Lalola, la cocina ibérica de Javier Abascal

Trota cochineramente por los mentideros una dichosa frase hecha que utilizamos a menudo a la ligera: orgullo de raza, reza. Su concepto, tan peligroso, llevó a la humanidad al gran desastre. Existe, sin embargo, en el reino animal una estirpe, la raza ibérica, perteneciente al género de los cerdos, de la que podemos y debemos sentirnos orgullosos hasta el extremo y hacer uso vocal de ella a boca llena sin temor alguno. No existen guarros como los ibéricos en el mundo mundial: es único. Organoléptica, sápida y gastronómicamente hablando, es superior a cualquier otra raza. Procede y vive en exclusividad en la Península Ibérica. Nosotros, los ibéricos, somos sus amorosos procreadores y sus provechosos matarifes. Enorgullezcámonos de ellos.

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No obstante y a pesar de nuestros alegres andares, resulta que el cochino ibérico no ha tenido quien le cocine con la fidelidad exclusiva y la pasión bestial que semejante animal requiere y demanda, es decir, sin contemplaciones y con el candor/ardor del verdadero y único amor que sólo ellos, los cocineros, son capaces de entregar e ir poniendo, al tiempo, en el asador. El suyo viene siendo un amor no correspondido y cruel. Hasta hoy. ¡Se acabó lo que se daba! La aparición en la escena culinaria de la Cocina Ibérica de Javier Abascal va a darle matarife y remedio a este recochineo injusto e insoportable vituperio por la histórica razón de haberse constituido en “emblema material y representación social del utilitarismo”, según decía Castro y Serrano en Un cocinero de su Majestad.

Su cocina es una cocina andaluza y española: es una cocina ibérica. Geográficamente, está enraizada y arraigada al noroeste interior de Andalucía.  Tierras altas de sierra, entre las de Sevilla, Huelva y Córdoba, limítrofes y hermanas de las del sur extremeño con las que comparte paisaje. Hablamos de Sierra Morena, al noroeste del Valle del Guadalquivir; hablamos de vientos cruzados atlánticos y mediterráneos, de fríos inviernos, de colorido bosque otoñal de hojas caídas que juguetes de esos vientos son, pero de sol y luz a raudales;  hablamos de castaños y nogales, de pinos y reforestaciones, de hongos y gurumelos, de tierra y humedad, de verdes hierbas y aromática montuna de jara y caza; pero sobre todo, hablamos de Dehesa: del ecosistema único ibérico, de biodiversidad, de encinas, alcornoques y quercus, de corcho y campo abierto y de campo libre y espaciado, y bellota y montaneras. ¿Y pajaritos? Todos. Hablamos del reino del cerdo ibérico, el Rey de la Dehesa.

La actual cocina de Javier Abascal, cocinero sevillano recriado gastronómicamente en las Sierras Norte de Sevilla y de Huelva, hermanas de leche de cerda, cabra y burra, es una cocina centrada alrededor del cerdo ibérico, su entorno productivo y sus aprovechamientos todos, de los productos de toda índole, puros y auténticos, que pueblan ese ámbito territorial y conviven en armónica biodiversidad hispánica. De ahí su nomenclatura: Cocina Ibérica.

Una cocina que mama de esas leches y sus quesos y rasca de la tradición guisandera de olla y cuchara, de sopas y pucheros, de los panes de pueblo prietos con los que ayudarse y empapuzarlo todo, del ajo y el aceite y gazpachos todos, de los frutos secos, de la pluma y el pelo, del subsuelo y sus tubérculos y setas y trufas, de la retama… y de la matanza.

De esa cruel –to be kind- supervivencia carnívora por instinto e historia que llamamos con tanta crudeza matanza, nace, crece y vive, paradoja ancestral, el hombre cocinero serrano que tras milenios de familiar guarda y custodia de las chacinas, embutidos, salados, ahumados, curaciones, oreos, aliños y pimentones, sangres y enmorcillados, colgamientos del abrir y cerrar de ventanas, chorreras y enjamonamientos, chicharrones y mantecas de todos los colores, de sus casquerías y su sangre, y de vez en cuando, por necesidad de festejar y vivir la escasa vida, del fuego, la lumbre y el asado de las magras carnes lujosas y jubilosas…; de todo eso y mucho más, decía, nace la cocina de hoy que invade Lalola, el restaurante y el cocinar de Javier, una cocina tan serrana como el jamón serrano y su tocino, la Cocina Ibérica.

Y como avance y consecuencia de esta apretujá historia del puerco hispano, ese “enciclopédico animal”, según Savarín, Javier ha buscado, leído, investigado, trabajado, currado, inventado, probado… creado, al fin y al cabo, ese cocinar en profundidad la dehesa y el cochino, ibéricos ambos, de cabo a rabo. Para ello se ha apoyado, además de en las propias sabidurías y de las más hondas extraídas de los libros de Isabel González Turmo, en el buen hacer de Jamones Arturo Sánchez, en sus excelentes productos derivados, pero más que en ningún otro, en sus carnes marmóreas y morenas como la citada sierra andaluza de donde proceden sus magníficas piaras.

En ellas ha rebuscado entre combinaciones de sabores y aromas, de moléculas sápidas y olfativas poco o nada conocidas, fuera de la habitualidad de nuestra memoria gustativa, emparejamientos de comidas de los que fructifican, osadamente, sorprendentes, recetas y platos cuyo principal valor, además de estar buenos, es el equilibrio de la contradicción entre finura y golosidad.

Juegos verdes de hojas y ensaladas, de hierbas, especias y pimientas aromáticas, de agridulces, de acideces y frutas, de carnes frescas e infiltradas, sanas y sabrosas, de maduraciones inusitadas, de cocciones lentas o arrebatás, de infusionamientos y atocinados irreverentes, de trastocadas texturas; de todos estos serios juegos se nutre hoy día el menú que sirve Lalola y que por todos ha de ser probado porque no deja a nadie indiferente y a todos satisfechos.

Hablamos, por empezar por el acabose, de postres tales como chorizo ibérico con chocolate blanco, de crema de mango, especias y pimienta blanca con papada confitada y caramelizada con frambuesa; decimos ostras con migas de salchicha ibérica casera templada; contamos con berenjena fina braseada con tartar de solomillo ibérico; esperamos la pluma atemperada con un mes de cámara entre bellotas y sal; revivimos los higaditos de cerdo en ensalada de cebolla y cilantro fresco; la emprendemos con la presa añejada con champiñones; nos solazamos con el lagarto macerado en miso con trigo estofado; nos aireamos con un abanico madurado en grasa ibérica con parmentier de parmesano y jamón; y nos oreamos con la egregía oreja en tartar, sí, habéis oído bien, tartar de oreja ¡nada menos!. Y no ponemos más criadillas sobre la mesa porque puestas están de antemano en esta apuesta tan original, bizarra y jabata.

Un inexplorado camino de suma importancia para la gastronomía andaluza que pone en valor y saca a la palestra la envergadura culinaria de un producto estrella e icono de Andalucía necesitado de la llegada de un cocinero andante como Abascal que lo saque de la injusta vulgaridad y fealdad en la que vive adormecido y aburrido, lo sitúe valiente en el ruedo ibérico, haga que sea recibido a puerta gayola, lo temple con sus pases y buena mano de cocina y lo reviva con sus cariños y amores cual príncipe azul de nuestra gastronomía: guapo, guapo. ¡Ay, si los cerdos ibéricos volasen!