Desde que en 1895 Louis Lumière rodase Le repas de bébé hasta la última entrega de Chef’s Table en Netflix, la comida o su escasez han estado presentes en el cine. Hitchcock la relacionó con la muerte, Buñuel la usó para criticar a la sociedad burguesa. Más allá de los golosos banquetes de un buen puñado de películas, tras la entrega de los Goya y ante la próxima gala de los Oscar repasamos una simbiosis que puede abrir o quitar el apetito.
No es extraño que entre las primeras imágenes cinematográficas se incluyeran unas dedicadas a comer: Auguste Lumière y su mujer, Marguerite Winkler, dan el desayuno a su hija Andrée en Le repas de bébé. «Comer es una necesidad básica y aparece en muchísimas películas, otra cosa es que la comida se convierta en protagonista», apunta a 7 Caníbales el historiador de cine Asier Mensuro. Para eso habría que esperar al auge gastronómico, que hizo del placer hedonista epicentro de filmes como Julie and Julia, Chocolat, Ratatouille; Comer, Beber, Amar o El festín de Babette.
Casi lo primero que preocupó al cine no fue la comida, sino su falta. De ahí escenas míticas muy tempranas como la de Charlot comiendo una bota en La quimera del oro (1925). Hecha de regaliz y caramelo, le costó una indigestión a Chaplin y su compañero de mesa, Mack Swain. Quizá para resarcirse incluyó la escena de su personaje siendo atiborrado por máquinas en Tiempos modernos (1936).
El hambre es también protagonista de otros clásicos como Las uvas de la ira (1940), película de John Ford en la que Henry Fonda evidencia el drama de los campesinos estadounidenses en la depresión económica de los años treinta en Estados Unidos, y también tuvo su faceta de denuncia en España, con emblemas como Plácido, de Luis García Berlanga, en la que mujeres de una pequeña ciudad de provincias ponen en marcha la campaña En Navidad, ponga un pobre en su mesa. «El hambre y las desigualdades sociales en España vistas a través del análisis ácido y certero de Berlanga», destaca Mensuro.
Pero la comida también ha servido para arrancar carcajadas. El primer tartazo en la gran pantalla lo protagonizó Ben Turpin como Mr. Flip en la película muda Pie in the face (tarta en la cara), estrenada en 1909. Chaplin y Stan Laurel y Oliver Hardy fueron otros que usaron este dulce recurso humorístico.
Sin recurrir al lanzamiento de comida, Jack Lemmon dibujó sonrisas cuando en El apartamento de Billy Wilder utilizó una raqueta de tenis para escurrir la pasta que cocinaba para Shirley McLaine. Más escatológico es el humor de los Monthy Pyton en El sentido de la vida, la película dirigida por Terry Jones en la que un hombre come hasta reventar, literalmente.
En la historia del cine ha habido y hay directores que vuelcan sobre la pantalla su especial relación con la gastronomía. Alfred Hitchcock, que se pasó media vida haciendo dieta y la otra disfrutando de opíparas comidas, fue «el primer gran caso de un director icónico que usa la gastronomía como uno de los grandes elementos que le hacen reconocible, mezclándola con humor», asegura Mensuro. Para la serie televisiva Alfred Hitchcock presenta, que se emitió en la CBS y NBC entre los 1955 y 1965 y, décadas después, en España, remodeló la cocina de su casa, escenario de muchos gags de humor negro.
No obstante, ninguna de sus películas abre el apetito. «Normalmente si los personajes comen, mueren, o se juntan a comer para matar. Utilizó la comida como reclamo publicitario», dice el historiador. Los platos que aparecen en Frenesí resultan poco agradables a la vista, ya que quiso ironizar con la alta cocina francesa, fue capaz de convertir una pata de cordero en un arma mortal y hacer que un arcón en el que han escondido un cadáver sirviera de mesa para cenar en La soga. «Es el director que más ha relacionado comida y muerte».
Claude Chabrol, uno de sus discípulos del suspense, fue un auténtico gastrónomo que viajaba por el mundo en pos de restaurantes galardonados por la Guía Michelin. «No dudaba en ir a un festival de cine, por modesto que fuera, si había cerca un restaurante con tres estrellas», ejemplifica Mensuro. También por su amor a la buena cocina, además de por su filmografía, es conocido Martin Scorsese, que, fiel a sus raíces italoamericanas, traspasó esa pasión de la mesa a la pantalla. «Desde mis primeros cortos ha habido escenas donde se cocinaba», declaraba el cineasta responsable del documental Italoamericanos, rodado en 1974 entre la cocina y el salón de su casa de Nueva York y que narraba la historia de su familia entre plato y plato de pasta. Su madre, Catherine Scorsese, publicó Italoamericanos. Libro de cocina de la familia Scorsese para subrayar aquello que “de casta le viene al galgo”.
