No puede uno bañarse en el Amazonas y seguir siendo el mismo. Al igual que el propio río procede de continuo de manera que nunca es el mismo, también nosotros somos fruto de continua renovación; y les aseguro que mi gordor esencial no es hoy día igual que antes de ese baño vivificador y triunfal.
No puede uno navegar, arriba y abajo, el río Amazonas y no querer ir contracorriente. Impone de tal manera su caudal, su lejana orilla, su silencio diurno y su selvática fortaleza que uno rechaza el dejarse llevar y sólo quiere pelear contra todo, contra lo que sea, imbuido, contagiado, inmiscuido, de su fuerza sin igual.
«A man gets tied up to the ground. He gives the world its saddest sound…»
No puede uno conocer in situ la deforestación amazónica y no poner, cual mono aullador, el grito en el cielo de la desesperación. Al cerciorarse in person de la inconmensurable estulticia de la raza humana que se empecina cruel e inexorablemente desde sus ciudades en aniquilar los tesoros que la madre naturaleza le regala gratis et amore y que el hombre paga en diarios plazos con el precio de la implantación del monocultivo foráneo, de la destrucción del medio y del entero pulmón del mundo. Estúpido camino hacia el suicidio. Menos mal que por ese mismo camino transitan gentes y organizaciones que a contracorriente y con esa fuerza que decía, se empecinan en luchar en el bando de los buenos.
«I’d rather be a forest than a street. Yes I would, if I could, I surely would…»
No puede uno compartir las labores de la yuca y pretender ser un yupi-pituco. El enorme esfuerzo que el original y antiquísimo proceso de elaboración de los derivados de las yucas, dulce, blanca o brava, exige de las mujeres de las comunidades indígenas es tan complejo, laborioso, artesano y arduo que es tu corazón quien te canta la triste balada de nuestras civilizadas vidas mientras las suyas, de contrario, exhiben su abierta, franca y fácil sonrisa. La riqueza variada, nutricional, sápida, útil y sustentable de los productos que provienen de ese pobrísimo tubérculo de la chacra es tal, que hace replantearse el valor de las cosas y el tiempo. De la yuca proviene el casabe y su almidón, en sus distintas versiones, el pan suyo de cada día; la tapioca, la fariña, las galletas, la pulpa fresca, la goma, la masa-bola, las tortas… y de la brava, además, una vez inoculado su veneno, por arte de la magia de la fermentación, el ají negro, una pasta base oscura que es complemento sápido para toda comida y de la que deriva una salsa de tal complejidad y extraordinario sabor que te deja boquiabierto y turulato. Una salsa global.

No puede uno vivir la pesca del paiche y quedarse tan pancho. Ese descomunal pez de río es un paichesaurio, un eslabón perdido del paso animal del agua a la tierra. Un ser grande, acorazado, bello e inédito. Un grandullón solitario y despechado repleto de carnes prietas y claras, sabrosas y gustosas, plenas de pez y frutas; llenas todas sus partes de ganas de gustar y solo necesitadas de buen despacho, rellenas de mil y una posibilidades de futuro gastro en manos de sabios cocineros y expertos en el arte cisoria. El Paiche es un maná para El Perú.
No puede uno adentrarse en las ancestrales montañas volcánicas, hoy de sal antes mares, de Pilluana y no hacerse Sísifo eterno de sube y baja al arrastre de enormes rocas rosas salinas. Ni puede uno, allá al norte por Sauce-San Martín, navegar en su Laguna Azul, ser hospedado en Sumaj Lagoon, y no caer hechizado por su belleza exterior y su paz interior
No puede uno encebicharse y no estar loco, no puede uno probar la frutal y brutal acidez de la comida peruana y permanecer en nuestra cultural candydez. Es tal el ácido que destila el inconmensurable fruterío selvático que impregna toda comida y bebida peruana, que se erige por sí mismo en hilo conductor, emblema sensacional y sabor por excelencia de su gastronomía, ávida de esa sensación de vida, de vivacidez, y de ese repeluco que eriza el vello: ¡Hsshsshss!

