El mar, una deuda que crece en la gastronomía chilena

Entre el bien y el bar

Chile tiene una costa lineal de 6500 kilómetros, que se multiplica al recorrer las múltiples bahías, islas, o fiordos del sur del país con lo que alcanza prácticamente los 83.500ilómetros de borde costero. Es una cifra espectacular que nos habla de la gigantesca dimensión de nuestra relación con el mar. Por otro lado, nos llega la corriente de Humboldt, la gran supercarretera de los alimentos, aportando baja temperatura y oxigenando nuestras aguas, para regalarnos mariscos de gran calibre e intenso sabor.

 

Si nos comparamos con Perú, España y Portugal, tenemos muchísima más costa lineal y total que esos tres países. En cambio, si nos comparamos en consumo de pescado nos llevamos la siguiente sorpresa: Portugal, 56.8 kilos de pescado por habitante al año, España 42.4 y Perú 17.5. Frente a ellos, la media de consumo en Chile es de 15.8 kilos por habitante al año.

Chile está entre los diez países que más pescado exportan y entre los que, de acuerdo a su litoral, menos lo consumen.

¿Qué nos está pasando? Parece que vivimos de espaldas al mar. Lo vivimos despreciando y muchas veces desconfiando de sus texturas y sabores. ¿Por qué teniendo más litoral que Portugal, España o Perú, los chilenos no vivimos el mar desde la cultura y la cocina, como la viven ellos? Es una discusión que cada vez tiene más interlocutores.

 

Basta beber una (o dos) botellas de vino con cualquier santiaguino que guste de la comida del mar para que la conversación fluya en ese sentido, y la comparación con Perú nazca de manera natural. Hay pocos argumentos para destrabar la discusión pensando que al menos tenemos el doble de costa lineal que Perú.

 

Siempre he creído que ese mar que, como reza el himno nacional, tranquilo nos baña y nos promete futuro esplendor, debería estar mucho más presente en las cartas de los restaurantes o en la dieta diaria de los chilenos. Del mismo modo, debería formar parte del folclore, de esa cultura asociada a nuestras formas de vida de la que históricamente ha estado ausente.

Los alimentos del mar llegan a la costa y ahí se quedan, para uso y goce de las comunidades costeras, y en gran medida para alimentar el negocio de exportación de recursos marinos.

 

Vimos que hace algún tiempo y producto de la pandemia, aparecieron más emprendimientos de distribución de pescados y mariscos frescos en Santiago, pero la realidad tanto del consumo interno como de los precios de venta ha llevado a que la oferta mayoritaria sea de pescados y mariscos congelados.

 

Pero pongamos el plato en la mesa.

 

En nuestra gastronomía histórica siempre ha estado presente el mar. En su libro Cocinas mestizas de Chile, La olla deleitosa, la antropóloga Sonia Montecino da cuenta de un hallazgo arqueológico cuya data es de 2000 años, símbolo de la riqueza culinaria precolombina del Chile central: una vasija de arcilla que contenía pechos de cormorán (cuervo marino) con conchas de machas y otros moluscos. Sabemos que nuestros pueblos originarios basaban gran parte de su alimentación en el mar. Los changos, por el norte, consumían atún, tollo, lisa, dorado, bagre, jurel o pulpo, mientras los lafkenches y huilliches, por el sur, usaban luche, erizos, congrios, jaibas, cochayuyo o choritos.

 

También tenemos picoroco (Austromegabalanus psittacus), un crustáceo único, intenso, con un sabor inigualable a mar, o el piure (Pyura chilensis), en forma de roca, que se aserrucha para sacar una carne roja y yodada que construye el sabor más característico de la costa chilena. Hay variedades de almejas, que a lo largo de la costa chilena va cambiando de color y forma en su concha o en su carne interior. Están los locos (Concholepas), un caracol gigante y sabroso que comemos con devoción casi religiosa, un clásico en las mesas de fiestas familiares hasta hace algunos años. Además, ostras, erizos, lisas, pejerreyes, camarones de barro y de los otros, centollas de Magallanes o langostas de la Isla de Juan Fernández. Qué decir de la sierra ahumada, uno de los pescados más sabrosos que tenemos, y que pasada por el humo de Mehuín o Niebla llega a ser uno de los alimentos más demandados de la costa sureña.

 

Pese al cariño y al sabor adherido a nuestra memoria cada vez nos cuesta más encontrar pescados y mariscos frescos en nuestras mesas, ya sea en las publicas o en las privadas. Me cuesta encontrar razones lógicas para que en tiempos tan globales, dónde el emprendimiento es parte importante del motor de la economía, no encontremos oferta de la variedad de sabores y texturas que el mar entrega.

 

Hasta hace no poco era fácil encontrar Pangasius en los supermercados chilenos, un pescado barato, importado del sudeste asiático y criado en las aguas donde caen los excedentes tóxicos industriales como arsénico, mercurio y plomo. El estado, por su parte, ha aumentado el nivel de exigencia sanitaria para asegurar la inocuidad de estos productos, transformando la realidad en una inundación de pescados y mariscos congelados, procedentes de cualquier lugar, en las estanterías de los supermercados. Querámoslo o no, esa es la principal fuente de abastecimiento de los capitalinos. Mientras tanto, hay cada vez menos puestos de pescados y mariscos en las ferias libres y su oferta rivaliza con la de los supermercados con los que intenta competir. Parece difícil deshacer el entuerto.

 

¿Qué creo que nos falta?

Nos falta querer más nuestra costa. Abrazarla y reparar esta fractura amorosa con los productos que el mar nos entrega. Falta conocimiento: comúnmente vemos un cierto maltrato a los pescados y mariscos en la restauración chilena, recociendo los pescados o agregando excesos de limón o queso a los mariscos. Faltan cocineros del mar que nos vuelvan a encantar (como en generaciones pasadas) con chupes y pasteles, cancatos o cebiches, sopas y guisos construidos con la tremenda despensa marina que poseemos.

 

Pero también falta el estado. Que establezca criterios duraderos respecto a la extracción y la sobre explotación del recurso. Que sepa comunicar desde las cocinas de los colegios estatales el gran valor patrimonial y nutricional de los recursos marinos de nuestras costas. Que la pesca artesanal, en las más de 500 caletas que hay en Chile, avance en sostenibilidad y productividad para que la pesca industrial no siga avasallando los recursos, y desplazando los casi 100.000 pescadores artesanales que laboran en su territorio ancestral. Nos falta mirar a largo plazo la comunidad que queremos ser, revisitar el recetario, definir los alimentos que nos identifican y ponerlos en valor.

 

Tenemos miles de kilómetros en los que el campo se junta con el mar, pero nuestro recetario actual no da cuenta de ese magnifico encuentro. Pienso y se me aparecen el curanto chilote y la cazuela de luche con cordero por el sur más austral y unos porotos con almejas y jaibas en la costa maulina.

 

¿Cuántas ollas deleitosas habitan por Chile y no somos capaces de verlas?

 

Fotografía de apertura y redes: Pescadores de langostas en la Isla de Juan Fernández. Foto: Alex Muñoz.

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