Dos paellas en Diverxo

La memoria del sabor

En realidad, la paella de Diverxo son dos paellas servidas en tres cucharadas. Dicho así, suena tan singular como mucho de lo que sucede en las cocinas de Dabiz Muñoz, pero es lo que pasa cuando quieres explicar los platos de un restaurante en el que la sorpresa y la extravagancia forman parte de la normalidad. Hace mucho tiempo que las redes muestran al cocinero madrileño enredando sus días libres entre paellas y era cuestión de tiempo que aparecieran en el restaurante. La que me llega a la mesa es una paella de conejo y liebre con un erizo en el centro. Un mar y montaña iconoclasta, pero una paella al fin y al cabo: arroz preparado en paella, infusionado con un caldo de conejo ligero del que asoma la naturaleza del arroz y servido seco, con un impecable punto de cocción. Hasta ahí lo canónico. A partir de ahí el universo Diverxo.

 

Nadie podría decir que no es una paella, pero los cambios se acumulan para condicionar el resultado. Una variedad de arroz cultivada en las afueras de Kioto con alto contenido en almidones, en lugar de los arroces de grano redondo del Mediterráneo, para una paella cocinada una hora antes del servicio, dejada reposar y reactivada para llevarla a la mesa. El grano llega entero, ni duro ni blando, seco pero jugoso, sabroso pero no tan intenso como esperas cuando te cuentan que van a servir una sola cucharada. Es una cuchara alargada, tirando a oblonga, que Marta Campillo llena arrastrándola por la paella del centro hacia los bordes, compactando luego el arroz con el borde del recipiente. Sobre el arroz, un tartar de liebre a la brasa condimentado con chipotles y trufa blanca, y medio riñón de cordero. De alguna forma me recuerda a un nigiri, aunque se sirva en cuchara, sobre todo por la forma de la cuchara, y como tal se presenta: nigiri mediterráneo.

 

La cuchara no viene sola. Tras ella, otra versión, esta vez remontada con una suerte de bearnesa melosa que han preparado con mostaza japonesa (karashi sumiso), una lengua de erizo, yuzukoso -un leve toque ácido y picante que dispara los sabores-, y un pétalo de capuchina. La secuencia enciende las alarmas, aunque no hay mucho tiempo para eso, porque llega una tercera cucharada, que presentan como esencia de paella. Esta vez la cuchara es de madera, redonda, y contiene un líquido denso, remontado con un trozo de paleta de conejo y más erizo. Tiene su razón de ser en la segunda paella del envite, dejada a media cocción para escurrirla, imagino que prensando el grano para extraer el almidón. El caldo es envolvente y profundo, una paella sin arroz, una suerte de final redondo y feliz después de una montaña rusa que te lleva y te trae, te sube y te baja por un tobogán ante todo goloso. También gozoso. Y uno de esos platos que te dejan pensando y podrían alimentar conversaciones y preguntas.

 

En el momento se me antoja más que una paella y, visto desde el lado del nigiri, una travesura, una iconoclasia más de Dabiz, pero cuando dejo reposar el menú, lo repaso y lo pienso con distancia, empiezo a ver que ha alumbrado un concepto nuevo, todavía por desarrollar, pero con tantas posibilidades y alternativas como se consiga imaginar: caldos, ingredientes, condimentos, cucharas con forma de nigiri, arroz con sabores impostados…

 

Hay algo que me conmueve en este plato. Tanto que me cuesta recuperar el ritmo y los siguientes se me van casi sin darme cuenta, por mucho que reclamen atención. El caldo gallego con percebes, el anticucho de corazón de pato, las lenguas fritas, sufladas, los sesos escabechados (son la parte fundamental de la secuencia de casquería de pato), el civet de virrey, la espadenya al wok con jugo de anguila. Nuevos caminos en otro recorrido acostumbrado a tener la magia de su lado. Van a ser más de veinte preparaciones y veinte vinos que ha seleccionado hoy Miguel Ángel Millán. Una experiencia marcada por las preguntas; cuantas más te haces, más lejos llega.