No puede uno ajiarse hasta las entrañas y no agitarse hasta la médula. Llevan tan interiorizado el aroma y sabor de los ajíes los peruanos como los propios pimientos llevan en sí sus nervios y sus pepitas. Es tan vital para su vivir cotidiano que no me extrañaría que su corazón forma de rocoto tuviera. Tal para cual. Comida y ají son consustanciales, son la salsa de la vida y como tal llega e impregna tu olfato y tu paladar de tal manera que te hace adicto y te engancha; y uno, a la vuelta, en la lejanía, añora su picardía y su alegría, y quiere regresar porque piensas que “ahora, tú ya eres gente”.
«Away, I’d taher sail away. Like a swan that’s here and gone…»
No puede uno romper a mucilaguear y quedarse sin pestañear. Es tan prolijo y fascinante este otro nuevo mundo del mucilago: en el macambo, en el coco, en el café, en los cacahuetes, en las frutas y frutos asalvajados… en el cacao maravillao; que uno se queda extasiao. Es el medio intermedio, lo que está ahí dentro al aguardo de las semillas, cuidando de ellas y el futuro de la especie. Es esa textura semi espesa y viscosa, entre cremosa y licuosa, gelatinosa, otro continuum de lo gastro en El Perú, su colágeno frutal. Sorprende al no iniciado que lo encuentra en jugos y bebidas por donde vaya, pero también en elaboraciones de su cocina a la que dota de otro elemento diferenciador de enorme y atractivo potencial.
No puede uno andar de Picanterías y no volverse un pícaro amante de sus picantes picanteras. Mujeres ellas y mujeres sus hacedoras, todas ellas, como, por ejemplo, Mónica Huerta de la Nueva Palomino, que en sus casas de comidas siguen cocinando y cuidando las viejas recetas tradicionales, sus antiguas formas de trabajarlas y sus originales sabores. Te sacan los colores y si te descuidas, además de perder los papeles, te encuentras con el pasaporte arequipeño por adopción ya de por vida; y así tras el adobo de pisco del sábado noche pasas sin solución de continuidad al adobo de chancho como desayuno universal de los campeones dominicales. Simplemente, hay que dejarse llevar por la corriente, ¡ay, camarón!, y por su amor a la lumbre, el batán y la chicha. ¡Benditas sean!

No puede uno comer 12 ignotos bocados en 12 horas y otros tantos en otras tantas ad infinitum, y no quedarse pasmado. Esto sí que es El Dorado. La biodiversidad y la variedad de productos y alimentos de la despensa del Perú es tan inabarcable que el profano gastronómada no tiene lugar para digerir semejante atiborre. Abocado a mantener la boca permanentemente abierta de asombro, de curiosidad, de satisfacción y de ganas de más, es incapaz de atisbar el fin del desfile. Por delante campan mamíferos salvajes cual el venado y el jabalí y corretean roedores grandotes como el majaz o el ratón de monte mientras camélidos como la llama, la alpaca o el guanaco trepan por las montañas; nadan dulcemente peces como el paiche, el tucunaré, la carachama, la doncella y sus zúngaros, la piraña, el acaruasán, el fasaco, la palometa, la sardina, el cunchi o el bujurqui y, aunque hacia atrás, nada también el camarón de río; caminan húmedos y lentos churos, tortugas y lagartos; se apelotonan hormigas cuyos sabores mimetizan las hierbas de su hábitat; hierbas que reverdecen al abarrote y sachean asemejando y mejorando a sus familiares más civilizadas; esas que alimentan al conejillo de indias o cuy; mil y una palmas dan sus frutos, hojas y corazón y hasta el gusano que en el aguaje habita y responde al nombre de suri; bajo tierra siglos de papas y tubérculos esperan su turno para darse a conocer y comer; tras ellas, cientos de frutas y frutos hacen cola para lo mismo, colgados en lo alto y al aire: plátanos, paltas, chirimoyas, cacao, café, tomates de árbol, papayas, timbo, camu camu, cocona, huito, guanábana…; ¿y de la mar? Pues el mero, claro está, y corvinas, conchas negras, pejesapos, lapas, choros, anchovetas, pericos, conchas de abanico, peces diablo, túnicos, langostinos, anguilas, etc. No puede uno buscarle ni hacerle aquí hueco a todo bicho viviente en El Perú porque no le da la vida para tanto.