Luis Buñuel era, en cambio, un auténtico maestro de la coctelería y sus dry martini tenían una más que merecida fama, como se demuestra en El discreto encanto de la burguesía (1972) y reconoce en su autobiografía Mi último suspiro. Creó incluso su propio cóctel, el buñueloni, una variante del negroni. Amante de la cocina tradicional española y de «delicatessen» de su época como el caviar y el salmón ahumado, en sus producciones la comida tiene un papel relevante. O su total ausencia, como en Las Hurdes, tierra sin pan (1932), o Los olvidados (1950) sobre el hambre en las capas más desfavorecidas de la sociedad mexicana. Según el experto entrevistado, la comida no sólo le sirve como vehículo de denuncia, sino también para hacer parte de la sátira contra el mundo burgués en El discreto encanto de la burguesía, donde uno de los protagonistas, antes de morir, estira la mano para hacerse con una última loncha de jamón, o en Viridiana, con los mendigos sentados en la mesa reproduciendo La última cena de Da Vinci.
Bigas Luna producía su propio vino y era «un muy buen gastrónomo a todos los niveles», pasión que utilizaba en clave satírica en películas como Jamón, jamón y volcaba en instalaciones artísticas. De Bámbola, recuerda Asier Mensura la escena en la que unas pescadoras juguetean con unas anguilas vivas metidas en cubetas para su venta. También Francis Ford Coppola crea sus vinos y muchas de sus películas están cofinanciadas por vinateros californianos. «Hay una escena preciosa en la primera parte de El padrino cuando Corleone (Al Pacino) enseña a preparar espagueti y revela que su secreto es añadir chianti a la salsa de tomate», recuerda el historiador.
Menos habituales son los «biopics» de cocineros, más allá de los documentales, pero Mensuro recomienda Vatel (2000), un largometraje basado en la vida de François Vatel, que concibió la gastronomía como arte y se suicidó al no recibir suficiente pescado para la fastuosa Fiesta de los Tres Días que Luis II de Borbón-Condé ofreció al Rey Sol, Luis XIV. Gérard Depardieu, otro amante de la gastronomía, encarna al gran cocinero francés en un filme que abrió el Festival Internacional de Cannes de 2000.
Si los críticos gastronómicos aparecen como seres despiadados en varias películas del ramo, hasta la Guía Michelin tiene su propia némesis. En la francesa Muslo o pechuga (1976) Louis de Funès interpreta a un prestigioso colaborador de la guía Duchemin. “Una divertida sátira de la Guía Michelin sobre excesos y estupideces, pero también una denuncia de la comida prefabricada que empieza a proliferar”, en opinión de Mensuro.
Más allá de guiños culinarios, en otras películas la gastronomía es la protagonista. Al margen de las más conocidas, nuestro entrevistado destaca Comer, beber, amar (1994), de Ang Lee, sobre un viejo cocinero de Taipei que cocina para su familia convencido de que es el mejor medio para hacerla feliz, o El secreto de Santa Vittoria (1969), de Santley Kramer, sobre las peripecias de un pueblo italiano, del que Anthony Quinn es alcalde, para evitar que su producción de vino sea confiscada por los nazis en la recta final de la II Guerra Mundial.
La india Un viaje de 10 metros (2014), que enfrenta la aromática cocina india con la alta cocina francesa; la alemana Soul Kitchen (2009), sobre la lucha de un restaurante familiar contra la especulación inmobiliaria, o la griega Un toque de canela (2003) con Estambul como delicioso escenario, son algunos ejemplos.
Hoy en día, con documentales de reputados cocineros en los principales festivales de cine -que han visto el filón y han incluido su sección de gastronomía- estas producciones “son un medio de marketing y de documentación de los procesos creativos” que cada vez interesan a más espectadores. Por eso Mensuro anima a dar un paso más allá, basándose en una idea que surgió en 1916, antes del cine sonoro, consistente en liberar olores durante la proyección. Con varios precedentes, como el Scentovision de Hans Laube utilizado para completar la película Scent of Mystery (1960) o el Odorama de Polyester (1982) de John Waters, el historiador invita a los cocineros a seguir este método para que olores escogidos acompañen cada escena. “Supondría incorporar un sentido más al cine, introducir olores en las escenas. Sería también una forma de combatir esa ausencia en salas, ofrecer un plus que no se puede tener en casa”.
Y si esta guía cinéfilo-gastronómica no le convence, recurra a un tranquilizante gazpacho de Mujeres al borde de un ataque de nervios, una receta de Almodóvar para lidiar con situaciones complicadas.