 

Le doy tantas vueltas en los días siguientes al arroz reposado y reactivado, y al concepto del nigiri, que le pido algunas aclaraciones a Dabiz. Me cuenta que quería saber como saldría y como sabría un arroz reposado y que después de muchas pruebas con distintos tipos de arroces dio con este, cultivado por un pequeño productor de los alrededores de Kioto. “Tiene un punto de cocción diferente, me dice, y bien utilizado y bien medido aguanta el reposo y se convierte en otra cosa. El almidón cambia de comportamiento, se hincha y al reposarlo sin condensación dentro de la paellera (entre cuarenta y cinco minutos y una hora y media en un lugar seco, tapada pero de forma que no se condense el vapor) genera una textura ni dura ni blanda, con el grano todavía entero, el almidón se hincha y el grano no se abre”. Todo claro, o no; todo por desarrollar.

 

He vuelto a Diverxo dos años después, buscando como siempre las aristas incómodas de platos que por momentos esbozan manifiestos. El encuentro con lo extraño, los choques de sabores y matices condensados en un bocado, la extraña redondez de los contrarios, la excitante incomodidad de pensar en lo que comes, la sorpresa, de nuevo la sorpresa, bienvenida sea la sorpresa, la excitación de manejarte entre registros nuevos. Y la conmoción, ese estado que se abre para triturar la indiferencia.

 

Estoy todavía con la cuchara de la esencia de paella en la mano y media sonrisa en los labios cuando me pregunto si esto será la madurez. Si es así como madura una cocina tan diferente que es difícil ponerle etiquetas. Siento que estas tres cucharadas de arroz definen la identidad del menú que acabo de comer y que al mismo tiempo representan un cambio de tiempo en esta cocina. Siempre me pregunté como sería el trabajo de Dabiz Muñoz cuando llegara a madurar, y empiezo a verla como una combinación de tiempos culinarios en los que se cruzan ruptura y serenidad. El nigiri de paella o la coliflor con vainilla, chocolate y yema curada, frente al racimo de caviar al tondoori y guisantes lágrima, por ejemplo. Otro plato que me impacta, aunque no rompa con nada, solo armoniza y resuelve encuentros disonantes -salado y dulce, ternura y consistencia- entre productos cada día más equívocos. Me emociona este caviar cocinado que recuerdo de un menú prepandemia y el giro que ha dado a unos minúsculos guisantes lágrima que comparten el plato, salvándoles del estigma clorofílico del guisante inmaduro con el peso del humo y la brasa.

 

Voy comiendo mientras pienso que este almuerzo suena a despedida. Lo más probable es que sea la última visita a este comedor extraño, con visillos de cama con dosel alrededor de las mesas y suelos de parqué del barrio de Salamanca (nunca me había fijado en ellos; falta que crujan un poco al paso del personal, como dando normalidad a su presencia). No sé como será el nuevo local de La Finca ni cuando llegará, pero siento que aquí acaba una etapa en la cocina de Dabiz Muñoz. El cambio al nuevo espacio dará también una nueva vida a su trabajo.

 

Laia es el principio del menú. Le ha puesto el nombre de su hija a un plato que nace del huitlacoche, el hongo del maíz, que esta vez no viene de México, donde supieron aprovechar una plaga convirtiéndola en producto culinario de culto. Hoy, el huitlacoche llega de algún campo de Segovia a un plato alambicado. Colgado sobre él, una yema de huevo envuelta en tocino con un crujiente que recuerda la puntilla del huevo frito. Remontándolo, sobre una base que combina una flor de calabacín rellena, una suerte de ñoquis y una beurrue blanc espumosa y suave. La yema de huevo proporciona una entrada impactante antes de adentrarse en un territorio marcado por la ternura y la ligereza. Remata con una cucharada de polvo helado de nachos con huitlacoche que de pronto, te hacen pensar en México.

 

Luego vendrá un menú largo y divertido que dejará una pregunta colgando ¿Así se ve la madurez de la cocina de Dabiz Muñoz?

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