Las burbujas siguen siendo protagonistas en las fiestas, luciendo su cliché de yates, canapés y dorados, pero ya no se limitan a ese universo aspiracional. Hoy, el espumante aparece en otras escenas culinarias, antes, durante y después de una comida; en enero o en abril; incluso entre las nuevas generaciones. Y si no fuera por una empantanada crisis del consumo de vino, juraría que el espumante argentino podría encabezar una hermosa tendencia global.
Nunca entendí –y me lo tomé de manera personal— cómo era que el país no tenía un nombre específico para los vinos espumosos como lo tienen España, Italia, Francia o Alemania. La Argentina, sin embargo, tiene una historia larga con las burbujas. Data desde comienzos del siglo XX. Bodegas que nunca dejaron de elaborar espumantes, incluso cuando el mercado los reducía a un gesto ceremonial. Pero en la escena actual, lo que cambió no fue el vino, sino la forma de pensarlo. Ahí es donde el presente se vuelve particularmente fértil.
Para entender este momento, conviene mirar hacia atrás y detenerse en Pedro Rosell. Enólogo, docente, asesor y formador, dedicó buena parte de su vida a una categoría que durante mucho tiempo fue marginal dentro del vino argentino. Formado en Mendoza y perfeccionado en Francia, Rosell volvió al país a fines de los años 70 con una convicción: el espumante podía hacerse con estándares altos. Desde la década de 1980 fue una de las voces que más insistió en la necesidad de sacarlos del calendario.
Una identidad local
Su enfoque técnico y estructural buscó una identidad local. Empezó a dejar de copiar a Francia pensándolo en un marco de mayor flexibilidad enológica. Mientras Champagne se rige por normas estrictas que delimitan variedades, rendimientos, prácticas de vinificación y tiempos de crianza, Rosell desechó los moldes. La libertad, combinada con un clima más seco y luminoso, permitió trabajar con uvas de distinta madurez, perfiles de acidez propios y decisiones técnicas ajustadas a cada vendimia, sin la obligación de reproducir un modelo predefinido.
Para Rosell, el método tradicional no es un fin en sí mismo, sino una herramienta, y su valor reside en cómo se adapta al viñedo, al clima y al criterio sensorial del enólogo. Desde Cruzat, bodega dedicada exclusivamente a espumantes, Rosell consolidó una filosofía basada en la confianza en el gusto. Buena parte de la escena actual dialoga, conscientemente o no, con esa mirada.
Mendoza, caleidoscopio de espumantes
Mendoza sigue siendo el gran territorio del espumante argentino, pero ya no puede leerse como un todo uniforme. Dentro de la provincia, el Valle de Uco se consolidó como el lugar donde estos vinos encuentran precisión. Altura, amplitud térmica y suelos pobres permiten trabajar con vinos base bajos en alcohol, con gran acidez natural y tensión. Son condiciones ideales para estilos secos y definidos. En ese contexto, el método tradicional dejó de ser solo un marcador de jerarquía para convertirse en una herramienta más expresiva. Proyectos como Alma 4 lo muestran con claridad. Espumantes con largas crianzas, burbujas firmes y una apertura varietal que hace algunos años parecía impensada. Chardonnay y pinot noir siguen siendo el eje, pero aparecen viognier y semillón como variedades emergentes de este género. El semillón aporta textura y tensión. El viognier introduce registros herbales y florales que rompen con la expectativa clásica. No es una moda; es el resultado de una mayor confianza técnica y de consumidores más dispuestos a explorar. Pero quizás su mayor jugada sea con Alma 4 Bonarda, un espumante tinto 100% de bonarda elaborado por método tradicional que rompe prejuicios, perfil de frutas rojas y negras con notas florales y especiadas.

