Belén Esteban se casa con un camarero

Veo el titular y paso página sin detenerme. Soy capaz de sucumbir a la banalidad como cualquier hijo de vecino pero, sinceramente, el tema me interesa cero (quizás, si fuese el video de las hermanas Cruz…). Sin embargo, esta vez el enunciado permanece mal disimulado en un rincón de mi memoria RAM, resistiéndose a quedar archivado o a ser olvidado definitivamente. Mientras leo algún otro artículo, continúa aún ahí, cosquilleando discretamente mi curiosidad… De acuerdo, vamos a ver de qué se trata. No necesito ni volver atrás para leer el contenido, se me hace evidente con sólo dedicarle un segundo de atención.

Ya lo habrán adivinado, seguro. Según el titular, la noticia no es que la señora en cuestión se case (o, al menos, no sólo eso) sino que se case con un camarero. Si el novio trabajase como agente de seguros, por ejemplo, ¿aparecería también su profesión en el encabezado? Dudo que fuese así en este caso, o en el de otros muchos empleos equiparables en grado de formación requerida y/o salario. Para actuar con método y no fiarme sólo de mi percepción, pongo la frase tal cual en el Google y enseguida aparecen comentarios referidos a la humildad. Efectivamente, se trata de un síntoma. La sociedad no valora este oficio. He ahí la principal causa de que el camarero sea una especie amenazada en nuestro país.

De acuerdo, la gente no quiere trabajar el fin de semana. De acuerdo, los horarios podrían ser mucho mejores. Pero si, además, no se revaloriza de alguna manera la percepción social del trabajo en sala, el futuro del restaurante gastronómico, tal y como lo entendemos, se presenta aciago.

No voy a entrar ahora a analizar las causas históricas de la situación (la responsabilidad de la nouvelle cuisine que dio el protagonismo casi absoluto al cocinero, por ejemplo), ni plantearé la vigencia de los acabados, flambeados y trinchados delante del cliente (aunque sí me permito apuntar una paradoja, desaparecen las crepes suzette y nace el show cooking). Tampoco puedo juzgar hasta qué punto la culpa es de la poca atención de los críticos, o si ésta es solo el reflejo de un desinterés creciente de la clientela, o en qué medida los propios profesionales deben ser los primeros en replantearse su situación.

Recordaré, eso sí, que el año pasado, en el marco de una jornada de formación para empresas y estudiantes de hosteleria, le pedí a todo un referente, Josep Roca, que reflexionara sobre la función del servicio en nuestra modernidad gastronómica. Empezó su lección magistral con un razonamiento luminoso. Explicó que, muchas veces, a la hora de presentar el Celler de Can Roca, le preguntan qué título deben adjudicarle; ¿quizás director y sumiller experto?, ¿especialista en maridajes? Sin embargo, nadie busca eufemismos supuestamente dignificadores para el trabajo de sus hermanos (Joan Roca es, simplemente, un cocinero extraordinario). ¿Por qué entonces dudar de que se siente orgulloso de llamarse camarero?

Cuando el fenómeno Priorat empezaba a conocerse, estuve allí colaborando en el trabajo de campo del Observatorio de la Alimentación de la Universidad de Barcelona. En una de las entrevistas, una mujer sabia nos comentó sobre el milagro vinícola de la zona: «Sufríamos una severa crisis desde hacia años, ningún joven quería quedarse. La comarca se despoblaba. Llegaron los Barbier, Palacios, Pastrana, Pérez, Glorian… más tarde los primeros periodistas americanos… Quizás yo nunca llegue a probar sus mejores botellas, pero lo realmente importante es que ahora los chicos del pueblo están orgullosos de trabajar en las viñas. Saben que lo que hacen es reconocido».