Alinea Madrid de Grant Achatz. Una cena con claroscuros

Caro y escaso versus una experiencia única. La «mudanza», como Grant Achatz definió el traslado temporal de su Alinea de Chicago a Madrid durante cuatro semanas, ha generado controversia entre quienes la hemos vivido, e incluso entre los que no, de lo que ha quedado reflejo en las redes sociales. Uno de los chefs más prestigiosos y galardonados de Estados Unidos eligió la capital española para presentar su cocina mientras remodela su local por su décimo aniversario, generando una expectación que no se ha visto recompensada para parte de sus comensales, mientras que otros se han deshecho en elogios. ¿Fue una experiencia única? Sí, pero con claroscuros.

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Foto cortesía de Luis Gaspar

El 13 de octubre se anunciaba en una rueda de prensa multitudinaria el desembarco de Alinea en el NH Eurobuilding Collection de Madrid, gracias a la gestión del Grupo Dani García y la agencia Mateo&Co. No sólo se traía Achatz a su equipo de 50 personas, sino que recreaba su coctelería The Aviary en The Office, con Micah Melton al frente en un espacio que rememoraba los «speakeasy» que vendían ilegalmente alcohol durante la ley seca en Estados Unidos.

No había tenido la oportunidad de probar las creaciones de Grant Achatz y me apresuré a reservar temiendo que el proceso fuese como el de comprar una entrada para un concierto de los Rolling Stones (o el sistema se colapsaba o se agotaban las plazas en apenas minutos). No fue así; semanas después aún había mesas disponibles, aunque finalmente se cubrió el cupo. La mitad de los clientes fueron extranjeros, principalmente de Reino Unido, Alemania y Bélgica, y muchos de ellos cocineros y periodistas gastronómicos. Para su siguiente «mudanza», del 17 de febrero al 13 de marzo en Miami, se agotaron en horas.

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Foto cortesía de Luis Gaspar

Cuatro semanas -una de ellas destinada a una cena que comenzaba en el también tres estrellas Michelin DiverXO de David Muñoz y terminaba en Alinea, o viceversa-, 20 servicios, 1.700 comensales y un menú en el que el cocinero que perdió temporalmente el paladar por un cáncer de lengua recreaba los platos más aclamados de su carrera al tiempo que hacía un homenaje al producto español, del que se declara enamorado. Los precios se ajustaban al mercado de la alta cocina estadounidense, que no al español, donde gozamos de restaurantes excepcionales a precios envidiables para países como Francia, Italia o Estados Unidos. El cubierto para la cena mixta Alinea-DiverXO costaba 500 euros, para Alinea 275 euros, bebidas aparte y sin incluir el IVA. Mi ticket fue de 440 euros para un menú de 14 pases con el maridaje estándar (125 más IVA); también se ofertaba un «maridaje reserva» por 250 euros.

En la víspera de su despedida de España, el 5 de febrero, a una hora inusual para cenar como las seis de la tarde, me senté en una de las mesas de Alinea Madrid. El espacio, un desayunador VIP del hotel al que se accedía por una puerta que imitaba un antiguo ascensor, tenía algo de lúgubre porque el interiorista Lázaro Rosa-Violán lo llenó de moquetas en tonos negros y grises del suelo a la pared, inspirándose en graffitis y en el Chicago de los años ochenta para crear «sensación de clandestinidad y nocturnidad». El servicio, eficaz y muy amable durante toda la velada, me recibió directamente en inglés -idioma que gobernó el resto de la cena- sin preguntar si había alguna barrera idiomática. Come on, I’m in Chicago without leaving Spain. Ignoro si disponían de otras alternativas para solventar problemas lingüísticos.

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Foto cortesía de Luis Gaspar

Otras críticas que ha recibido a Achatz es no estar presente en todos los servicios, al menos trabajando parte de ellos en la cocina de pase que instaló no sin dificultades Kitchen Club en el comedor. En mi turno de merienda-cena, no se dejó ver por la sala en ningún momento. Tampoco pude disfrutar del anunciado final de fiesta en The Office, ya que me dijeron que el espacio era muy pequeño y en ese momento, tras la cena, estaba repleto.

Empezamos: tras un mural vegetal cuelgan pequeñas bolsitas de plástico no comestible en cuyo interior hay un terrón de semillas de apio, sal y azúcar que me invitan a recoger y depositar en una copa de champán Ruinart. Lo acompañan con un dado depositado sobre postales de hot-dogs que reproduce todos sus sabores: en ese minúsculo cubo caben todos los ingredientes del perrito caliente. Divertido, original.

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Ya en la mesa comienza el reconocimiento de Achatz a algunos de los productos que más le enamoran de España. Semanas antes de esta cena dijo a la prensa antes de salir de Chicago tenía determinado el menú que serviría en Alinea Madrid hasta que visitó mercados de la ciudad y decidió cambiarlo sobre la marcha, esfuerzo creativo que le honra. Sobre un gran bloque de hielo dispone el plato «marisco crudo y cocinado», con una bebida de piña y anís estrellado que hay que sorber por un cilindro metálico de dimensiones dificultosas. Sobre su concha, una zamburiña con un ajoblanco canónico y una sabrosa concha fina con salsa verde y calçots, acompañada de una lámina de lubina cruda insertada en una brocheta de lemongrass que el comensal cocina sobre una roca caliente. ¿Rico? Sí, sin más. Comentó Achatz que de esta experiencia en Madrid se llevaría ideas para su remodelado Alinea; quizá en Chicago estas propuestas sorprendan más.

