Nada tiene que ver esta japo-palabra con el gozo castellano salvo su fonética y quizás un remoto parentesco con «el gusto es mío», pero la he elegido porque voy a escribir sobre la cena más gozosamente sentía que he tenido la suerte de vivir durante mi estadio japonés en el que se oye cantar esta expresión hasta la saciedad. Y, al fin y al cabo, gozar saciándose y agradecerlo es muy gastró.
Andaba ya solángano tras la marcha de Dani y David y, con la Michelín por delante, elegí, tras un día de paseos y comprillas, un resta cuya ubicación me conviniera, acogedor, con barra para comer (ideal para una sola persona sola) y cuyo cuento contara sobre una comida que me atrajera. De entre los que tenía a tiro elegí, mi sintoísta kami sabrá por qué, un dos estrellas llamado Shigeyoshi. En otra ocasión hablaremos, si encarta, sobre la guía tokiota y el porqué de sus porqueses, baste aquí decir que el sistema de orden, fotografía y comentario con mapa y situación, es muy superior al nuestro. Su utilidad, extraordinaria para moverse y comer bien en la vieja Edo.
Resultó pues que mi divinidad protectora habíame proporcionado gran inspiración y fui a caer donde Kenzo Sato tiene abierta su casa, su cocina y su sincero corazón, además de a sus clientes habituales, a los locos e ingenuos gaiyin que de floración en floración de sus amados sakuras, se dejan caer por allí.
Misako, su adorable joven hija de extraordinarios ojos almendrados, salió a la calle a recibirme, sonrisa en boca, brazos en alto y en aspaviento para que localizara el lugar, amabilidad exquisita pero familiar en sus maneras y en su espíritu. Ahora me parece haber entrado en casa de unos antiguos amigos que esperaban mi llegada.
Allí encontré sentados a la barra a dos respetables parejas de muy buen aspecto, pausados en sus formas, relajados y que charlaban amigablemente con padre e hija mientras les atendían. Miraron indiferentes mi aparición y saludaron cortésmente a la japonesa como si nada pasara. Me incliné rechinando para corresponder. Sin embargo vi comedida extrañeza en sus rostros. El tiempo me daría la razón.
Al poco de entablar conversación con Misako, en parte verbal en parte gestual, para tratar de empezar a entendernos y lograr convenir un menú adecuado al que no puse comedimientos, me convertí en el centro de atención del lugar. Diez minutos después ya todos intervenían en mis peticiones, probatoria y comentarios. Las señoras sonreían y exclamaban en ese tono admirativo y continuado tan típico de su expresión y lengua. Lo mismo hacían los ayudantes y el segundo chef. Sato San cocinaba e impartía sapiencia sobre cocina y vida desde su larga experiencia mientras, entre ellos dos y Misako, me traducían y explicaban sobre cuantas maravillas me iban sirviendo.
Empecé con tres aperitivos o zensai: Iidako (pulpo), Ha-gobo (bardana) y Karasumi (huevas de salmonete saladas y desecadas), uno de los llamados tres grandes manjares de la época Edo junto con el Konowatu (intestinos fermentados de espardeña) y el uni (pepino de mar). Seguí con un plato de Yuba picante servida en un bol, consistía en un puré denso de esta exquisita nata de leche de soja mezclada con mini gambas, fuki o uña de caballo (una especie de ruibarbo gigante) y yurine (raíz de lirio) triscante y terso, cubierta de gelatina de un dashi transparente coronado por una sutilísima pellita de yuzu-kosyo (pasta casera de guindilla y yuzu -cidra japonesa-). Continué con katsuo, bonito ahumado al momento sobre llamas de paja, cortado en filetillos y con una mini ensalada de aliño cítrico. Después, moroko natural del lago de Biwa, tres pescadines enteros, alevines de palometa negra, asados sobre carbón vegetal de bambú, dorados y tostados. A continuación un variado de uni, carne de pepino de mar inmersa en líquido, kohada (komoshiro) o alevín de sardina gigante con okara (posos de tofu), asari o almeja de cuello corto con fukinoto (capullo de fuki) y fugu (el venenoso pez globo) en textura líquida pero densa mezclada en crudo y frío con algún cítrico.
