O cómo disfrutar y dignificar los productos marinos a la manera malagueña
Málaga tiene su forma de comer. Es la suya, es distinta, singular, con personalidad propia también dentro de Andalucía. No tengo duda. Ligera y libre, al aire, compartida, marina y mediterránea. Incluso hoy día perdura a pesar de la universalidad que uniforma los gustos por doquier y establece estándares y pautas generales de comportamientos culinarios.
Lo tengo diez mil veces escrito, la más típica y por tanto enraizada manera capitalina malacitana de comer es heredera directa de merenderos y tabernas. Lo demás, dejando aparte las ventas, son extranjerías y barbarismos que hicieron de Málaga y la Costa del Sol prematuros adalides de la Cocina Internacional y el Servicio Maitre de Hotel en la España turística de los años 60 y 70 del pasado siglo XX.
Pero esa es otra historia, la misma vieja historia, pero otra. La de hoy de este artículo, más nuestra, es la de definir ese tipo de restaurante malagueño que podríamos también llamar marisquería y que es una fusión histórica y circunstancial de El Cabra, Las Campanas, Casa Pedro, Antonio Martín, La Dorada y La Caracola.
Siempre ha existido a lo largo de las últimas épocas algún restaurante-marisquería destacada, sobresaliente, algo recóndita y desaliñada, semioculta, canalla y extraperlista, secreto a voces de quienes gustan de comer y de pudientes, donde el marisco y el pescado de Málaga litoral era el verdadero, el de verdad que aún queda. Ese testigo se lo han ido pasando de mano en mano, múltiples y diversos lugares, pues como mandan los cánones y los sacros mandamientos de la hostelería malagueña, casi ninguno dura lo suficiente para contarlo. De Málaga es el peine pa que no peine salvo honrosas excepciones, la vida es corta para la buena restauración de nuestra ciudad. A las pruebas me remito.
En otra ocasión habrá de ser analizada esta gangrena que acorta las expectativas de vida de estos establecimientos y la inaudita y sorprendente idiosincrasia que tanto desmontan sus propietarios como sus clientelas. Pues la verdad es que me viene revolviendo las tripas y volviéndome majara ya demasiado tiempo.
Pero volvamos al centollo, perdón al meollo. Una de las marisquerías de esta rara estirpe, la que para mí más llevaba destacando durante la última década o así, era Godoy, situada frente al campo de fútbol de El Palo, en segunda fila de playa al pairo de una brisilla siempre animada que confería animosidad a su terraza atoldada sobre esa mismísima arteria principal y logitudinal de la ciudad que es la carretera que conduce a este playero barrio camino de Almería. Allí Juan Godoy y su familia han hecho historia de Málaga. Allí se han cerrado los tratos de los mejores ejemplares de las mejores especies de la marisquería y la pescadería autóctonas. Saber comprar y poder tener este material es mucho más difícil de lo que la gente se cree. Allí, por aquella plancha, han transido y han alcanzado su perfecta cocción miles de kilos de auténtica gamba de Málaga: cabezuda, sesuda y coralina de punzante estilete de 7 puntas, cuerpo blanquecino, primero, rosa pálido después, de carne transparente y tersa, de tripa a la vista, en crudo y al calor, de sabor a sal y a dulce, con personalidad y fuerza contenida, gusto exacto y puntual de intermedio entre la superior, a mi paladecer, anodinia de la de Huelva y la mayor sapiencia de la roja de Almería Mediterráneo arriba. También otra ocasión habrá de echar a pelear la gamba. Pero no aquí y ahora.
Allí han cocido a fuego vivo, posiblemente, las mejores cigalas del mundo. Las de aquí, de la Caleta de Velez o de entre Fuengirola y Estepona. Sí, cierren ustedes la boca que así puede ser. No he probado jamás carne de cigala tan gustosa y sabrosa, tan especial y específica. Y créanme, he comido mucho de muchas.
