El buen momento gastronómico es una realidad para celebrar en Buenos Aires, una ciudad en la que crecen propuestas lideradas por cocineros con muchas cosas por decir. La mayoría coinciden en hacer una cocina con menos ataduras y más responsabilidades; empezando por el uso de la despensa, el compromiso con sus equipos de trabajo y la calidad de vida de los mismos, y el desarrollo de propuestas que presumen orgullo por lo argentino, por lo que se produce y hace en el país.
Destaca el trabajo de Germán Sitz y Pedro Peña, la sociedad más prolífica del panorama porteño al frente de los restaurantes La Carnicería, Chori y Niño Gordo. Espacios disruptivos, fuera del molde, que vuelven nuevo lo clásico y que hacen de la parrilla algo actual. En La carnicería, Germán vuelve especial el ceviche de nalga, un corte infravalorado que solo se usaba en la milanesa. Igual que la molleja frita que Pedro Peña sirve en Niño Gordo -un descriterio para los puristas defensores de su cocción directa en parrilla-, que cubre con una especie de demiglase de ají, miso, y acompaña de choclo, y akusai, esa interesante col china de textura crujiente y matiz dulce. Ambos platos, resultan maneras nuevas, desenfadas de interpretar la parrilla argentina. Me gustan.
He podido percibir el vibrante frescor de los platos de Julio Martín, al frente de Julia la gran novedad de la ciudad, un bistró con veintidós puestos en el barrio de Villa Crespo. También confirmé la profundidad y el rigor del trabajo de Pedro Bargero en el restaurante Chila, que vive una etapa diferente, volcado al mar y sacando provecho a todo su potencial. Lo consigue, por ejemplo, en ese goloso locro de mar con agua viva (medusa) que le envían desde Mar del Plata. Chila ha reenfocado también su propuesta, sumando al menú degustación una carta acotada, con la que busca hacerse más accesible y conquistar al público local.
El buen momento culinario que percibo es un hecho del que participa el vecino del barrio, y una sorprendente clientela menor de 30 años, estimulados por una movida que renace empujada, sobre todo, por cocineros jóvenes, que han volteado el panorama gastronómico, haciéndolo menos docto. Llama la atención ver a los chicos apreciando una buena medialuna, valorando un vino de altura de Salta e interesados en el origen del producto.
Disfruté de las empanadas de carne picante y del pollo al puerro en Mengano, un bodegón que vive el tiempo que le toca vivir, aunque debe medir el ímpetu. Menos es más.
Otra buena noticia, es la nítida presencia femenina en la escena. Olivia Saal, de Oli Café, con esa reivindicación de las facturas hechas con tiempo y mimo, que ha hecho que las medialunas salgan del perverso mundo de la masividad, para volver a ser un símbolo de calidad de la bollería argentina. Chula Galvez, en la recién abierta Las Flores, con una interesante y bien lograda pastelería y panadería sin gluten. La torta de clementina, harina de cajú y chocolate blanco, esponjosa y floral, o el pastel napoleón cuya masa elabora a base de harina de arveja, arroz y fécula de mandioca. Sigue estando a medio camino del hojaldre tradicional, pero consigue un laminado visualmente atractivo y bastante crujiente en boca. O Inés de los Santos de Cochinchina Bar, reconocida como una de las más influyentes bartenders del mundo, según la revista británica Drinks International, ha conseguido imprimir su propio sello en la creciente coctelería porteña. Ellas, son solo tres de las muchas profesionales que marcan el ritmo de la gastronomía en la capital argentina.
Buenos Aires muestra propuestas marcadas por la libertad en las ideas y en las formas. Cocinas que no paran de crecer.