El laberinto de la excelencia

Ignacio Medina

|

La caída de una palmera en la selva amazónica suele ser un acontecimiento de relevancia para la comunidad más cercana. El tronco puede esconder hasta ochocientas larvas de gorgojo cigarrón (Rhynchophorus palmarum), uno de los coleópteros que la atacan. Las larvas exhiben una curiosa ambivalencia, atacan el árbol pero proporcionan alimento; son temidas y deseadas. Reciben nombres diferentes: suri, mojojoy, chontacuro… En realidad, un gusano grueso y largo, con la cabeza negra y compacta y el cuerpo anillado, que coloniza el corazón del árbol para alimentarse de lo que llamamos palmito. Una extraordinaria fuente de proteína y vitaminas A, C y E; puro lujo alimentario cuando la caza es más que escasa y la pesca tampoco va muy allá. Es una de las golosinas seculares del bosque amazónico.

 

Rider, un artesano de la etnia bora, me contaba la técnica que aplican en Pucaurquillo, su pueblo, instalado sobre la ribera del Ampiyacu. Buscan el lugar en que el gorgojo atacó el árbol, identificable por una inflamación en el tronco, abren un hueco y vuelven unos días después a recoger los gusanos que asoman por el boquete. Mitigan las consecuencias de la plaga y obtienen alimento; a menudo los comen según van saliendo, todavía vivos. Los encuentro en Iquitos, moviéndose en un barreño lleno de virutas, en un puesto del mercado de Belén -un espacio mágico, revelador e inquietante, capaz de dejar al descubierto el peso de nuestros prejuicios- y asados a la brasa en otros. También los he comido en patarashca (suerte de papillote armado con una hoja de bijao que se cocina sobre la brasa), a la plancha o guisados.

 

Cuando visité a Olga Cerna, miembro de la etnia kichwa de Ahuano, una comunidad a orillas del río Napo, en Ecuador, me montó una brocheta y los asó directamente al fuego. La piel queda crujiente y el interior mantecoso; la cabeza amarga un poco, aunque ellos también la comen. Leonor Espinosa los incorpora en Bogotá a dos platos del menú degustación que inauguró La sala de Leo, en la planta baja del nuevo Leo.

 

Los turistas occidentales que se aventuran en el mercado de Belén apartan la vista ante los suris, haciendo mohines. El disgusto se multiplica cuando les cuento que Ridel y sus vecinos suelen comerlos vivos. A cambio, no creo que Ridel y su gente le hicieran ascos a las angulas -las crías de las anguilas, pescadas nada más entrar en los ríos, cuando todavía miden dos o tres centímetros de largo y son transparentes-, de tenerlas a mano; en todo caso, se preguntarían por qué liquidar un alevín de anguila cuando, dejado crecer unos meses, daría de comer a una o dos personas.

 

Es normal que a los criados lejos de la Amazonía les repela o al menos les disguste la posibilidad de ver comer un gusano vivo. A cambio, la mayoría no tiene el menor reparo en meterse a la boca ostras, almejas o navajas vivas, todavía moviéndose después de haberlas salpicado con un poco de limón, sin entender que, eliminando el limón, repiten el gesto de Ridel. Lo que es un tabú para unas mesas puede definir la excelencia en otras.

 

Si hablamos de excelencia, el cuy es la referencia en la sierra andina. Los españoles le llamaron conejo de indias y lo tenemos más presente en el cuarto de los niños que servido en la mesa. Es la carne más blanca posible y su piel, gelatinosa y gruesa, resulta prodigiosa, crujiente y liviana, cuando está bien frita. Hay pocos restaurantes pintones que le dediquen atención; Astrid y Gastón y Panchita, en Lima, o La Gloria, en Quito y Lima. Todos decapitan el bicho; la cabeza provoca rechazo en un público que mira al cuy como una pieza extraña que bordea los límites de la tolerancia. También lo hace un público local mayoritariamente crecido en el desarraigo.

