La tierra es plana, la homosexualidad provoca terremotos, Bolívar fue un genocida y los conquistadores los grandes benefactores de los indígenas americanos, el cambio climático es un invento de inadaptados, Mario Vargas Llosa sigue siendo un hombre cuerdo, mi suegra lo hacía todo con buena intención, la crítica de restaurantes se divide en dos, una positiva, en las que las dos partes -crítico y cocinero- flotan sobre nubes de algodón, y otra negativa, escaparate de la ignominia y el oprobio. En el tiempo de las fake news importan menos las convicciones que el número de veces que se repita el disparate.
El trastero de la gastronomía se agita en cuanto se abre la puerta y alguien mienta la crítica. La descerrajó Benjamín Lana hace dos sábados, en su artículo en XL Semanal, planteando algunos temas a propósito de la crítica, sus practicantes y la posición que hoy ocupan sus destinatarios, que para más de uno han dejado de ser los lectores. En trecientas palabras, llama la atención sobre el creciente debilitamiento de la comunicación gastronómica -ahora, cuando más atención recibe-, de la responsabilidad de los referentes de la restauración, marcando hoy el ritmo y el alcance de la información -“su vida es mucho más confortable desde que la tortilla se volteó y se convirtieron en los jefes del cotarro”, escribía-, del papel de algunos colegas, convertidos en corifeos de los cocineros, olvidando que el destinatario de su trabajo no es tanto el restaurador como el lector, y de lo mal vistos que están algunos, dice, catalogados como viejos cascarrabias.
Soy uno de esos viejos cascarrabias. Lo fui de joven -enfant terrible, me decía Mikel Zeberio a punto de acabar la treintena- y lo soy ahora, cumplidos los 66. No me siento viejo, pero me parece imprescindible ejercer de personaje molesto. No haría bien mi trabajo si no estuviera comprometido con decirle a la gente -cocineros, empresarios, sumilleres, productores, periodistas o quienes pretenden serlo…- lo que pienso de su trabajo, que la mitad de las veces es lo que no están acostumbrados a escuchar y por lo general no están dispuestos a escuchar. El sector se ha llenado de lechuguinos afectados que ejercen la profesión travestidos de semidioses. En su negociado solo se aceptan alabanzas y se muestran condescendientes con quienes las desparraman.
Entiendo la crítica, ya lo he contado antes, como una forma de impulsar el crecimiento de la cocina. La crítica provoca el debate necesario para estimular la reflexión y sin esta no hay avance. La complacencia del comentarista que asegura guardar sus críticas para una conversación privada con el cocinero, mientras las niega a sus lectores, se queda en connivencia y compadreo, y en una forma de traicionar al lector, al que se debe. Lo determinante no son los apaños con el restaurador sino la información y los argumentos que se proporciona al lector. Son cosas sabidas y no deberían ser objeto de debate a estas alturas del curso escolar.
Lo realmente significativo del discurso de Benjamín Lana llega cuando habla de conocimiento: “se me hace todo parecido cuando falta conocimiento en quien emite una opinión”. Estoy de acuerdo. La clave está en el conocimiento. También lo decía un personaje llamado Harold Bloom, considerado el padre de la crítica literaria estadounidense, en una entrevista publicada hace años en El País: “internet proporciona información, la crítica ofrece conocimiento”.
Internet y las redes sociales que llegaron con él han cambiado la forma de ver y trastocar la realidad, en todas las disciplinas y a todos los niveles. La multiplicación de la información trajo consigo la democratización de la opinión. Hasta entonces, todos tenían derecho a opinar, pero nunca antes contaron con cajas de resonancia que trasladaran su ocurrencia al mundo. Visto en perspectiva, todos somos críticos, lo hemos sido siempre. Comíamos y lo contábamos a quien quería escuchar: la familia, los compañeros de trabajo, el cobrador del autobús, la chica o el chico de la barra. Las redes han ampliado el eco. Hoy mostramos nuestra vida, real o disimulada, a gente a la que ni siquiera conocemos. También comemos, pagamos y valoramos la experiencia, aunque eso no nos hace críticos.
La diferencia está en el conocimiento.