Las bodegas de mayor escala también leyeron este cambio. Mumm, con su base histórica en San Rafael, reserva el método tradicional para espumantes elaborados con uvas del Valle de Uco, mientras que el charmat sigue siendo central para estilos más directos. Pero incluso ahí hay un corrimiento. El charmat con crianza extendida, el llamado charmat lungo, dejó de ser una rareza para convertirse en una alternativa seria, capaz de ofrecer textura, complejidad y perfiles secos. Nieto Senetiner encarna bien esa convivencia. En una bodega de gran volumen, el espumante dejó de ser solo un producto estacional. Conviven versiones simples y refrescantes con charmat de larga crianza y brut nature pensados para la mesa. En las fiestas, estos vinos aparecen cada vez más temprano, acompañando entradas, pescados o platos livianos, y no solo esperando el brindis final.
En Mendoza también sobreviven estilos que no responden a la búsqueda actual de tensión extrema. Bodegas López, con más de un siglo de historia, propone una burbuja más amable, donde la crianza integra en lugar de marcar. Son vinos que acompañan sin levantar la voz, algo que en una mesa larga de diciembre se agradece. En esa misma línea histórica se inscribe Pascual Toso, una bodega fundamental para entender el desarrollo de los espumantes en Argentina. En 1927 fue una de las primeras en elaborar espumantes por método tradicional, cuando la categoría todavía no tenía identidad local.
Rosados en escena
Otro cambio evidente es el lugar que ganaron los espumantes rosados, especialmente los de pinot noir. Dejaron de ser un guiño estético para transformarse en vinos de mesa. Aparecen en charmat, en método tradicional y en versiones ancestrales, con perfiles frutales, buena acidez y burbujas amables. Son vinos comodines, que se adaptan bien a texturas diversas y a una amplia gama de sabores.
Dentro de la lista está Phos de Alma 4. Elaborado con método ancestral y pinot noir del Valle de Uco, propone una burbuja suave, bajo alcohol y fruta directa que lo acerca más al vino de mesa que al espumante ceremonial. En Vinyes Ocults Nat Charmat Rosé, también hay una base de pinot noir, este rosado se expresa desde un charmat ligero que invita a beberlo sin solemnidad.
En el extremo opuesto del mapa, Otronia Espumante Rosé, de pinot noir y método tradicional, lleva el rosado a un registro más profundo, con largas crianzas sobre lías, textura envolvente y una acidez marcada por el clima frío de Chubut.
Desde San Patricio del Chañar, en Neuquén, Bodega Familia Schroeder ofrece una de las lecturas más consistentes del espumante patagónico. Elaborados íntegramente por método charmat, sus espumosos se apoyan en la acidez natural y la frescura que aporta el clima frío de la región, con chardonnay, pinot noir y torrontés como ejes varietales. Las líneas Rosa de los Vientos, Deseado, H. Schroeder y Schroeder muestran distintos registros de estilo, desde perfiles más directos y frutales hasta versiones de mayor complejidad, siempre con una identidad marcada por el origen.

Fuera de Mendoza, otros paisajes para la burbuja emergen. Córdoba empieza a mostrar un camino propio. En zonas serranas como Calamuchita, el espumante de Sineres, bodega exclusivamente dedicada a espumantes en la zona, aparece como una herramienta para construir identidad. Producciones pequeñas, crianzas largas y una idea de burbuja pensada para el tiempo más que para la inmediatez. En el extremo sur, Chubut ofrece otra lectura. En la zona del lago Musters, el frío y el viento hacen que el espumante no sea una elección forzada, sino una consecuencia lógica del entorno. Proyectos como Otronia trabajan con método tradicional y largas crianzas sobre lías, apoyados en una acidez que el clima entrega sin esfuerzo. Son vinos que dialogan bien con comidas más estructuradas.
Espumante desalcoholizado
Entre las novedades más comentadas aparece un producto que obliga a pensar las categorías. Nieto Senetiner lanzó un espumante 0% alcohol elaborado a partir de vino desalcoholizado, no de bebidas saborizadas ni de bases aromáticas. El punto de partida es un pinot noir del Valle de Uco vinificado de manera convencional. Luego, mediante tecnología de filtrado, se retira el alcohol, preservando en la medida de lo posible los compuestos aromáticos, la acidez natural y la sensación de burbuja. Este tipo de procesos, cada vez más presentes a nivel global, dialogan con hábitos de consumo nuevos.
Los espumantes muestran su verdadero potencial cuando se los saca del brindis para llevarlos a la mesa. Los blancos secos de buena acidez acompañan entradas frías, mariscos, pescados al grill o aves frías. Los rosados, sobre todo con algo más de cuerpo, funcionan con carnes asadas, cordero, platos especiados y tapeos informales. Los más frescos se adaptan al aperitivo, fiambres y empanadas, mientras que los espumantes tintos encuentran su lugar con cerdo, quesos duros o preparaciones con frutas secas.

Pensar que ciertas bebidas tienen temporada es un prejuicio heredado, como si el vino blanco fuera solo para pascuas o los tintos para el otoño. La sidra y la cerveza ya demostraron hace tiempo su lugar gastronómico; a los espumantes les costó más salir del calabozo de las Fiestas. Tal vez este despertar de cepas, paisajes y estilos sea la revolución que necesitaban. No será un mayo francés, pero tampoco un diciembre argentino, así que busquen espumante para Navidad y Año Nuevo, jueguen con sus sabores, y llenen sus heladeras para el resto del año.