En el momento en que mis colaterales vieron que metía la cucharita en la tacita que contenía el fugu y me quedaba extasiado ante su sabor, todos emitieron un leve pero prolongado y gutural sonido de aprobación. Misako se sonrojó y se llevó la mano a la cara para taparse la boca, al preguntar yo, qué era lo que estaba comiendo. El señor más cercano a mí se levantó de inmediato, para tras alejar a Misako con un gesto, susurrarme al oído en inglés y señalándome la entrepierna, que aquello era semen de fugu macho. Todos rieron y yo también con ellos, más a gusto que un arbusto.
Llegó el suppon, que supe reconocer superándome a mi mismo aunque jugara con la ventaja de haber leído que Sato San era un maestro en preparar esta deliciosa y delicadísima sopa de tortuga de concha blanda y agua dulce. Era un líquido caliente y transparente, amarillo-dorado, a medio camino hacia lo gelatinoso, cuyo sabor nada recordaba al mar y que iba acumulándose y llenando la boca hasta invadirla de «algo» que no tenía registrado en mi cerebro y no sé describir pues no le reconocí parecido en ningún otro sabor previo que conociera. Suppon igual a sopón superior que se toma de sopetón dándote un soponcio de placer.
De ahí pasé al sashimi de engawa de hírame (hígado de falso halibut) cuyo consumo en crudo entraña riesgo por los parásitos nemátodos que suelen contener, de akagai o berberecho gigante de sangre cortado a cuchillo en estrías y de carne de hírame sacada en forma de palillitos de la parte exterior del halibut junto a las espinas laterales, justo donde se acumula la gelatina. Venían acompañados con hama b?f? (hojas y brotes tiernos de glehnia litoralis que crece a orillas del mar).
A estas alturas, el matrimonio más alejado de mí que, aunque hacía tiempo que habían terminado, permanecía allí de charla y sobremesa cauta a la expectativa de lo que alrededor de mi visita y persona sucediera, se levantó para marchar. Se acercaron, me levanté y nos despedimos cortésmente con las debidas y repetidas inclinaciones corporales.
Siguientes platos: Amadai o «banquillo camello», un tipo de besugo de carne algo acuosa, tempura de ostra y de una fruta tipo kaki seco japonés parecido a la batata y kani o cangrejo de mar de la prefectura de Kanazawa. Luego otra sopa tapada: Kasu-jiru con pasta de sake cocida a fuego lento con buri (una seriola o pez limón), konnyaku (una pasta gelatinosa hecha con raíz de la planta pié de elefante), zanahoria y brotes de bambú. Lo salado terminaba con un tekka donburi de makuro (atún), sobre arroz caliente en bol acompañado de sopa de miso. A los postres: san ponkan o gelatina de una mandarina grande de un precioso color y un sabor suave y natural servida en su propia cáscara. Y sakura mochi o pastel de arroz de cereza.
Una vez que hube terminado, el otro señor, que resultó ser un hombre de negocios, se levantó de su asiento en la barra, me pidió permiso para sentarse a mi vera, pidió disculpas por su atrevimiento y, a continuación, vino a decirme a bocajarro algo así como: «pero ¿qué hace un extranjero como usted en un sitio como éste?, ¿qué clase de aventuras ha venido a buscar?, ¿cómo ha venido usted a parar a este restaurante de mi amigo Kenzo Sato, uno de los más respetados y singulares cocineros de este país si ni siquiera muchos tokiotas lo frecuentan? ¿Me lo podría usted explicar?» Así lo hice. Cosas de la vida le dije, pasando a explicarle mis perturbaciones y pasiones gastronómicas.
Charlamos un rato más, se nos unió Misako, que me regaló el precioso libro de su padre firmado por ambos y dedicado en los preciosistas caracteres de la escritura japonesa. Nos despedimos con mil inclinaciones, sonrisas y felicidad.
Moverse por lo desconocido, en soledad, siempre me ha deparado momentos y vivencias muy especiales, emocionantes, imborrables y auténticas. Esta cena fue sin duda una de ellas. No se si volveré en esta vida a Japón, por eso, por si acaso, ahora, desde aquí, en recuerdo de esos momentos de felicidad compartida, junto mis manos y aplaudo tres veces en sintoísta llamamiento para reunir de nuevo nuestras almas.