Unas lentejas en Lera

La memoria del sabor

Se anuncia una noche tranquila en Castroverde de Campos. El comedor de Lera está en paz y el servicio va suave, Adrián me sube una botella de Ultreia y Luis me manda cinco platitos chicos. Vengo de un almuerzo intenso y largo, pero cumplo cuatro años de espera y no voy a dejar pasar la cena, aunque sea casi un amago: una taza de caldo con una albóndiga de caza, intensa y evocadora, media ensalada de corujas -en otros sitios les dicen pamplinas, borujas o borujo- con un corte de pechuga de pato azulón curada, un par de trozos de escabeche -conejo y perdiz; hubiera pasado una semana emborrizándome en la cebolla- y un cuchararón de lentejas. Las anuncian con pato y foie-gras escabechado y la primera cucharada me cambia la noche. Son pequeñas, cercanas, cremosas y suaves, como si no tuvieran piel, y emocionan en cuanto llegan a la boca.

 

Huelen a guiso casero, de los de perolo en el trébede y fuego de chimenea, y saben a tantas cosas y tantos recuerdos que conmueven. Las acabo en silencio, mirando el plato como si fuera el centro de mi mundo. El sabor del pato estofado domina el guiso, pero por encima de todo mandan las notas ácidas del escabeche infiltrándose entre las lentejas para devolver el sabor de los pucheros antiguos, terminados con un chorretón de vinagre para entretener las ausencias de las lentejas viudas. Y a veces ocultar el toque agarrado de la lenteja recalentada. Recurso de cocineras del tiempo de lo precario, con el pimentón en las patatas con chorizo para engañar precisamente la falta del chorizo, o del refrito a menudo también con pimentón, para trabar el caldo de las lentejas y darle sabor a lo que no llevan.

 

Hay otro detalle que las empuja más lejos. Las lentejas de Luis Lera son, además, las de Rocío Gangoso y Javier Pagazaurtundua, los nombres detrás de Eco Prado, una marca que no se olvida. Es una pareja de supervivientes del Bilbao que dejó de ser industrial, reinventados cuando volvieron a ocupar y trabajar las tierras de la parte castellana de la pareja en un extremo de la provincia de Zamora llamado Prado, a unos kilómetros de Villanueva del Campo, casi vecinos de Lera y Castroverde. Tres entre los mil espacios que dibujan el rompecabezas de la Castilla vaciada. Tan cercanos que Lera nos los presentó hace cuatro años a Sacha y a mí mientras andábamos buscando productores para Raíces, el libro que hicimos con Joan Roca.

 

A menudo olvidamos que los productos tienen cara, nombre y apellidos, querencias, alegrías y reveses, aunque las más de las veces prefiramos ignorarlos; mejor no saber para no tener que pensar. Cada vez hay más cocineros que los muestran y lo ponen en valor, pero siguen siendo una minoría.

 

Rocío y Javier recuperaron el campo y empezaron con lo que había, el secano y luego el ajo, las lentejas, las cebollas, los garbanzos y para cuando nos conocimos el pistacho. Entonces trabajaban cien hectáreas de alfalfa, avena y cebada y ocho de regadío. El cereal solo da ya para cambiar dinero y la pareja se buscaba y se busca los cuartos cargando cada fin de semana la furgoneta y recorriendo las ferias del norte para vender las legumbres, las cebollas y las cabezas de ajos al menudeo, kilo a kilo, malla a malla. Para entonces ya hacían harina de garbanzo, también ecológica, lo que implicaba mil dificultades más.

 

Esta pareja trabaja en la recuperación del casi desaparecido garbanzo cabañal, una variedad de pedrosillano originaria de la zona, abandonada por su corta producción que todavía es menor cuando se cultiva en ecológico. La decisión del cultivo natural les sale cara, pero tiene recompensa: el régimen de cultivo tiene mucho que ver con la textura y la finura de la legumbre. El pedrosillano es el garbanzo más pequeño del mercado nacional y se distingue precisamente por la finura de la piel. Los de Javier y Rocío y destacan por su elegancia. No sabría decir si tiene la piel más fina que otros, pero no se delata en la boca y tampoco se suelta al cocer.

 

Prado es parte de esta Castilla y León que presume de sus legumbres, pero las que se cultivan en sus tierras crecen en el desamparo. Demasiado lejos de los dominios de la Institución Geográfica Protegida Garbanzo de Fuentesauco, al sur de Zamora, y tampoco pueden participar en la Marca de Garantía Garbanzo de Pedrosillo, en Salamanca. En su condición de garbanzo ecológico han encontrado sello de garantía y acomodo en el Centro de la Legumbre, la agrupación que reúne a los consejos reguladores de legumbres de calidad cultivadas en Castilla y León. Luis me habla de ellos después de la cena y me cuenta que les anima a cobrar más caro. Tiene razón; los cuatro euros que piden por kilo se antojan ridículos.

 

Al día siguiente olvidé preguntar a Luis por el origen de las judías blancas que hacían de base al plato de legumbres del día, que cambia en cada comida. Hoy son judías blancas con liebre, de nuevo pura crema sin piel; empujan por el camino de la lujuria. Ando embebido en un menú largo y estimulante, pero la legumbre domina las comandas en las mesas que piden por platos. Lera es un parque de atracciones al servicio de las carnes con raíces, que vienen a ser las que viven, comen, vuelan y corren el campo: corzo, liebre, conejo, paloma, pato azulón, ciervo, jabalí… Y además está el pichón, que nace y crece en los palomares que adornan el paisaje de la Tierra de Campos.

 

El abanico de la caza de pelo y pluma puede ser finito, pero en este menú solo veo horizontes. La sofisticación del puerro con sabayón dispuesto sobre una base avellanada, remontado por una lámina de corzo de una ternura extrema; la alcachofa con lengua de jabalí y congrio, un plato que pide unas cuantas miradas; el impecable escabeche de pichón; la sorpresa de las cachuelas, las mollejas del pichón -se necesita vender mucho pájaro para poder servir un plato; cada animal tiene una- cortadas en daditos y concretadas en un suculento guiso que me recuerda al de las asaduras; el pichón estofado; el morcillo de ciervo; el pato azulón a la naranja…

 

Entre todos me quedo con la sopa de boda, recreada de una receta de cuando las bodas se festejaban con sopas ilustradas con huevo y engordadas con pan. En este caso, finísimas láminas empapadas por el caldo, una yema curada, carne de paloma bravía, el aroma del azafrán que me lleva directo a la pepitoria y el embrujo de un caldo tan intenso que parece una salsa. También me reengancharía a la perdiz con acelgas. Luis sorprende con un corte de la pechuga, piel crujiente carne sonrosada y cruda, que rompe muchos lugares comunes, acompañado por una hoja de acelga envolviendo un guiso de carne de perdiz. Hacen buena compañía.

 

Luis trabaja hoy, como cada mediodía, a comedor lleno. Su cocina estimula las reservas casi tanto como lo hace la estrella Michelin que le distingue desde hace un par de años. Para llegar a eso ha trabajado en terrenos contrarios a los de sus colegas de ciudad; su carrera se ha construido a golpe de renuncias. Castroverde de Campos tiene censados 276 habitantes, no la atraviesa ninguna vía importante de comunicación y la ciudad más cercana está a casi noventa kilómetros. Lo suyo es una hazaña que reclama y explica la necesidad de una nueva mirada al campo.