Recuerdo la entrevista en El País previa a que me ficharan para sustituir a Víctor de la Serna en la crítica semanal de restaurantes; se publicaba en el suplemento dominical, que llamábamos ‘el colorín’. Después me contaron que mi nombre era la única coincidencia entre las ternas del director del periódico y el del suplemento. Tenía treinta y dos años y no se habló de cambio generacional, miradas frescas y otros tópicos de nuestro tiempo: querían conocimiento y valoraron que lo tenía. Lo mismo sucedió en el episodio más bizarro de mi despido, cuatro años después, cuando tras comunicármelo -una vieja historia suficientemente aireada-, el equipo del suplemento me consultó sobre el nombre de mi sucesor. Barajaban varios y les preocupaba, otra vez, su nivel de conocimiento. José Carlos Capel no estaba en la selección ni había hecho crítica, pero si se trataba de conocimiento, el suyo era superior al de toda su generación. Fue el elegido.
Conocimiento no es saber los nombres de los enólogos y los cumpleaños de su prole, haber memorizado las variantes de la liebre royal ideadas y servidas por el Celler de Can Roca desde el advenimiento del restaurante, las formas de presentar la gamba roja que ha empleado Quique Dacosta o la lista de invitados más frecuentes en las sesiones semanales celebradas en el palacete de Grimod de la Reynière durante el año 1828. Eso es memoria, más un punto de apoyo que una herramienta. Conocimiento es saber interpretar el plato, los cambios que ha vivido y las razones que los han impulsado; conocimiento es entender lo que cuenta el cocinero en cada plato -no la tabarra del que lo lleva a la mesa, sino el discurso que encierra- y ser capaz de trasladarlo al lector de forma inteligible. Es un ejercicio de interpretación y para entender hay que conocer. Conocimiento es dominar el producto, distinguir las claves que deciden su naturaleza, entender sus secretos, saber el alcance de sus temporadas… y cuando nada de eso se da, seguir preguntando hasta encontrar la verdad. Pobre del que se conforma con la primera explicación.
Solo hay una crítica y no es negativa o positiva: es crítica. Lo otro son reseñas, agradecimientos por comidas invitadas, apaños o ajustes de cuentas. No todos somos gente honrada. Hay críticos honestos y otros que venden cada palabra que publican. Entre los dinosaurios también hubo filibusteros y extorsionadores.
Soy un dinosaurio. Me lo repetía antes de cumplir los cincuenta el gremio de blogueros que emponzoñaba el paisaje del Twitter gastronómico. Exigían, a veces con insultos y desplantes, siempre entre risotadas de bravucón de patio de colegio, la retirada de los viejos críticos, incapacitados, decían, para entender el nuevo estado del hecho culinario, y obligados a dejar paso a los titulares de la nueva verdad gastronómica. Dieciséis años después, los dinosaurios seguimos ahí y de la mayoría de ellos apenas queda un twitt suelto, generalmente contra cualquier cosa que suene a progresista. El tiempo nos ha traído nuevos críticos de restaurantes que merece la pena seguir de cerca. Entre ellos, Carlos Mateos en Málaga y Santos Ruiz en Valencia me parecen las referencias más recomendables; nuevas generaciones, nuevos tiempos, mucho conocimiento.
Llegado a la condición de dinosaurio cascarrabias, me pasa lo que a Benjamín Lana; casi todo me parece conocido. Las mismas composiciones, demasiadas garras al aire, todavía con las plumas, colonizando el plato, desnudando cocinas que sin el tremendismo quedarían en nada, tantos tópicos intrascendentes convertidos en referencia, mucho petimetre metido a cocinero tiquismiquis. Y el debate sobre la crítica, una y otra vez ¿positiva o negativa?, ¿para el lector, para el cocinero o para todos y así ayudar a dinamizar la cocina? Con cada generación se hace más y más aburrido; pobres de las cocinas que no tengan el beneficio de la crítica.
Crítico es quien ejerce la crítica. Lo demás son señoras y señores que pasaban por los alrededores. ¿Por qué le llaman crítico cuando deberían decir cronista gastronómico?