La distancia no es el olvido

La memoria del sabor

Dos meses dando vueltas por España y algunas de sus cocinas son mucho tiempo para alguien que, llegado a este punto, le ha tomado el gusto a vivir a 10.000 kilómetros de distancia. La distancia no es el olvido, en todo caso una herramienta que a veces ayuda a ganar perspectiva. Se te escapan muchos detalles y no estás en antecedentes de otros, pero las cosas se viven diferentes cuando llegas casi de nuevas.

 

He vivido momentos fascinantes, días de aprendizaje (que no acaben nunca) y alguna experiencia que a los veinte años me hubiera llevado al diván de un psicoanalista. He encontrado cocineros entrañables, cercanos y reflexivos, que de pura cordura se antojan imprescindibles, y he topado con el lado contrario del negocio. También hubo profesionales ‘consagrados’, cuyos nombres olvidaré antes de que mi vuelo aterrice el sábado en Lima. La memoria se vuelve selectiva con la edad; solo recuerdas lo que te interesa, lo mejor y lo peor de lo que vives. Lo anodino y lo prescindible tienden a esfumarse, dejando espacio libre para lo que queda por vivir, al menos entre quienes nacimos con el disco duro formateado en gigas, en lugar de teras.

 

En dos meses visité cuatro congresos. Hubo muchos más -esto es un hervidero- pero no me abrieron la puerta. Pasa lo mismo en América Latina, donde piden certificado de complacencia; las opiniones, siempre a favor de corriente. Reviso algunos y veo pocas novedades bajo los focos y mucho discurso necesitado de un hervor. Me emocioné con Michel Bras en Andorra Taste. Iba para recoger un premio, pero madrugó cada día, llegó casi el primero a las sesiones y las siguió sin pestañear, derrochando respeto. Cumplidos los setenta y seis sigue enseñando que la grandeza llega del trabajo y la compostura, en lugar de la distancia.

 

Encontré cocineros que emocionan. Entre ellos el quiteño Juan Sebastián Pérez -sorprende la cercanía; el producto más humilde de la cordillera andina sin espejismos, sin focos de tres mil vatios deslumbrando la mirada-, o el siempre joven Pepe Solla, dando una nueva vuelta de tuerca a cada precepto, para repensarlo y llevarlo un poco más allá, que también es decir un poco más acá. Su búsqueda de la sencillez como resorte activo de las emociones le lleva a la desnudez total; la del producto, que se esfuerza por conocer un poco más cada día para hacer mejor su cocina, y la de los principios que animan su trabajo: “el cocinero cocina sus miedos”, explicó. Recorre un camino que no es nuevo, pero está tan poco transitado que parece recién abierto. En Encuentro de los Mares hubo otros dos habituales de la senda de la desnudez y la simplicidad que aportan la comprensión del producto: Juanlu Fernández, del sevillano Cañabota -interesante trabajo con el chuletón del mero en la comida que compartió con Rui Silvestre y Joao Rodrigues en Vistas (Vila Nova de Cacela)- y el eternamente joven Aitor Arregui (Elkano y Cataria). Nunca había comido tan bien y tan seguido en un congreso gastronómico: Xanti Elías (Finca Alfoliz) y Juanlu Fernández (el de Jerez) en el Coto de Doñana; Pedro Sánchez (Bagá) y Ángel León (Aponiente), en el Alevante de Sancti Petri: Pedro Aguilera (Mesón Sabor Andaluz), Israel Ramos (Mantúa), Daniel Ramos (La Cremita) y Fernando Corrochano (Cañabota), también en Sancti Petri. Hacía mucho tiempo que no me escapaba a mitad del tercer plato de las comidas de un congreso.

 

También he visto derrochar chulería, prepotencia e incongruencia lejos del comedor, esta vez sobre un escenario. Aquel pobre chico se sentía importante y desvariaba: su producto es tan barato y tan humilde que incorpora el caviar a sus platos para justificar los 300 euros del menú. Mostró a sus clientes como estúpidos y se mofó de ellos. Había oído de su trabajo y fui tan iluso, y tan idiota, como los comensales que soportan su negocio. Es uno de esos cocineros que nunca deberían hablar en público o dar entrevistas; en su caso, lo menos inteligente es dejarte ver como realmente eres. Si fuera socio suyo, lo cambiaría por un holograma. Nunca había visto a nadie presumir en un escenario de lo mucho que gana a costa de la ingenuidad del cliente, y mostrar lo mal que trata a su gente. Gana mucho, dice, pero aprenderá que en este negocio el dinero casi nunca es realmente tuyo.

 

Estos dos meses han dado para confirmar tendencias. Entre ellas, la llegada del tiempo de la tortilla de patatas de cuchara -deberían servirla en plato sopero-, en la estela de la tarta de queso líquida -en vaso, por favor-, certificando entre otras cosas la muerte del bocata de tortilla: con estas hechuras se necesitaría un impermeable de cuerpo entero (y un barreño) para comerlo.

 

Además, pura anécdota chusca, la consagración del puto como mayestático gastronómico. Había que incorporar el fucking al castellano culinario, claro, y además normalizarlo: puto plato, puto cocinero, puto vino, puto rodaballo… La próxima franquicia de moda se llamará ‘Puto restaurante’, y será un éxito seguro, con su puto ceviche, su puto tartar, su puto arroz con cosas, su puta hamburguesa, su puta tortilla vaga y algún hijo de puta inimputable en la trastienda.

 

Son chascarrillos a modo de amortiguador entre algunas historias que me parecen de relevancia y lo que de verdad me preocupa. No hace falta ser muy avispado y pasear mucho por España para ver el empobrecimiento de una sociedad cada día más habitual del Mercadona que de El Corte Inglés -el cierre de tiendas es más una necesidad que una estrategia-, para la que la brecha social empieza a parecer un abismo. Lo explican las cifras del INE español: el poder adquisitivo de los salarios está en el nivel de 2007, mientras los beneficios de las grandes empresas nunca fueron tan elevados. Las clases medias son cada día menos medias y eso no es bueno para la industria gastronómica.

 

Los restaurantes nacieron como tales con la consagración de la burguesía urbana aupada por la revolución francesa. Los acontecimientos que precedieron y siguieron a la abolición de la monarquía en Francia fueron más que un acontecimiento político, el comienzo de la transformación social que trazaría el diseño del mundo actual. En todos los órdenes y todas las magnitudes imaginadas, lo que incluye la cocina tal como la entendemos, estructurada alrededor del restaurante, la relación con la despensa, las señas identitarias de cada fórmula, cada época y cada corriente… La historia de la cocina también es un asunto de lucha de clases.

 

Todo gira alrededor del estado de salud de las clases medias. Con ellas y para ellas se construyó la red de restaurantes pequeños y medios que sostienen la trama culinaria; son la base que sustenta la industria real. Sin ellos, la cocina es un espejismo construido sobre nombres que se repiten hasta la saciedad y solo frecuentan unos pocos (y la mayoría vienen de fuera). Sin clases medias menguará el número de clientes y con ellos el de restaurantes, y todo será muy diferente. Agárrense fuerte, que vienen curvas.

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