“El tema es saber cuánto caga un mejillón”. Una frase así pone las orejas de punta a cualquiera; también provoca algunas sonrisas. En aquella mañana del último Encuentro de los Mares, celebrado en Andalucía, despertó muchas sonrisas y alguna risa abierta. La pronunció el biólogo marino Uxío Labarta. Explicaba el resultado de sus investigaciones sobre el mejillón, cuya cría es objeto de no pocos debates, concentrados en las secuelas de la industria en el ecosistema de las rías donde se cultiva. La principal gira alrededor de las consecuencias de sus heces: si afectan o no a la vida marina y en qué medida. El debate se repite en otros lugares en los que se practica la cría intensiva de especies marinas. En el sur de Chile, sin ir más lejos, asociado a la reproducción del salmón europeo en un medio ajeno y, de nuevo, las secuelas de sus boñigas. Otro tanto empieza a suceder con el mejillón gallego, también cultivado en aquellas aguas. ¿Por qué será que la costa de Chile sufre a tantos intrusos?
Se trata de saber cuánto cagan los mejillones y que destino corren sus desechos, para entender el impacto en el medio de un molusco filtrador que se alimenta de materia orgánica y la transforma en proteína y, ley de vida, más materia orgánica. El estudio de Uxío determinó que la mitad de las cagarrutas sirven de alimento para el propio mejillón y otras especies, como el mújol, que acuden a comer en las cuerdas. El resto cae al fondo marino, en el que tarda entre 45 y 400 días en mineralizarse. Hasta ahí el estudio sobre una de las circunstancias -la relación entre lo que limpia y lo que mancha- de un súper alimento azul.
Es inevitable que una frase como esa se te quede enganchada. Resulta sonora y termina reapareciendo, por descriptiva, en muchos de los espacios en los que se maneja la cocina. Me parece importante establecer la relación entre lo que recibe y lo que ofrece cada eslabón del engranaje culinario. Podría venir a cuenta de la reciente proclamación de estrellas Michelin en España, aunque no es el tema. Ya lo comentaba ayer Benjamín Lana en la columna que publica 7Caníbales; ahí lo dejo. Antes suyo lo hicieron otros doscientos cuarenta y siete analistas, desgranando tópicos, frases hechas y desconocimiento de la historia reciente de la cocina. Recurriendo al mejillón, el desajuste entre lo que comen y los detritos que producen es de tal calibre que podrían ser procesados como agresores medioambientales.
Seguí la ceremonia de la Michelin por nuestro canal de Twitter y me ahorré el peñazo de los discursos, y la incoherente y cargante presencia de los patrocinadores en el escenario. Desde que la Michelin se quedó sin el patrocinio de la casa de las ruedas y cada guía tuvo que valerse por sí misma, se pasó de la sesión de prensa a la ceremonia multitudinaria, que ayuda a engordar la caja y multiplica el impacto. A cambio, han alquilado el auditorio a casas comerciales y políticos, un peaje que pagan los asistentes. En el tránsito, se pasó de veinte o treinta periodistas a una legión de groupies e instagramers. Se notó la ausencia de alguno de los chupasuelas de cabecera; la Michelin conserva un punto de cordura.
Quería contar que lo único que me emocionó de la Michelin fue la tercera estrella para Atrio. Si hay alguien que haya trabajado toda su vida pensando en ella, son Toño Pérez y José Polo. Tienen el lastre de estar en Cáceres, más o menos cerca de Madrid y a la vez lejos de todo, especialmente de la prensa especializada, aunque es posible que eso les haya ayudado a levantar un gran restaurante ahorrando pleitesías. Hablé con ellos y se me quebró la garganta cuando Toño me dijo: “En cuando me he enterado, he pensado en la abuela; ha sido lo primero”. La abuela era Tomás Herranz, el creador de El Cenador del Prado en Madrid, que mantuvo una estrella mientras vivió (cuando abrió, Madrid tenía un dos estrellas, Zalacaín, que no consiguió la tercera hasta el 87, cinco con una y nos quejábamos igual que ahora) y marcó algunos hitos. Fue el primero que rompió con la vajilla convencional, incorporando pizarras, esterillas de sushi y otros elementos a la mesa. También fue el creador de la telaraña de caramelo y un magnífico pastelero. En su primera etapa en El Bulli, Adrià solía mandar alguno de sus pasteleros a pasar unos días en El Cenador del Prado. Toño y José fueron más que amigos íntimos de Toño. Construyeron una familia en la que cada uno jugaba un papel, y Tomás era la abuela. Cuando murió en Vigo el día antes de Navidad, me pidieron un prólogo para la siguiente edición de su carta de vinos; también fui muy amigo de Tomás y el destino quiso que la última comida que compartí con él fuera en la mesa del fondo del comedor del antiguo Atrio.
Tampoco consigo sacarme los mocordos del mejillón de la cabeza mientras recorro Lima en modo reconocimiento. Vengo casi de nuevas, después de meses entre aviones, hoteles y comedores ajenos, y hay novedades. Pasé por La Mar -siempre paso por La Mar; me proporciona encuentros gozosos con la visión peruana de la cocina del pescado- y vi cambios importantes que se anunciaban antes de mi gira, aunque esa es otra historia. Cuando me haga una idea más completa, les cuento algo; les tengo ganas a unos cuantos jóvenes y al nuevo menú de Mérito. Lo que encuentro es un sarpullido de asesores y consultores. De cada restaurante cerrado han salido al menos dos. Casi cada jefe de sala, sumiller, bartender y jefe de cocina escapado de un restaurante sobrevivido -ya saben, sueldos y horarios- ha devenido en consultor. Se anuncian cada día en sus redes y exhiben su nueva condición en el muro de Linkedin. Las autoridades sanitarias del Perú todavía no han dictado medidas de protección contra la epidemia.
Conozco a muchos de ellos. Los hay que saben como hacer mejorar una cocina, una sala o todo el negocio; algunos conocen además los ritmos del mercado, saben interpretar sus vaivenes y entienden como aprovecharlos. No hay tantos, pero son una buena baza si están de tu lado. Con otros fui duro cuando ejercí como crítico de restaurantes en medios limeños; me pregunto cuanto habrán aprendido desde entonces para poder aconsejar a otros lo que hace poco no entendían. La frase me vuelve a la cabeza en medio de la visita a uno de los nuevos restaurantes: ¿a cómo sale la boñiga de un mal consultor? Dicho más claro, ¿cuánto cuestan sus cagadas? Conozco restaurantes a los que le salieron tan caras que se abocaron al cierre. Por aquí tenemos uno con carrera meteórica. Tuvo que cerrar sus dos negocios y, reconvertido en consultor, alcanzó un récord insólito: solo uno de los restaurantes que asesoró logró sobrevivir. Hoy dirige un conglomerado de negocios para un grupo inversor que factura mucho y debe mucho más; le quedan tres capítulos de telenovela para ponerse en venta. Este mejillón come mucho, pero caga demasiado. Moraleja. Nunca pongas a un consultor al frente de tu restaurante; puede que sean buenos asesores, pero si supieran dirigir un negocio hubiera conservado el suyo.