«I’d rather be a sparrow than a snail. Yes i would, if I could, I surely would…»
No puede uno probar la alta cocina peruana y no caer rendido ante su significancia: vivir intensamente la gran fiesta de La Mar y exclamar eureka al ver que el peso específico de Gastón desplaza mucha más masa gastro que la que a su cuerpo corresponde; dejar salir tus emociones en Central ante el enorme sentir que Virgilio implanta en su desmedida levedad; disfrutar gustativamente en Maido de las seguidas secuencias de los marciales golpes sápidos que Micha reparte sin piedad; encajar en Ámaz con la más amplia sonrisa traviesa, curiosa y satisfecha, las descerrajadas andanadas selváticas con las que Pedro te desploma; felicitarte felizmente en Natural de que la restauración amazónica haya encontrado en Dennys la sabia mano de cocinero capaz de domesticarla con finura, creatividad y elegancia; y desayunarte, en definitiva, a 500º, la golosidad bien entendida que Jaime sabe hornear en salado y rematar de dulce, para que la vida siga su diario curso culinario. ¡Menuda batería de pesos pesados golpean la actualidad gastró limeña!

No puede uno calmar su polifagia chambeándose la cocina callejera de pié de calle y no encallarse en ella de calle. La cocina popular o baja cocina, en contrapropuesta a la alta, del Perú -y en todas partes- es donde causas y patas lo pasan chévere, donde se disfruta sin chalauras de la verdad del cocinar-comer, donde todo da comienzo, de donde todo viene, donde ya siempre tu ser carnal guardará los huequitos que sean menester para darle cabida en todo momento a esa verdad verdadera, pim, pam, pum, fuera.
«I’d rather be a hammer than a nail. Yes I would, if I only could, I surely would…»
No puede uno así sino ir al toque, apurado, desnortado y desajustado por querer verlo todo y probarlo todo, parando aquí, pidiendo acá, comiendo acuyá y pretendiendo hasta el más allá. Pero es inútil, siempre hay más; tanto más que se nos antoja que la alacena peruana no tiene fin y que su cocina no tiene límites pues une a su riqueza natural originaria, toda la occidental, árabe y mediterránea llevada por los españoles, y a todo ello suma la china-chifa entroncada al país cual palo flotante de su río troncal; y la japo-nikkei, primera que se alza con ese título honorífico de unir sus maneras a una cocina tan poco amiga de recambios y fusiones como la japonesa. ¡Qué más se puede pedir! ¿Qué otro paraíso terrenal existe capaz de amalgamar en una sola cocina toponímica cuanto todo ese legado cultural abarca y conlleva?: ninguna, me atrevo a decir.

«I’d rather feel the earth beneath my feet. Yes I wuold, if I only could, I surely would…»
No puede uno sino sentirse párvulo en sabidurías, bachiller en conocimientos, colegial en andaduras, pazguato en experiencias y liliputiense en territorialidades ante tamaño universo gastro. Sí, gastro, porque decir gastronomía es poner los pies en el suelo, es mentar al mundo entero, a la vida que en él se desarrolla y a las gentes que por todo él se la comen a dentelladas y se la beben a bocanadas. Cocinar y comer es sinónimo de vivir y Perú lo hace constantemente de todas esas maneras asumidas y subsumidas en su cultura, a toda costa y todo terreno, e incluso en circunstancias extremas y adversas: en el litoral marino, en el altiplano, en la sierra, en las selvas alta y baja, en los Andes, en la Amazonía; en todas sus alturas y regiones. Perú vive porque sabe cultivar, cocinar y comer, y porque sus gentes, al menos los patas con los que anduve, ponen en estas cuestiones del bitute todo su corazón y así el mío se fue anticuchando sin remedio. Les diré, summa summarum, todo lo que, así, a vista de cóndor gordo, he aprendido en El Perú: comer es todo. ¡Buenazo!
*Con una pequeña ayuda de mis amigos Paul Simon, el ibero-guía gastro-espiritual Ignacio Medina, los cocineros Omar Malpartida, Santiago Vidal y Joao Escudero, nuestra musa Carlota Aguayo, los visualizadores Dani García y Diego Cárdenas y los cicerones Ana Rosita Saénz y Miguel Tang.
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