Pasé a toda prisa por México sin casi tiempo para hacer nada de lo que repito en cada visita. Era ruta de trabajo, pero esta vez no consistía en recorrer restaurantes, taquerías, puestos de calle o comederos, que viene a ser lo que espero y prefiero hacer. Solo un par de contactos tangenciales, y en ninguno de los dos escapé de tacos, tostadas, gorditas y otras formas de argumentar y estructurar las masas. Es lo que hay y me gusta que sea así, aunque me cuesta entender el fervor que despiertan alguna de las preparaciones más populares. Nunca tuve suerte, por ejemplo, con los tacos al pastor. No son parte de mi ADN gustativo y no me emocionan lo más mínimo; me traen el recuerdo de la carne seca del trompo de los döner kebab. A cambio, me fascinan los tacos de cabeza. Alguna vez hice gira por CDMX persiguiendo sus matices, y disfrutado el curso inmersivo que proporciona la experiencia. ¿El resultado? Preparaciones de harina de trigo o maíz asistiendo a sesos, lenguas, trompas o carrilladas; envolviendo, rodeando, prestando soporte o complementándose con todo lo que se les acerca.
Así ha sido siempre. Tacos y otros compañeros de viaje proporcionan coartada a guisos y preparaciones que a veces apenas son mucho por sí mismas.
Veo el taco, en cualquiera de sus formas y aplicaciones, como una extraordinaria demostración de la sabiduría de las cocinas populares; el apaño llevado al máximo nivel. El recurso supremo de la cocina cuando vive entre la pobreza y la supervivencia. Envuelves en tortillas los restos de un guiso que apenas darían para uno, lo tratas y lo condimentas a modo y acaban comiendo tres. Una historia superlativa si doy con ella en taquerías populares o en la misma calle, que se transforma, en cambio, en una visión estereotipada cuando invaden los comedores con pretensiones.
Lo que me fascina de las cocinas populares me fatiga en la alta cocina. Demasiado menú degustación gestionándose entre una sucesión de masas en las que el producto pierde su naturaleza a manos de la reiteración o la acumulación de compañeros de viaje. Todo parece poco cuando se puede añadir a una tortilla. Hoy, con la necesidad del lujo tocando campanas en el muro de Instagram, aparecieron el caviar, la trufa, el foie-gras (los gastropaletos le dicen foie) para juntarse con las cebollas, las salsas, los aguacates y cualquier disparate que pasara por allí. Presumen de cocinas creativas y solo son cocinas acumulativas, y acomplejadas. Un día me llegaron a contar que pensaban emprender una cruzada por dignificar el taco. ¿De verdad que el taco necesita que lo dignifiquen? ¿Desde cuándo? ¿Alguna vez fue indigno?
Hace menos de una semana hablaba de algo muy parecido con un joven cocinero que despunta en Quito, a propósito de la visión local del ceviche: pescado y camarones (en los comedores populares no da para langostinos, y en los otros casi nadie piensa en lo que hace o por qué lo hace) cocidos, leche de tigre en la que interviene el kétchup, canguil (crispetas, cotufas, palomitas…) como complemento. Conozco su naturaleza, entiendo sus razones y lo pido a veces cuando me siento en los comederos de los mercados de la capital. No me gustaría encontrarlo en un comedor que se autoproclame avanzado. Es un plato extraño en un tiempo como el que le toca vivir, pero es parte de las tradiciones locales. A partir de ahí llegan las preguntas que debería hacerse cualquier cocinero que pretenda poner su cocina al servicio del tiempo que le corresponde vivir, que es el de hoy. ¿Queremos la textura y la falta de sabor del pescado recocido o la naturaleza exultante del pescado recién salido del mar? ¿Cómo interpretamos una receta nacida para tratar pescados con problemas de conservación en el nuevo tiempo del pescado y los mariscos frescos? ¿Qué tratamientos aportan cosas y, en cambio, qué procesos las restan? ¿Podemos hacer un cebiche tradicional cambiando algunos procesos? ¿Por qué deberíamos hacerlo?
Planteado así, se podría aplicar a muchos ceviches tradicionales que dieron fama a la cocina peruana: el que se ponía en limón la noche anterior para servirlo en el almuerzo siguiente, el carretillero, cortado en dados y curado para que aguante una mañana de sol o calor por las calles de Lima sin dañar a nadie. Los platos y las preparaciones cambian o deben hacerlo, para adaptarse a nuevos tiempos y diferentes necesidades. ¿La cocina está al servicio de la tradición o de la mejora en la dieta alimentaria? ¿Se pueden conciliar las dos cosas?
Los peruanos tenemos el ají de gallina, heredero del manjar blanco judío, versión latinoamericana de la pepitoria. Se hizo con gallina vieja, cuya carne seca y compleja de la gallina se deshilachaba para mezclarla con la salsa y favorecer el bocado, hasta que el pollo dejó de ser un producto de lujo. Hoy, cuando todos cambiaron gallina por pollo, siguen sirviendo la carne deshilachada y seca. ¿Qué razón hay para renunciar a la textura del pollo? ¿La fidelidad a la tradición exige prescindir de la ternura del bocado? ¿Qué importa más, el sabor del ají de gallina o los hilos de carne?
¿Y si hago un sancocho o una cazuela? ¿Pongo todos los ingredientes al mismo tiempo en la olla o le damos a cada uno el tiempo de cocción que necesita? La abuela ponía el puchero de barro sobre el rescoldo al anochecer y lo dejaba así, a fuego lento, hasta el día siguiente. ¿A quién traicionamos cuando lo obviamos? ¿A la abuela, obligada a romper dos o tres veces el sueño, para alimentar la fuente de calor, o a la cocina?
No hay recetas auténticas, tal cual la escribieron por primera vez, no importa cuando fuera. Creo que la legitimidad de la receta, su veracidad, está en su capacidad de adaptación a la realidad que viven en cada momento; lo otro es historia de la cocina, un relato que a menudo no guarda relación con la realidad actual. Los platos no pueden ser prisioneros del día en que nacieron; más bien son hijos del tiempo que les toca vivir en cada momento del recorrido. Cambian, están obligados a cambiar, con cada giro en el tiempo y la sociedad que las acoge.
Me estremece ver una generación casi completa de cocineros latinoamericanos que ha renunciado a hacerse ninguna de esas preguntas. Un día me pidieron que contara qué echaba de menos en la actual cocina peruana. Lo tengo claro, lo mismo que necesitan en México, Chile, Colombia o Ecuador: una generación de cocineros que se atreva a enfrentarse a su cocina para poder entenderla. Cuestionarla para comprenderla. Preguntarse por la razón de preparaciones, historias y tradiciones. Entender por qué nacieron así y preguntarse si deberían seguir repitiéndolas en una sociedad y una vida que guarda tan poca relación con aquella.