Construir comunidad

Durante este año las elucubraciones sobre si la crisis sanitaria iba o no a cambiar el mundo de la hostelería han sido muchas. Creo que la tónica general durante esta pandemia ha sido la seguridad de saber que no sabíamos nada, de tirar por la borda cada afirmación que nos hemos hecho a nosotros mismos, a nuestros equipos, a nuestros clientes, aproximadamente cada quince días. Y descubrir que está bien no saber nada. Que muchas veces la inacción es la única acción requerida para sobrevivir.

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Para algunos este tiempo ha sido una revelación, para otros una temporada de desesperación y oscuridad. Y para todos, un momento de reflexión profunda, en el que el que menos o el que más ha dedicado unas horas con el café en la mano y la vista perdida en el edificio de enfrente a examinar nuestra realidad.

Si bien algunos gurús y grandes consultoras esgrimen la bandera de la digitalización, del gran cambio que ésta supone en el futuro de la hostelería, de si el take away o el delivery llegó para quedarse y se ha multiplicado por siete. Sigo pensando, cada vez mas convencida, que la hostelería tradicional volverá a rebotar con fuerza, porque es una cuestión de piel, de contacto, de mirarse a los ojos, de que nuestros sentidos fluyan con un entorno, con un grupo, en un lugar en el que estamos a gusto.

La hostelería es una cuestión de identidad y de comunidad. Y se rige por los mismos principios básicos que una banda, que una iglesia, que el grupo de amigos que teníamos en el cole. En un momento histórico en que los jóvenes actuales no se casan con ninguna tendencia y en el que hay una etiqueta y una razón para definir cada subgrupo, cayendo en un streaming loco y desorganizado de contenidos y canales online, mi generación -la X- se enfrenta a un mundo millennial en el que hay poca fidelidad a nada, con la excepción de los restaurantes. Estos siguen siendo nuestras parroquias fuera del domingo. Yo soy de la Gilda de Arima, y de las croquetas de Santerra, y de los tacos de Mawey o del nigiri hedonista de caviar de Kappo. Tu eres de Larrumba y de Donlay y de Sushita. Él es de Asturianos y de El Quinto Vino y de Casa Alberto. Como otros son del Betis o del Real Madrid. Y cuando alguien nos visita llevamos a amigos y familiares a este u otro lugar porque nos genera una satisfacción inmensa compartir y mostrar lo que nos hace felices. Nuestro mundo fuera de nuestra realidad diaria, ese mundo hedonista y de placer, nos define como lo hace la marca de ropa o el coche llevamos.

En un restaurante somos comunidad, como en un concierto en el que de repente el público al unísono canta la misma canción y vibramos. Nos eleva una croqueta, como debe elevar a los creyentes que visitan la iglesia en domingo y repiten en voz alta las estrofas de una oración. Nos hace sentir parte de un todo como el grito de gol al unísono o la ola en el estadio. Porque el ser humano es feliz y poderoso cuando conecta con un grupo. Hay algo atávico y ancestral en ser parte de.

Desde el otro lado, el que a mi me aplica profesionalmente, esa comunidad es algo que la mayoría de los restauradores/hosteleros no suelen identificar de manera organizada. Su comunidad, su parroquia. Y en estos tiempos difíciles los que si lo hicieron bien en el pasado han logrado pasar esta travesía del desierto gracias a ella. Dabiz Muñoz y su iglesia, Bittor y la suya, Angel León y… tantos otros. Comunidades en muchos casos compartidas que ven a los lideres como guía, como estrellas de rock. “A mi me dan mesa”, “lo conozco”, me saluda, se dirige a mi por mi nombre… cuán poderoso es eso. Cuando el cliente se siente en casa, identificado, querido, cuidado como alguien especial… actua como un predicador a nuestro servicio, es lo que en marketing llamamos “cliente apóstol”, y por tanto tenemos una comunidad. Y una comunidad llena de apóstoles predicando nuestras bondades es el máximo a lo que una marca puede aspirar.

Revisar esta comunidad, dirigirnos a ella, cuidarla. Hablarles mirando a los ojos. Compartir lo que somos como restaurante más allá de alimentarlos y pasarles la factura, forma parte de lo que llamamos -experiencia- esa palabreja horrible y manida que se usa de manera promiscua en catálogos de hoteles, spas y agencias de viajes.

Nadie estamos exentos de rendirnos a los encantos y cantos de sirena de esa, nuestra comunidad. Durante la pandemia me hizo ilusión recibir un email de un restaurante danés en el que estuve hace poco. Sería un par de semanas después del comienzo de la cuarentena. Decía algo así como “tenemos miedo, pensamos en ti, esto también pasara y celebraremos juntos”. Fue como recibir la carta de un amigo y pensé que ese sitio que siempre me cautivó, ahora me había robado el corazón. En un bolsillo de un abrigo descubrí un saquito. De semillas de guisante lagrima que Eneko Atxa me dió con el ultimo menú. Los metí en algodón en un tarro como en el cole. Volví a la infancia, volví a Azurmendi. De otra marca recibí un link de un listado de spotify con las canciones que, si estuviera abierto, podríamos estar escuchando con un vino ahora mismo. Pinché el link, mi neurona hizo la conexión necesaria en ese momento, y mi cuerpo salió de mi mesa de salón -convertida en despacho de pandemia- y voló…

Las comunidades están encapsuladas en grupos online, en los comentarios debajo de nuestro perfil en trip advisor, en los likes de nuestro instagram, en los followers de twitter, en una cosa tediosa llamada base de datos que a veces, casi siempre esta incompleta (pepe y un teléfono…¿qué pepe era este?). Aquellos que durante años cogieron ese teléfono a Pepe, anotaron su apellido, su email, incluso su fecha de cumpleaños, o que odia los tomates, hoy tienen a Pepe expectante por saber qué día abrimos.

Este ultimo mes he comprobado con tristeza como al intentar ayudar a algún restaurante a construir su comunidad, desperdigada, muchos que hasta la fecha han disfrutado de llenos diarios, nunca habían mirado a los ojos a sus clientes. Se pueden reconstruir esas comunidades. Debemos ser conscientes de la nuestra. Alimentarlas no solo de croquetas y vermus. Y como decimos los de marketing generar engagement, otra cosa que no es más que enamorarlos de nuestra marca para que vuelvan siempre vestidos de apóstoles con un nuevo grupo de amigos a que nos conozca.