Crítica al crítico

Entre el bien y el bar

“La vida de un crítico es sencilla en muchos aspectos. Arriesgamos poco y tenemos poder sobre aquellos que ofrecen su trabajo y su servicio a nuestro juicio. Prosperamos con las críticas negativas, divertidas de escribir y de leer”.

Antón Ego, (Ratatouille, 2007)

 

Hay días que leo a algunos críticos y le encuentro mucha razón a este párrafo de la hermosa película Ratatouille.

En algunos casos, la crítica gastronómica chilena ha devenido en un triste reflejo del oficio que se practicaba con pasión y lucidez hasta hace algunos años.

 

Escribo esto luego de leer a Ruperto de Nola (seudónimo de Augusto Merino), un escritor y crítico gastronómico muy respetado en Chile, que desde hace muchos años escribe reseñas en la revista Wikén del diario El Mercurio, el decano de la prensa nacional.

 

Ruperto de Nola, se ha ido transformando en un pálido recuerdo del crítico al que la industria respetaba, y que los comensales leían cuando llegaba el momento de elegir un restaurante.

 

Ahora trata a los comensales chilenos de “ignorantes, cobardes, de paladar neolítico” para terminar diciendo que son “detestables” (Revista Ya, El Mercurio, 13 de septiembre de 2022).

 

Es muy triste leer tales afirmaciones. Considero a Ruperto un gran cronista, pero creo que con el paso del tiempo ha pretendido transformarse en un francotirador.

 

Pero, ¿no era que los francotiradores ayudaban a ganar una guerra?

 

¿En qué guerra está Ruperto, o los editores del medio en el que escribe habitualmente?

 

¿En qué bando está él?

 

No lo leo escribiendo de las cocinas mapuche que han abierto en Santiago centro o en Maipú al mando, respectivamente, de Cecilia Loncomilla y Calfucura. No lo leo escribiendo sobre la gran gastronomía que se ha instalado en la Factoría Franklin, de la mano del increíble charcutero Marcos Somana, o la barra de pickles de By María (sin duda uno de los puntos altos del actual panorama chileno), o sobre la gran transición que han tenido cocineros como Ignacio Ovalle, Axel Dioses o Marcos Baeza, tres profesionales experimentados, dedicados a la cocina del mar, algo de lo que siempre adolece la restauración en la capital, y que hoy tienen sus comedores llenos.

Ni siquiera lo veo siguiendo con atención las nuevas cocinas de las bodegas de Casablanca o Colchagua, dónde se está incubando algo muy poderoso.

 

¿Por qué tenemos que leer semana a semana sobre el trabajo de nuestra querida industria a alguien que pareciera odiarla?

 

La lectoría de la revista Wikén sigue muy a la baja, perdiendo la finura, estampa y reflexión de décadas pasadas.

Semana a semana, me doy cuenta de que Wikén es la gran guía de vinos que hay que beber -lo mejor de la revista es sin duda Patricio Tapia y su columna de vinos-, pero también la infantil guía de lugares para no ir a comer y películas para no ver en el cine.

 

Hay cronistas gastronómicos que hacen muy bien la pega -Cabezas, Díaz, Goeppinger, Gatica, Peralta, Rivero, Hurtado o Reyes, por nombrar algunos-, pero se ven opacados por esta pluma boba que, no sé por qué razón, sigue acumulando una rabia incompresible contra lo chileno actual.

 

Algo pasa en esta vieja escuela de la crítica que no es capaz de aceptar los cambios evidentes en el gusto nacional, la irrupción de nuevas generaciones con otros modos y formas de hacer las cosas, o esa suerte de sincretismo que permea Chile, Latinoamérica y al mundo entero, y que no sólo se manifiesta en la gastronomía sino en cualquier expresión cultural.

 

El panorama de nuestros días merece otra escritura más colaborativa, refrescante y dinámica, pero no menos aguda. Que dé cuenta de ese sincretismo, aunque sea para plateadas y arrollados, tiraditos y sushis, arepas y kebabs.

 

Estamos viviendo un momento muy especial en la gastronomía de Chile. Los que lograron sobrevivir al estallido social del año 2019 y a la pandemia que vino después, están saliendo a flote y se oxigenan cada vez más.

 

En San Pedro de Atacama, restaurantes tremendos como El Adobe de Francisca Echeverría vuelven a estar llenos de turistas, nacionales y extranjeros, atraídos por una cocina local de primer nivel. En Castro (Chiloé), la joven cocinera Lorna Muñoz sigue inspirando la mejor cocina regional al sur del Calle-Calle (Valdivia). Cristian Gómez vuelve en Valparaíso con Circular, un magnífico restaurant, para mostrar el orgullo de la cocina porteña en el hermoso paseo Yugoeslavo. Incluso el antiguo y majestuoso Club de la Unión, en la capital, refuerza sus sartenes y ollas con el hábil cocinero Cristian Urrutia.

 

Los talentosos profesionales que viven alejados de la tontera capitalina merecen ser observados en su trabajo, aunque la calidad ética o estética de sus clientes no sean del gusto del crítico.

 

Creo que parte de la rabia hacia el comensal, expresada muchas veces por el crítico, tiene que ver con el comportamiento del nuevo comensal, en el que también se incluyen boggers, influencers, foodies, embajadores, instagramers, tiktokers y toda esa fauna nueva que se instaló en los comedores para fotografiar y subir a redes sociales la comida, más que para comerla y disfrutarla, que viene a ser el fin último de cualquier platillo cocinado y servido con honestidad. Puede que no nos gusten a muchos, pero son diferentes y hay que llegar a entenderlos.

A diario leemos o escuchamos en los medios sobre el último restaurant inaugurado en el barrio más acomodado, y del que más seguidores tiene, el músico que más reproducciones acumula en las plataformas o la película que la rompe en el streaming. Todo eso es parte de una construcción ficticia, dominada por algoritmos manejados por expertos que poco saben de comida, música o cine.

 

No sé en qué momento Augusto Merino supuso que leer su maltrato a otros era divertido, presumir finura o elegancia disfrazando la agresión de sarcasmo es cobarde.

 

En la calle Santa Rosa de Santiago, a una cuadra de la Alameda, hay una antigua fuente de soda llamada Monte Rosa. A veces paso a tomar una malta con huevo, algo que no encuentro ni siquiera en mi propio restaurant.

El boliche está lleno de vecinos, punkis, metaleros, escritores y parroquianos de 60 años para arriba.

 

Es el ambiente más hermoso que se puede encontrar en la capital. Todos comen con ganas una sanguchería contundente y beben alegremente vino, cervezas y borgoñas. La dueña pasea por las mesas y trata familiarmente a cada uno de los que la visitan.

 

¿No se trataba de eso ir a comer?

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