 

En la España rural de la época de mis padres, y en la mía, también se comía todo lo que se movía. Eran apreciados el lagarto extremeño, la ardilla castellana, la rata de agua (Delibes le dedicó una novela, Las ratas) y retrocediendo algo más, los gatos; José Juan Castillo recoge dos preparaciones diferentes en Recetas de cocina de las abuelas vascas. La depredación llegó a un punto que obligó a proteger el lagarto y la ardilla, mientras las ratas de agua se recuperan lentamente de la contaminación de los ríos; solo viven en aguas limpias y comen plantas tiernas. El gato sufre el mismo estigma que el cuy: pocos se atreven con un animal doméstico. Comí hace unos años ratas de agua en Navarra (allí les dicen topitos), guisadas con tomate, y guardo el recuerdo de las ardillas que hace treinta años preparaba Seri en El Mesón de la Villa, en Aranda de Duero, con pasas, piñones y vino oloroso. Del gato les cuento otro día.

 

André Magalhaes, de la Taberna da rua das flores, en Lisboa, me explica que el cuy es habitual en algunas granjas de Tras-os-Montes, la región que cubre el noreste de Portugal. Lo crían alrededor de los gallineros porque se enfrenta a las alimañas, y parece que también lo comen. Habrá que acercarse a verlo.

 

En la selva del Orinoco, en Venezuela, se ocupan de la araña mona, llamada araña Golitah por ser la más grande del mundo. Me la descubrió Nelson Méndez hace como doce años, dejándome estupefacto, y luego la trajo a Madrid Fusión. El motivo de mi asombro no fue la araña en sí -acostumbro probar todo lo que me ponen delante- sino lo que escondía. Una vez abierta, tenía la misma estructura de celdillas que una nécora, con una carne blanca y dulce a la que solo le falta el tono marino. Pero es una araña y nos repugna comerla. Podemos comer una araña marina -cangrejos, nécoras o centollos- pero no otra que caminó tierra adentro y aprendió a vivir fuera del mar.

 

¿Cómo medimos la excelencia en una gastronomía global que tiende a unificarlo todo? ¿Excluyendo lo extraño, eliminando las diferencias, despreciando lo ajeno, ignorando lo que no resulta familiar? ¿Glorificando lo inalcanzable?

 

El año 22 llega con el consumo del lujo disparado. Será tan favorable para la frivolidad y el exceso como lo ha sido el 21 y los periodos que han seguido a los grandes conflictos sociales de nuestra historia reciente; las dos guerras mundiales y antes suyo el choque franco-prusiano, cuyo cierre alumbró el nacimiento de la Belle Époque. Lo explican los libros de contabilidad de las compañías históricas del sector alimentario: las cuentas de resultados se disparan nada más superados los grandes traumas sociales.

 

Europa lleva un año empeñada en demostrar que la euforia con que se celebra la supervivencia tiene poco que ver con la razón. “Es increíble”, me decía a mediados de año en Madrid el propietario de un restaurante de moda, “estamos vendiendo los vinos más caros de la carta; nunca habíamos visto nada igual”. Es cierto. Sobrecoge la normalidad con que el mercado acepta y paga la extravagancia. Pueden ser un vino de tres o cuatro cifras o un emparedado de jamón y queso engordado con unas cucharadas de caviar, a 175 € la pieza. Para algunos, la excelencia es un sándwich mixto con sabor a salmuera de pescado.

Impresionaba ver fotos de los mostradores de algunas pescaderías en España ante la indiferencia del último mercado navideño: cuanto más caro, más satisfacción. ¿Gambas rojas a 300 € el kilo? Empáqueme dos kilos. ¿Las angulas saltaron la cota de los 1500? Otro, por favor. Si la clase media chilena aumenta su deuda bancaria para comprar medicinas y tener acceso a tratamientos médicos, la española debe andar pidiendo créditos para pagar las comidas navideñas.