery Bermejo, en El Mesón de la Villa de Aranda; las hermanas Rexach en Arenys de Mar, o Toya Roqué. Eran increíbles y con una mano para la cocina que a los hombres nos costaba. Sin embargo, es verdad que en mi cocina no hubo mujeres.
El recuerdo de la historia gastronómica de Madrid me lleva a Sacha. ¿Cómo se llevan?
Traté mucho a sus padres. A él le conocí como fotógrafo, al que fiché cuando tuve una revista para que me hiciera las fotos. Después, cuando murieron sus padres, se tuvo que meter en la cocina, más quizá de lo que le habría gustado. Debo decir que nos ha sorprendido para bien en el tiempo que lleva. En la actualidad, Sacha es sin duda alguna uno de los tres sitios donde mejor se come en Madrid. Y eso con una cocina canalla, divertida y con mucho sabor, pero muy lejos de la última técnica.

“Antes, los hosteleros en Madrid ni se saludaban”
Sacha dice que estamos perdiendo la cocina española…
Estoy con él. La cocina fusión actual está haciendo desaparecer la verdadera cocina española, aunque un terremoto parecido ya sucedió con la eclosión de la Nueva Cocina Vasca, y no pasó nada. Simplemente se debe aprender el oficio antes de meterse en creatividad.
Se dice que el gran éxito de la cocina española ha sido el de saber compartir. ¿Siempre ha sido así?
No. La Nueva Cocina empezó con ello. Cuando monté el Bogui los hosteleros en Madrid se odiaban, ni se saludaban. Poco a poco, fuimos reuniéndonos y compartiendo. Entre otros, Pedro Larumbe, Iñaki Oyarbide, Luis Eduardo Cortes, Mopi Horcher, Evaristo y Miguel García, Lucio… Nos empezamos ayudar y a colaborar, a entender que no éramos enemigos, sino ejército. Nos mandábamos personal entre nosotros. Antes no, antes siempre barrías para casa y si podías hacerle una putada al restaurante de al lado, se la hacías.
Última: Usted es andaluz y gastrónomo. ¿Cómo ve la relación de Andalucía y la restauración?
En Andalucía, la costumbre es chatear con una tapita de cortesía, por lo que el debate de su idoneidad es habitual. Históricamente, la gente ha hecho el aperitivo fuera y volvía a casa para rematar, por lo que el restaurante nunca ha tenido éxito. Cuando estaba en Madrid, con la primera estrella, muchos amigos me preguntaban por qué no montaba un restaurante en Málaga, en mi casa. Yo les decía que no, que a los malagueños no les interesan los restaurantes. Les gusta ir a la barra a picar, y luego se van a comer a su casa. Ahora quizá haya cambiado. Aunque entiendo que en Sevilla y gran parte de Andalucía siga pasando. Nos gusta salir a por un fino o un oloroso con una tapita, y después otra, y otra.