El primer cocido

Tribuna

El otoño gastronómico comienza para mí cuando llegan las primeras setas y el primer cocido. Y ambos están ya aquí. Estos días he podido probar los hongos en dos buenos asadores, el riojano Alameda de Fuenmayor y el madrileño Sagardi. Setas de cardo en otro asador, este de lechazo, Casa Azofra en Burgos. Y amanitas cesáreas, mis favoritas, que me sirvió Ignacio Echapresto, recogidas esa misma mañana por él en su Venta de Moncalvillo, en Daroca de Rioja.

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Y con las primeras setas, también el primer cocido. En este caso en su vertiente madrileña, que tal vez por aquello del centralismo es el más conocido. Versión capitalina de los que encontramos por toda España, hijos de aquellas ollas podridas que alimentaron a los españoles de siglos pasados y que gracias a la vuelta a la tradición que vive la gastronomía están recuperando protagonismo.

En Madrid o en sus alrededores tengo tres favoritos, pendiente de la recuperación del histórico de Lhardy, que ahora con nuevos propietarios (Pescaderías Coruñesas) y bajo la dirección del gran Abel Valverde, parece que vuelve por sus fueros. Uno es el que ofrecen los lunes, miércoles y viernes en Charolés (San Lorenzo del Escorial). Otro lo prepara a diario el asturiano Antonio Cosmen en La Cruz Blanca de Vallecas, con llenos diarios pese a encontrarse alejado del centro.

Y el tercero, el más refinado, lo elabora Carmen Carro en Taberna Pedraza, a un paso de Cibeles. Carmen tiene una gran mano para la cocina. Ella y su marido, Santiago Pedraza, se ocupan de buscar y seleccionar los mejores ingredientes. Se disfruta ya desde la sabrosa y desgrasada sopa de fideos, que siempre marca la calidad de un cocido. La sopera, en el centro de la mesa, invita a repetir y ‘tripitir’. Al lado, como manda la tradición, la pelota, encurtidos y cebolleta. Le sigue la fuente de garbanzos pedrosillanos, pura mantequilla, con su correspondiente patata, repollo y zanahoria.

Y las dos bandejas de carne, perfectamente presentadas, que entran por los ojos. El morcillo es de vaca vieja; el pollo, de Galicia; los chorizos y la morcilla, de Beasain, y el tocino, las puntas de jamón o los huesos de caña, de cerdos ibéricos de bellota. Aligerado, sí, pero como ocurre con cualquier cocido, sea bueno o malo, cuesta acabarlo. Un canto a la abundancia que no está reñido con la calidad.