Queserías Ramiro es un referencia; hace quince años recibió el premio al mejor queso del mundo.
Nicolás empezó ya con las ovejas a los 15 años y ahora, cumplidos 78, ha cubierto 63 como pastor. Casi toda la vida junto sus ovejas. Las acompañó desde niño por carreteras y caminos cuando hacían la trashumancia hasta Zubieta, a 9 kilómetros del centro de San Sebastián. Allí alquilaban tierras y un caserío, se instalaban por navidades y se quedaban hasta mayo. Los ciclos han cambiado, la trashumancia quedó atrás, las ovejas pasan ahora el invierno en casa y hacia el 20 de abril las suben al Monte Común de las Améscoas, al paraje llamado las majadas de Eulate, a unos tres kilómetros del Puerto de Eulate, donde se quedarán hasta el final del verano.
Encuentro a Nicolás maltrecho, después de una caída que le tiene la pierna y la espalda perjudicadas, pero sigue ahí, anclado a su borda, menos disgustado por el dolor que por no poder pasar toda la temporada con a sus ovejas. No recuerda cuando fue la última vez que faltó. La borda es una construcción humilde que se abastece de agua con un depósito descomunal que llenan con la lluvia y sin electricidad, a la que llama chabola; una habitación para dormir, una despensa y la cocina que hace las veces de centro vital, iluminada por un aparato de radio. Allí pasa la mitad del año desde que dejaron la trashumancia, pegado a sus ovejas. Su abuelo fue carbonero en estos mismos montes y el pastoreo llegó a la familia con las primeras ovejas que compró su padre. Luego llegó Ricardo, su hijo, siguiendo la estela. Fue una herencia inducida, aunque Nicolás nunca quiso que Ricardo fuera pastor. “Cualquier vida es mejor que esta”, me dice. Tiene que ser duro no querer para tus hijos lo que amas con tanta intensidad.
Le hubiera gustado que siguiera en el taller de carpintería donde le metió de aprendiz, pero el campo y las ovejas tiraban más del chaval que cualquier otra cosa. Hoy, el aprendiz ha pasado de los cuarenta, tiene dos hijos, una quesería de prestigio y el destino de unas 400 ovejas en sus manos, pero algo no ha cambiado del todo. También él prefiere que sus hijos no siguieran sus pasos; “por lo pronto que estudien, y luego que decidan”. Ahora, todavía chicos, lo tienen muy claro: dicen que serán pastores. Ya hay escuela de pastores en Aránzazu, pero antes se aprendía casi a golpes. Nicolás recuerda cuando empezó. “Esto cuesta toda la vida; nunca se aprende del todo. Cuando empecé nadie me hacía caso, ni el perro ni las ovejas”.
Un muro para separarse del mundo
Arranca la tercera semana de mayo y el sol que nos había acompañado desde febrero deja paso a algunas nubes y unos copos muy ligeros que quieren anunciar una nevada, aunque se quedan en un amago. En dos días el cielo se deshará en agua, reforzando la idea de que andamos con las estaciones cambiadas. Estamos en la parte más alta del monte, junto al muro de piedra que separa las Limitaciones del resto de Navarra. Al fondo se ven las siluetas de San Miguel de Aralar, San Donato y Aizgorri. A lo largo de 25 kilómetros, ese muro de alrededor de un metro de altura señala el límite de una tierra que se rige por sus propias reglas. De este lado, 5190 hectáreas de hayedo y pastos, que incluyen once pueblos, del otro, el resto de Navarra, o lo que es lo mismo, el resto del mundo. Todas las ovejas pueden pastar al otro lado del muro. Solo las del valle pueden hacerlo en este. Así es desde el siglo XV, cuando una disputa sobre el libre derecho de pasto acabó adjudicando el control del valle a Carlos II el Noble. Treinta años después, el virrey Carlos de Foix lo entregaba a los habitantes de las comarcas de Améscoa Alta, Améscoa Baja y otras tres localidades cercanas. Hoy la integran once pueblos y sus habitantes tienen derecho a explotar sus pastos, los frutos de los árboles, la madera y a la elaboración de carbón. No parece que queden carboneros y los pastores cada vez son menos, pero las costumbre siguen y el Común del Valle se encarga de la gestión, la protección y el control. Los vehículos necesitan un permiso especial para recorrer el Monte de las Améscoas.
Hablo con Nicolás junto a la puerta de la borda mientras Ricardo acaba de ordeñar las 280 ovejas que tiene en producción. Cuenta con ayuda mecánica y eso le permite acabar en dos horas y media. La faena se repite sin falta cada mañana y cada tarde durante la mitad del año, de enero a mediados de junio, llueva, nieve, truene o sea fiesta mayor. Tiene otros 120 animales, entre carneros y ovejas de menos de dos años que todavía no están en producción, porque no le gusta preñarlas el primer año; son demasiado jóvenes y acortaría su vida productiva. Todas son de raza latxa, de cara negra. Las había visto rubias y también de cara negra, pero estas se diferencian por la cornamenta. Ricardo eligió una variedad de la parte de Ultzama, más rústica que las otras y mejor preparada para vivir en el campo, que da menos leche que la rubia pero con más grasa y más cosas que aportar al queso.
Los padres de Nicolás tuvieron algunas ovejas churras, porque la carne se pagaba entonces con dignidad, la lana se vendía bien y les daban buenos ingresos. Ahora la lana es una fuente de problemas. Nadie la compra y desde hace un año tienen que pagar el transporte y 40 céntimos por kilo para que se la retiren. Con el suero que queda al hacer los quesos va a pasar lo mismo; empiezan a exigirles que lo entreguen a empresas dedicadas al tratamiento de residuos, pagando. Otros se lo dan de comer a los cerdos, pero ellos no tienen. Lo de la lana es una vez al año, pero el de la retirada del suero es un gasto diario. El precio de la carne no deja de bajar, pero hay que dar salida a los corderos. Los sacrifican con 20 días y los venden al mercado segoviano. Viven una carrera de obstáculos que suma una traba nueva cada día.
