Cangrejos rojos en el manglar de El Naranjal

En El Naranjal manda el cangrejo rojo (Ucides occidentalis), habitual en los manglares del Pacífico americano.

Ignacio Medina

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A la derecha, asoman los primeros indicios de la cercanía de este espacio de extraordinaria importancia. La vegetación se cierra, mientras el plátano, el cacao y los arrozales empiezan a escasear. De tanto en tanto se ven señales de los criaderos de camarones, una de las grandes industrias de Ecuador. Voy camino del territorio que controla la Cooperativa de Producción Pesquera Artesanal Nuevo Porvenir. Son 3874,84 hectáreas de manglar puro, en el que las aguas dulces se mezclan con las salobres hasta llegar al delta, donde ya mandan las aguas del mar y abundan los delfines.

 

Recolector en el manglar
Recolector con el atado completo saliendo del manglar.

Es una minúscula parte de las 105.000 hectáreas de manglar que echan raíces en la provincia de Guayas (dos tercios del total de Ecuador), pero aquí lo encontramos todo; la convivencia del manglar con las camaroneras, la creciente protección de un ecosistema fundamental y, sobre todo, la captura del cangrejo rojo y en menor medida del cangrejo azul, dos de los más estimados emblemas de la despensa costera del país.

 

En El Naranjal manda el cangrejo rojo (Ucides occidentalis), habitual en los manglares del Pacífico americano, entre la Baja California y el norte de la costa peruana. Hay quien le dice guariche y es uno de los dinamizadores económicos de la zona. El azul (Cardiosoma Crassum) busca terrenos más altos y aquí no abundan; suele aparecer en los muros de las camaroneras. Es más abundante en los manglares de Esmeraldas, llegando a Colombia.

 

Hablar de manglar y de cangrejo es hablar de barro. El mangle -puede ser blanco, rojo o negro- y el barro definen un paisaje que solo se interrumpe con los cauces de aguas dulces y salobres que sustentan la vida del manglar. Las aguas suben y bajan al ritmo que definen las lluvias y las estaciones, pero al final siempre queda el cieno, una capa de lodo profundo y denso que impregna la vida del manglar, y que va cubriendo los cuerpos de los recolectores de cangrejos conforme avanza la jornada. Para cuando acaban las cuatro o cinco horas que suelen necesitar para cubrir su cupo, los oculta con un camuflaje uniforme, grisáceo y oscuro. El mimetismo con el suelo es absoluto, con los ojos y los dientes como única concesión al color; se integran en el paisaje.

 

Linder, recolector de cangrejos
Linder, hijo, nieto y bisnieto de recolectores, sigue la tradición familiar.

Linder y Kevin recolectan hoy en una zona que la cooperativa preparó hace año para ensayar una propuesta de turismo vivencial, extendiendo unas tablas a modo de camino que se pudiera recorrer sin hundirse en el barro. Es un circuito desde el que se puede ver la ceremonia de la captura del cangrejo antes de continuar hasta el delta, al encuentro de otras especies que habitan el extremo del manglar, entre ellas una colonia de setenta delfines. Están impolutos, recién llegados de casa, y repiten vestuario: pantalón caqui por encima de las botas de agua y una túnica fucsia, con cuello mao, larga, de talle estrecho, una apretada botonadura delantera y los faldones algo más abiertos. Si no fuera por las botas y el manojo de bridas amarillas que cuelgan del cinturón, podrían ser personajes de una película de Bollywood.

 

Son hermanos, además de hijos, nietos y bisnietos de recolectores, y llevan toda la vida en el cangrejo, aunque con diferente nivel de dedicación y compromiso. Linder empezó a recolectar cuando tenía diez años y cumplidos los diecinueve no quiere hacer otra cosa; es su patrón, no tiene hora de llegada y le bastan cuatro horas para conseguir un jornal que oscila entre cincuenta y sesenta dólares, según vaya el mercado. Pueden cobrar 10, 11 o 12 dólares por cada atado de 12 cangrejos. La plancha se compone de cinco atados y con ella se cubre el cupo aurizado, de 60 piezas diarias. Llegado a Quito, el atado puede llegar a 28 dólares. Kevin también lleva media vida trabajando en el manglar. A punto de los 17, prefiere salir del manglar. Aprovecha la menor oportunidad para cambiar el cangrejo por la construcción o lo que salga. Los dos son socios de la cooperativa, integrada por 150 miembros, treinta de los cuales son mujeres. Son los encargados de la custodia del manglar, lo que implica tanto el aprovechamiento de los recursos como la protección del espacio. Ninguna mujer se dedica por aquí a la captura del cangrejo; lo normal es que trabajan en el despulpado. Con los caparazones de las patas hacen una harina que se emplea como alimento del camarón y con la que se investiga para un posible uso culinario.

 

Impresiona verlos trabajar. Antes de empezar, remangan la túnica y la anudan sobre la cintura para formar una bolsa en la que almacenarán hasta dos docenas de cangrejos, y se adentran en el manglar armados con dos varillas metálicas de distinta longitud acabadas en un gancho. El resto es una ceremonia que se me antoja épica. Las madrigueras del cangrejo están a la vista, como una urticaria que perfora el suelo, y deciden cual abrirán con la mano. El brazo va haciendo un hueco, ayudándose con la varilla, hasta que da con el cangrejo, echa el cuerpo el suelo, hunde el brazo hasta el hombro, pega la cara al barro y estira la mano hasta alcanzar la presa. La primera captura es un macho de buen tamaño (el sumito del macho solo cubre la franja central del vientre, frente al de la hembra, que lo cubre casi por completo) y supera la talla reglamentaria, que son 7.5 de lado a lado del carapacho; tardan tres años en alcanzar ese tamaño. La hembra tiene el cuerpo más chico y se suele respetar. Cinco intentos y tres capturas después, el barro les cubre la mitad del cuerpo.

 

Completada la cuota, vuelven a la barca que les sirve de punto de reunión para lavar los atados, sacarse el cieno del cuerpo y cambiar de vestuario. Y así cada día. La historia se interrumpe con las dos vedas que se establecen a lo largo del año. La primera coincide con la muda del caparazón y dura un mes, del 15 de agosto al 15 de septiembre. La segunda, de reproducción, cambian en función de lo que digan los biólogos que monitorizan el manglar. A veces empieza el 15 de enero, otras el 15 de febrero o directamente en marzo; la última fue del 1 de febrero al 2 de marzo. Linder ahorra para descansar durante las vedas, mientras Kevin busca trabajo en la construcción. Otros pescadores se ocupan en las camaroneras o se dedican a lo que llaman pesca blanca: camarón salvaje, róbalo, corvina, tilapia, bagre o medusa, abundante en el delta y muy demandada por factorías que trabajan para el mercado chino. En esta parte del manglar hay poca concha negra, las riadas de agua dulce son frecuentes y la concha negra muere con ellas.

 

El cangrejo es una pieza vital en el engranaje del manglar. Se alimentan de las hojas y las flores que caen del mangle, reciclando la capa orgánica que podrían colapsar el ecosistema, y estimulando el desarrollo de las bacterias que completan su tarea. Todo cuenta en un ecosistema tan fundamental como el manglar, uno de los 14 biomas terrestres (espacios singulares de extraordinaria importancia), sobre el que pende la amenaza del crecimiento urbano o el avance de las camaroneras.

 

El manglar se extiende por El Naranjal, al sur de Guayaquil, junto a la carretera que lleva en dirección a Cuenca y Perú.