Allí han fenecido de asfixia boqueante, preciosos meros, lenguados y rodaballos en sus babas, y percebes, nécoras y espardeñas de aquí han dejado también boquiabiertos a multitud de comilones de otras latitudes muy orgullosos de lo suyo, pero admirados ante lo nuestro. Qué decir del muestrario de conchuos: bolos, chirlas, búsanos y conchas finas.
Allí se ha visto de tó, allí hemos disfrutado tós, pero ya no será posible nunca más, aquél, ESE Godoy, se fue con su vientecillo a otra parte. No volverá. Descanse en paz. Godoy ha muerto ¡viva Godoy! De merendero a restaurante, de generación a generación. Sí, el negocio y la familia nos han dado el cambiazo ¡Y vaya cambio!
Cuando esto sucede, lo que pasa bastante a menudo, y un establecimiento de modestas apariencias y ambiciones, al que queremos y por el que tenemos querencia, se plantea y propone abandonar su ubicación y viejo local para dar el salto a uno nuevo en una nueva zona, como en este caso es Muelle 1 en el Puerto, haciendo una cuantiosa inversión para pasar a convertirse en un restaurante de alto standing o copete, es inevitable tentarse las ropas y cagarse de miedo “¡Adiós Madrid! Nos quedamos sin nuestro querido Godoy”, decimos de inmediato y comentamos con nuestros comilitones mientras dejamos caer un par de lagrimones recordando aquella langosta, esas coquinas o aquellos pescaitos fritos con ensaladilla de pimientos que creemos pasarán a ser ya cosas del pasado y objeto tan sólo de batallitas del abuelo.
Pues no. Esta vez, gracias a los dioses del Olimpo gastró, no ha sido así porque en mis recientes y primeras visitas he podido comprobar, recrear y revisitar el mismo aspecto y sapiencia de esos productos que siempre ha trabajado Juan con orgullo patrio. He saludado a los bisnietos de las mismas familias de toda la vida de Málaga, reconociendo en ellos los rasgos de sus árboles genealógicos, e incluso he podido hablarles de sus antepasados con los que tanto trato tuve y a los que tan bien conocí, lamí, churrepeteé y comí gustosamente, ya hoy fenecidos en mis insaciables fauces, pero imborrables en mi memoria gustativa. Nobleza obliga.
El valeroso y ambicioso plan y proyecto empresarial de sus hijas, Patricia y Alejandra secundado y apoyado y financiado por Juan y Teresa, su mujer, ha sido ejecutado y ha tomado la forma de un serio y dignísimo restaurante. Bien concebido en un local íntegramente acristalado hacia el muelle y el sol de poniente, donde la luz clara de Málaga entra a raudales; amplío, cómodo, bien ordenado y organizado, con distancia amplia entre mesas, con idónea insonorización, con buen gusto decorado, sin recargos ni aspavientos, con terraza a pie de puerto para correr barcos, con reservados técnicamente bien resueltos. Una sala que da gusto ver y estar. Y una cocina a la altura, espaciosa, suficiente, perfectamente equipada. No se le puede poner pegas. Ni una, creo, gorda y objetiva.
Allí han empezado su nuevo caminar que, lógicamente, conlleva la adaptación y acomodamiento a la distinta orgánica y exigencia de este cambio que requiere de mucha sabiduría, orden, paciencia, continua atención, revisión y enmienda, máxime cuando el número de comensales aumente y el servicio se haga mucho más arduo. Mientras tanto, a la clientela hay que pedirle benevolencia, buen ánimo y buen apetito. Y espíritu constructivo, lo que no es fácil dada nuestra innata y social tendencia a rajar machaconamente y echar por tierra cualquier iniciativa por digna y muy honrosa y esforzada que sea. Y esta lo es.
En los tiempos que corren, este emprendimiento sólo debe ser recibido con alegría y congratulación, y sólo puede ser contestado con reconocimiento y correspondencia. Hora es de que Málaga tenga una sólida y consolidada oferta gastronómica que haga de ella una ciudad suculenta. Godoy es un pilar de nuestra culinaria en el que reconocer la malagueña manera de comer al solecito, disfrutando ante la madre-mar mediterránea lo que ella nos ofrece generosa, exquisita y placentera… y por supuesto salerosa.