El chef Diego Morales desafía los cánones clásicos en La Mancha

Quizá pueda sorprender a las primeras de cambio el dato de que Ciudad Real se disputara con Burgos la capitalidad española de la Gastronomía en la segunda edición de 2013, título algo más que honorífico y que finalmente recayó en tierras castellano-leonesas en detrimento de las castellano-manchegas.

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Si así prefiere el lector, una simple anécdota más en ese ajetreo del incansable marketing patrio para sostener el estandarte del liderazgo en el planeta gastronómico, aunque de poca practicidad si al final no se evaluara el sentido o intención de dicha capitalidad y algunas “calidades” de las propuestas en los lugares glorificados. Asevero esto por experiencia propia.

El caso es que estamos a 200 kilómetros de la capital de España rumbo Sur (a 50 minutos en Avant como me gusta puntualizar), con la evidente ventaja que supone “hollar” a 130 km/h esta tierra regia simbolizada por la obra universal de Cervantes.

Aprovechando entonces la relación de ideas, si Madrid fuera ese Quijote de la restauración siempre lanzada a tanta quimera culinaria, Ciudad Real y La Mancha bien pudieran encarnar el apetito sabroso de Sancho Panza, con una cocina vernácula que al foráneo a veces cuesta entender hasta que alguno alcanza el punto de Anton Ego, el crítico gastronómico del filme Ratatouille: migas, gachas, asadillo, tiznado, galianos, pisto, caldereta de cordero, revientalobos, perdiz, venado (caza en definitiva)…

Se puede dar por bueno que la capital de la provincia ciudadrealeña goza y disfruta de una actividad casi frenética de “ir de cañas”, todas y cada una con su correspondiente tapa, con una efervescencia que en pocos lares he visto estilar. Eso sí: la fresca bebida de cebada y el yantar de bocado -en la medida que plantea el restaurador- propone un compendio en general inquebrantable de magro con tomate, chorizo y morcilla de la tierra, cazuelitas de gachas y migas…  cuando no de variantes de refrigerio, al tipo de tostas o sandwiches.

Es importante recalcar las líneas que delimitan este marco (frame gastronómico) donde se impone, por lo general, un gusto clásico por y para la restauración de toda la vida. En estas,  el chef Diego Morales quiso marcar estocada a la generalidad y abrir brecha con el gastro Latitud Food & Drink en un concepto “menos entendido” entre los gustos aquí más pronunciados.

El espacio de la calle de La Mata, con ese interiorismo ecléctico y trazos amables de la madera desprende su algo de rebeldía serena. Morales, que percibió su punto de inflexión en Palma de Mallorca después de gestionar servicios descomunales en la localidad de Carrión de Calatrava, es consciente de que Latitud F&D no se sitúa en la latitud del meollo ciudadrealeño, donde cañas y tapas a raudales, más escorado hacia el centro histórico, llámese Plaza Mayor, El Pilar y El Torreón inclusive.

El sitio no estará en el radio de influencia pero, ¿qué puedo decir al degustar con deleite los huevos de corral a baja temperatura con papa paja, pisto manchego y lascas de ibérico? Una interpretación ingeniosa y gustativamente impecable de uno de los platos manchegos universales que, al fin y al cabo, ganó dos certámenes: el reciente del Campeonato Provincial de Tapas (presentado por el Ayuntamiento en una decena de foodtrucks) y el de Tapearte.

Aroma, dulzor y acidez del tomate compensadas en boca con la textura del huevo, que se desliza en las papilas gustativas llevado por las bonanzas del blanco de la tierra Blas Muñoz. Sorprendente cuando menos y de primeras en una plaza al parecer inexpugnable: “aquí gusta mucho el guisoteo, un tipo de elaboración muy nuestra y con los productos de la tierra”, advierte el jefe de cocina.

“No pretendo defenestrar esos cánones en los gustos pero, aún basado en las raíces, sí encontrar expresiones de una cocina particular, sincera, sin florituras o recovecos, recurriendo a técnicas y estilos que le brinden porte a un cochinillo, por ejemplo, en un tataki bien presentado y, más aún, teniendo en cuenta el justi-precio para el comensal”.

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Por un instante, me recuerda este uniformado de blanco a Don Quijote frente a los molinos. Con cierta expresión lánguida, Morales está decidido a considerar que hay tendencias que cambian con la perseverancia en un tipo de restauración digamos “arriesgada”. Ahora la punta de lanza frente a los molinos (maravilloso conjunto el existente en Campos de Criptana, aprovecho para decir) es este plato que pruebo del bacalao confitado a 60 grados con pisto manchego y sopa de queso Idiazábal.

Acompaña sin inmutarse el Ilex de tierras  de Castilla La Mancha, un ensamblaje atemperado de syrah, tempranillo y garnacha. Sorprende el recurso vasco en una de las patrias heroicas de los mejores quesos del mundo; es otra vez la búsqueda de otros matices, otras convicciones coquinarias que bien pueden tener su demo en el cochinillo confitado tostón con manzana asada y miel de arce.

Inciso. Me había dejado atrás –craso error- el paté de ave de la casa, sencillamente primoroso, que pide a gritos una copita de tokay húngaro. Buen tratamiento de las verduras (implícita mano formada en Las Rejas de Manolo de la Osa y en El Bohío de Illescas), en especial la tempura con el matiz aligerado de soja y sésamo.

Busca relevo periódico Morales -“cambios de ritmo”- en su carta. Cambios sin desbordarse en los intentos, meditados eso sí y puliendo la cocina genuina también en las pastas: en el gnocchi de papa, salsa cremosa de gorgonzola y nueces o en el tagliatelle al huevo con boletus Edulis y su crema,…

“Ciudad Real puede ser hostil en algunos rincones con estas audacias coquinarias que se aparten de sabores genuinos y ancestrales”; Diego Morales cree, no obstante, en la formación del gusto, en la adecuación de un comensal que interprete con deleite –por qué no- la lasaña crujiente de anguila ahumada (foie micuit y confitura de tomate del terreno) o el tartare de pulpo y aguacate con galleta de parmesano y gazpacho de mango.

Quizá para el comensal que venga al número 10 de La Mata sea premonitorio un trago sedoso de Volver, tinto de tempranillo manchego en estado de gracia. Ahí la conversación con el chef fluye y en menciones se  salta del turrón de foie al satay de pollo, a los cremosos risottos, al tataki de atún rojo, tagliatelle de calabacín y ensalada de alga wakame…

Primordial la línea dulce “aunque no tengamos estructura para grandes cosas ni montajes complejos”, afirma, no sin desconsuelo, que mitiga sacando a colación su bizcocho tierno de chocolate.

Después de 20 años cocinando, este intérprete culinario, -a su modo radical e incisivo y al que no le gusta andarse con medias tintas-, tiene puesta la velocidad crucero hacia la Latitud de la audacia, la de la búsqueda de los “porqués de la cocina” con los que transmitir sus convicciones y sin necesidad de tanto perifollo. Algo así como un vino al que aún le queda mejorar la guarda en botella.