El recorrido hasta la borda, entre hayedos y prados, me deja fascinado y lo que veo desde el poyo que hay junto a la puerta es todavía más estimulante: el bosque, los prados, las lomas, el sol de primavera, el horizonte recortado entre montañas… y la disciplina de las ovejas. Acabado el ordeño la leche se baja a la quesería y las ovejas se van a pastar. Saben lo que les toca y están listas. Desde la borda al muro de las Limitaciones no hay más de veinte minutos caminando y avanzan con el recorrido en la memoria, hasta llegar a una abertura en el muro que les da paso a los pastos donde suelen pasar el día. La primera se para, recelosa, y con ella todas las demás, dos minutos después, da el paso y todas la siguen. Desde aquí se ve la zona donde tienen las ovejas que ya están secas, las otras pastarán hasta la tarde, cuando irán a buscarlas para tomar el camino de vuelta hacia el segundo ordeño. Este año las han tenido cerradas de noche, porque hubo lobos en la zona y mataron ganado. A ellos no les afectó, pero han tomado precauciones.
Cada vez menos pastores
Hay otras bordas cerca, pero solo tres están ocupadas por pastores. Son propiedad del valle, pero van pasando de padres a hijos y acaban vendiéndolas a gente que las ocupa en vacaciones. No se puede, pero se hace. Eulate llegó a tener catorce pastores, pero el censo se ha reducido notablemente a seis queserías y cinco pastores. Tres de ellos llevan la etiqueta de forasteros porque nacieron en Aranarache, a un kilómetro; que se hayan casado con chicas de Eulate no sirve de atenuante. El padre de Cristina Ruiz de Larramendi también fue pastor de niño, como su abuelo y su bisabuelo y ella acabó casada con otro pastor, cuya borda fue antes del bisabuelo de Cristina. El Valle del común de los Améscoas es un pañuelo tejido entre pastores. Cristina y Ricardo abrieron Quesería Remiro hace 18 años, ocupando un pequeño edificio a diez metros de su casa, donde tienen la zona de elaboración y las cámaras de maduración.
Cuando empezaron no hacían queso en invierno, solo vendían la leche. Las ovejas se secaban a partir de mediados de junio y se montaban, como ahora, entre julio y agosto, para que parieran en los primeros días de enero. Para mediados de mayo están recogiendo unos 280 litros de leche diarios, menos que en enero y más que en junio, pero coinciden al señalarlos como los mejores del año. El 22 de abril subieron las ovejas a la borda, para que coman en los altos con el pasto de primavera, que llaman flora, y tantas consecuencias tiene en la leche. “Desde el día que subimos nos cambia el queso”, dicen.
Cerca de las 10 de la mañana bajaron la leche recién ordeñada y Cristina se puso en faena. La calentó hasta 29 ºC, añadió el cuajo natural -estómago de cordero sacrificado con 20 días, secado primero, y luego molido y mezclado con sal para conservarlo- y para cuando llegamos forma una masa compacta. Toca volver a calentarlo para subir la temperatura hasta 35 o 36 ºC y empezar a cortar la masa, mientras separan el suero de la materia seca. Ricardo se santigua antes de apretar el botón; así lo hacía su madre y se le quedó la costumbre, aunque el gesto indique que en el procedimiento sigue habiendo lugar para la incertidumbre. Separado el suero, va llenando los moldes con la masa cuajada, apretándolos ligeramente con las manos.
Es el comienzo de un proceso que dura entre dos meses y medio y cuatro meses, en el que cada pieza perderá la tercera parte del peso inicial, pasando de 1600 a unos 1100 gramos, y que incluye doce horas de curación en salmuera y unos días de oreo natural, a temperatura ambiente, antes de pasarlos a la cámara de maduración. Hoy harán 36 quesos, 14 o 15 menos que al principio de la temporada. El reglamento que rige los destinos de la Denominación de Origen Idiazábal autoriza a ponerlo a la venta dos meses después, pero ellos prefieren dejarlo hasta cuatro meses para darle profundidad y redondear los aromas. En estos quesos siempre hay una seductora nota ahumada que recupera el carácter de los Idiazábal antiguos.
Los premios no ocultan el queso
Los premios, los diplomas y las distinciones cuelgan de las paredes de la quesería: tres premios al queso ganador del Concurso de Ordizia, reservado a quesos de Idiazábal, el premio por haber ganado el concurso tres veces en el plazo de diez años, y los dos logrados en 1987 y 1989 por Nicolás. El más destacado es la medalla de oro conquistada en el World Cheese Awards celebrado en Londres en 2007. Mientras hablamos me dan a probar su mantequilla. Es la primera vez que la hacen, a partir del suero del queso, y es suave, ligera, cercana, grata y elegante, una joya que de golpe y porrazo se convierte en la sorpresa más maravillosa de todo el viaje. Sería un bombazo puesta en el mercado. También probamos una crema de queso que vende en tarros de vidrio, y abre dos quesos, uno joven con dos años de curación que no está nada mal y otro de cuatro meses, intenso y elegante, que me deja enganchado. Prefiere curarlos cuatro meses para que gane en matices y poner en valor el producto. Cuando están a punto quedan ligeramente abombados por la base y se mueven al tocarlos. Lo dice Cristina: “Un buen queso tiene que bailar”.