Pasamos a su homenaje a las conservas españolas, con un tarro de cristal en el que ensalza una navaja cruda con cilantro y zanahoria y un ligerísimo picante, otro que aloja un perfecto pulpo cocido con una crema de berenjenas tipo babaganoush ahumada con canela en rama prendida a modo de incienso -cómo me gusta la excelsa berenjena de Ricard Camarena, pienso en ese momento-, y otro tarro con caviar ossetra, espárragos blancos y una alegre espuma de pimienta blanca. Vamos mejorando. (Vino: Herrenweg de Turckheim, un muscat alsaciano de 2007)

Llega a la mesa una reproducción de un cuadro de Miró, nuevo homenaje local y especialmente a la costa catalana y elBulli, su etapa de formación decisiva, sobre el que se coloca un cristal que reproducirá con un lomo de salmonete y salsas varias -desde una rica mahonesa hasta una incomestible de lavanda- los colores de un cuadro sin título pero con fecha: 2 de junio de 1973. (Vino: el Priorat 2012 Pedra de Guix, de las bodegas Terrori al Limit).

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El siguiente plato es uno de mis favorito de la cena, acompañado de una puesta en escena que incluye hielo seco sobre el que se derrama líquido para crear un aromático «vapor cítrico» que despierta el olfato. Su versión de la moqueca brasileña, en la que convierte el guiso de pescado en una especie de ceviche caribeño de langostino y lubina, con esferificaciones cítricas y coco en espuma y tiras crujientes es un plato redondo. Aquí el sabor no se supedita al espectáculo, como en otras ocasiones se le puede reprochar a Achatz. (Vino: Riesling Hubacker 2013, de bodegas Keller).

Continúa con tres diminutos bocados que llegan a un tiempo: la perfecta tempura de cangrejo y jengibre pinchada en una vaina de vainilla, la gamba cruda con su cabeza frita, hierbabuena, tamarindo y pimienta de Sichuan, y «siam sunray», un helado de lemongrass, chile y soda. El siguiente plato, uno de los iconos de Achatz con el que homenajea a su ciudad, se sirve en un trozo de hormigón sobre el que el camarero pinta un graffiti con una emulsión de estragón. Bajo unos trozos de merengue que simulan ese mismo hormigón hay setas y escalonia encurtida, que contrarresta el dulzor del merengue. En toda esta secuencia no hay nada memorable. (Vino: Contino 2001, un reserva riojano).

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Llega otro bocado que requiere de la pericia del comensal para sacar de un alfiler una bola de patata que se deposita sobre una sopa fría de trufa que en más de una ocasión acaba saliéndose de su diminuto cuenco, reconoce uno de los camareros. Y de entre las brasas de bichotán, un carbón japonés, que depositaron en la mesa con el graffiti, se extrae el siguiente plato: un taco de wagyu, carne sabrosa y cocinada en su punto, y otro de patata que se acompañan de ensalada. Sin más. (Vino: el único estadounidense del menú, un cabernet sauvignon 2005 de la bodega Philip Togni, de Napa Valley).

Otra elaboración para tomar de un solo bocado: un ravioli de trufa negra, parmesano y col que explota en la boca y que, aunque bueno, no destaca por su originalidad. Incomprensible para mí el insulso trocito de bacon que hay que arrancar de un hilo metálico sobre un balancín -parte de la vajilla que el equipo de Achatz diseña con Crucial Detail Design Studio– cocinado con butterscotch (una golosina de azúcar moreno y mantequilla), manzana y tomillo, que a esas alturas del menú carece de sentido. Precede al globo de helio y manzana que se ha convertido en santo y seña de su cocina de juego y espectáculo: preparado en la cocina de pase, llega hasta el cliente con la advertencia de que es muy pegajoso y conviene apartar la melena de la cara, y al morderlo se debe inhalar el gas para que durante unos segundos la voz suene a los Pitufos. Las carcajadas están garantizadas en la sala. (Vino: Boal, un madeira de 1977 de bodega D’Oliveiras).

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Y sigue el show: todo se retira de la mesa para cubrirla con un hule que se convierte en el lienzo sobre el que uno de los cocineros dibuja el postre de roca fría de chocolate con leche y dados de avellanas, coco y plátano, aderezado con distintas salsas, sobre el que esparce cristales de azúcar a modo de confeti y culmina rompiendo una lámina de caramelo de naranja que ha pendido del techo desde la llegada. No es ni de lejos el mejor postre que he comido, pero sí el más espectacular en su preparación ante el cliente.

Este plato sintetiza el quid de Achatz. ¿Es más importante el espectáculo que el sabor? En la recién celebrada Madrid Fusión se habló de qué era la postvanguardia, aquella creatividad que había seguido a la revolución de Ferran Adrià, y mientras que en España los cocineros huyen ahora del efectismo para centrarse en el producto y el sabor -«con los lienzos la cagamos en ocasiones», llegó a decir David Muñoz– parece que en Estados Unidos aún están en una etapa anterior. Dijo Achatz en ese congreso que en su país sus colegas habían conseguido saltarse las reglas de su formación francesa, paso en el que los españoles le llevan la delantera. Quizá por eso, la ansiada cena en Alinea Madrid fue satisfactoria pero no excepcional y me hizo dar gracias a quienes han creado en este país platos que me entusiasmaron y que no tienen, o sí, las tres estrellas Michelin de Alinea.

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