Su nombre era leyenda. Tanto, que no hacía falta ni mencionarlo. Formaba parte del catálogo de tipos rurales, ésos de los que hay uno en cada pueblo: el tonto, el loco, el peleas, el corneta o pregonero, el que vendía contrabando de extranjis en la posguerra… Él era «el que había hecho fortuna», ejemplo perfecto de ese arquetipo al que sus paisanos menos prósperos veneraban tanto como envidiaban. Sus espaciadas visitas a la aldea que le vio nacer constituían un verdadero acontecimiento en el que no faltaban pendones, dulzainas, y reverencias varias por parte de quienes querían saludarle y, de paso, pedirle algún favorcillo. Remozar la iglesia del pueblo, por ejemplo. O mediar con el gobernador civil para que se arreglara la carretera, se ampliaran las escuelas o se estableciera un servicio de autobús con la capital provincial. También le pedían empleo, no importaba que el puesto implicara cruzar el gran charco del Atlántico.
Aquel hombre discreto era conocido como el Mexicano, el Cervecero o el Millonario, aunque cuando viniera al pueblo casi no se le notaran los millones. Para sus empleados era simplemente el patrón o, como él prefería que le llamaran, «el jefe», ya que nunca perdió el acento ni los resabios del castellano peninsular a pesar de los casi 70 años que pasó en México. Antes, mucho antes, había estado a punto de cambiar de nombre para tomar uno religioso. Entre los 16 y los 20 años fue novicio en el monasterio dominico de San Juan Bautista de Corias (Asturias) y aunque la devoción espiritual le acompañó durante el resto de su vida, decidió cambiar de vocación antes de pronunciar los votos solemnes. Fray Pablo volvió a ser Pablo a secas, el chico huérfano de Vegaquemada (León), antes de convertirse en don Pablo, el rico indiano. El mismo que cambió para siempre el destino del sector cervecero mundial y, favores mediante, la vida de muchos de sus familiares y vecinos.
Pablo Díez Fernández (1884-1972) no olvidó nunca su Vegaquemada natal, ni León, ni a la Virgen del Camino. Cuenta la leyenda que siendo niño visitó el santuario de la patrona de los leoneses y prometió que si triunfaba, de mayor mejoraría aquella sencilla iglesia. En 1955 pudo por fin cumplir su promesa: regresó a España con un talonario en blanco, dispuesto a sufragar la construcción en La Virgen del Camino de una nueva basílica, un colegio y un convento dominico. Fueron los frailes de esta orden quienes en 1905 le prestaron el dinero necesario para comprar el pasaje a América y quienes acudieron de nuevo en su auxilio cuando, ya establecido en Ciudad de México, necesitó un crédito para sus aventuras empresariales.
De la levadura a la cerveza
Comenzó trabajando como contable en una pequeña panadería. En ese mismo ramo de la industria mexicana destacaba por entonces otro español, el navarro Braulio Iriarte Goyeneche (1860-1932), dueño por entonces de 80 panaderías y dos molinos de harina en el distrito federal y en Veracruz. Aquel potentado sería primero mentor y después socio de Pablo Díez. Tal y como cuentan María del Carmen Reyna y Jean-Paul Krammer en el libro ‘Apuntes para la historia de la cerveza en México’ (2012) Iriarte y Díez se conocieron en 1911, cuando el primero contrató al leonés como administrador de una de sus tiendas. Don Pablo trabó amistad allí con otros dos vasco-navarros, los hermanos Miguel y Martín Oyamburu Arce, y todos juntos se metieron en 1913 en otro negocio relacionado con la panificación: la primera fábrica de levadura comprimida del país, «Leviatán y Flor».
Con tanto cereal y tanta levadura de por medio no resulta extraño que este grupo de emprendedores dirigiera pronto sus miras hacia el mundo de la cerveza. Por entonces había en México unas cuarenta cerveceras y la bebida iba ganando popularidad a pasos agigantados, pero hacía falta un gran capital para comprar maquinaria especializada y traer a maestros cerveceros desde el extranjero. Braulio Iriarte se mete de lleno en aquel fregado y en marzo de 1922 funda «Cervecería Modelo S.A.» junto a varios acaudalados emigrantes españoles, en su mayoría de origen cántabro y asturiano. La delicada situación política del país provoca una crisis económica y una reducción del capital de la empresa, que ve cómo sus primeros accionistas salen de la sociedad. Iriarte recurre a sus paisanos navarros y a su amigo Pablo Díez, que financian su participación con los beneficios de la fábrica de levadura y entran en el consejo de administración de Modelo en noviembre de 1922.
Empeñados en elaborar la mejor cerveza de México, los socios compran la maquinaria en Chicago y traen de Missouri a un maestro cervecero que gesta en 1925 las primeras remesas de Modelo y Corona. Será esta segunda marca la que les lleve a la fama mundial. Conocida en España hasta 2016 como Coronita, la cerveza Corona Extra está presente en 180 países y seguramente sea la exportación mexicana más célebre después de Cantinflas y los mariachis. Gran parte de su renombre se lo debe a aquel chico de Vegaquemada que en 1932, tras la muerte de Braulio Iriarte, se convirtió en el nuevo presidente del Grupo Modelo. Aparte de expandir la empresa comprando la Compañía Cervecera de Toluca y la Cervecería del Pacífico, don Pablo contrató al alemán Wolfgang Probst para dirigir la fábrica, mejorar la calidad de producto y ampliar los tipos de cervezas que elaboraban. En 1931 la planta de Ciudad de México producía 10.000 litros diarios de bebida, una cantidad que colocó al Grupo Modelo como líder del sector.
Como buen indiano don Pablo volvía de vez en cuando a su tierra natal. Allí, en el pueblo de Boñar, conocería en 1916 a su futura esposa Rosario Guerrero, y del mismo lugar traería a parientes y conocidos para trabajar en México a su lado. Uno de ellos fue Nemesio Díez Riega, de Portilla de la Reina, y otro Antonino Fernández Rodríguez, natural de Cerezales del Condado. Nemesio se ocupó del departamento de ventas y de la distribuidora de Toluca, mientras que Antonino (casado con Cinia, una sobrina de don Pablo) comenzó en 1949 como empleado de almacén y fue escalando puestos hasta llegar primero a administrador general de la planta de D.F. y luego, en 1971, a presidente del Consejo de Administración. Desempeñó ese cargo hasta el año 2005. Del patriarca heredó el puesto y el afán benefactor, que tradujo en diversas iniciativas como Soltra, una empresa leonesa que favorece la inserción laboral de personas con discapacidad, o la Fundación Cerezales Antonino y Cinia, dedicada al desarrollo local a través de la cultura.
La próxima vez que se tome usted una Corona bien fresquita, con su clásica rodaja de lima dentro, piense que esa ceremonia de marca fue ideada por la poco tropical mente de un leonés. Y en todos los niños que vieron un Cadillac llegar a su pueblo y creyeron que el sueño americano era un realidad.