Bogotá recibe con un aire diferente y mucho movimiento de fichas. Los cambios no están tanto en la ciudad, prácticamente igual si no fuera por los letreros de “se arrienda” y “se vende” decorando calles y ventanas, o el clima, tan indeciso y a veces tan brutal como siempre, sino en los restaurantes.
Pocos se encuentran donde estaban y tampoco se muestran en el mismo estado que antes del asalto de la pandemia. Unas horas después de llegar, encuentro en el nuevo Leo, en Chapinero, las dos caras de una clase culinaria que se maneja en plena búsqueda de caminos nuevos, en todo caso diferentes. Estamos en el comedor que llaman La sala de Laura, en la planta alta de Leo -la baja enmarca los dominios de Leonor Espinosa, que quedan para la siguiente visita- y nos acompaña Jennifer Rodríguez, la jefa de Mestizo Cocina de Origen, en Mesitas, un pueblito a 60 kilómetros y tres horas de Bogotá en el que las cosas han sido todavía más difíciles. Jennifer sobrevivió con la venta de pan, recorriendo domicilios de la capital y en su propio local, aprovisionando a los bogotanos escapados a sus haciendas campestres. Hoy trabaja en el replanteamiento de su negocio: recuperar el pequeño hotel que lo sostiene, replantear la estructura del restaurante, revisar la propuesta culinaria, procurar horarios respetuosos para sus empleados… La conversación obliga a poner pie a tierra y dejar a un lado las fantasías: conforme te alejas de la gran ciudad las cosas se hacen cada vez más difíciles.
En La sala de Laura las cosas se ven de otra forma. No le ha costado encontrar un público interesado en su propuesta, más informal de la que ofrece el comedor de Leo, pero con bastante fuerza. La base es el llamativo trabajo desarrollado por Laura con técnicos de la Universidad de los Andes, cuyo fruto son cinco destilados diseñados para recoger la esencia de algunos ecosistemas colombianos -desierto, páramo, monte bajo…-, una batería de cócteles que los tienen como referencia y el viche, el gran destilado colombiano que el Estado mantiene en la clandestinidad. Junto a ellos, una decena de platos para poder compartir mientras se bebe. Merece la pena seguir hablando de eso; vuelvo otro día.
La cocina bogotana se reacomoda en un proceso de recomposición que en líneas generales me parece positivo. Lo anterior planteaba dudas, y algunas se van despejando conforme los restaurantes se acoplan a esta nueva realidad post pandemia que les obliga a concentrar la atención en el cliente local, aparcando las veleidades que antes respaldaba un turista casi desaparecido de los comedores, más dispuesto a pagar que hacerse preguntas. La reacción es real, pero se concreta en un medio marcado por la uniformidad en los discursos y en las propuestas. Siempre hay un crudo, un aguadito o un ceviche, que tienden a confundirse -apenas se diferencian en el nombre- y un sorprendente desprecio por los ajíes locales en favor de los chiles llegados de México.
Hay novedades y faltan unas cuantas más. Entre las más destacadas, la apertura de Humo Negro, el restaurante de Jaime Torregrosa, hasta hace unos meses jefe de cocina de El Chato. Su cocina es atrevida, diferente y se sirve a precios más que competitivos. Se le da mucho peso a la coctelería y la carta se desarrolla sobre bases de inspiración japonesa, solo abre de noche y ya ha encontrado su público. Necesita simplificar las elaboraciones, eliminando ingredientes para facilitar la relación con el comensal y mejorar la expresividad de sus platos. Su antiguo jefe, Álvaro Clavijo, ha dado un giro a la cocina de El Chato de tal calado que a veces parece diferente. Platos como la granadilla con semillas de orejero (piñón de oreja) y crema de marañón (anacardo), la trucha blanca curada o el atún con tuétano, yacon y ciruela marcan una visión diferente que todavía coexiste con algún recuerdo de la época anterior, en forma de platos en los que los acompañantes ocultan la naturaleza del ingrediente principal. Le ha venido bien este tiempo ajeno a los viajes y las obsesiones con las listas de restaurantes. Habrá que estar atentos al camino que sigue en los próximos meses.
Brilla la propuesta de Sauvage, el restaurante de Víctor Lanz que me llamó la atención a finales de 2019. Lo conocí en un local modesto con tres mesas, en el lateral de una casa, y hoy se ha hecho con todo el edificio, ampliando instalaciones y multiplicando por tres la capacidad del comedor. Su cocina sigue estando entre las más interesantes de la nueva generación, aunque se le ha ido la mano con el número de platos. Reducirlo le ayudará a crecer y cuidar los detalles, más aún cuando Víctor vive algo alejado de su cocina mientras trabaja en la apertura de Contracorriente, un nuevo negocio dedicado a los productos del mar.
Rompe la dinámica Salvo Patria, concentrado en sobrevivir, que tampoco es malo, aunque eso se traduzca en una propuesta más bien rutinaria y sin compromisos. Todo depende de las expectativas que te lleven, pero deja esa sensación rara de los restaurantes de los que apenas recuerdas nada cuando pasas el vano de la puerta.
También cambió de local Elektra Punk Food, el interesantísimo (y poco valorado) restaurante de fast food vegano de Denise Monroy. El negocio sigue ascendiendo, apoyado en un discurso que destaca por su coherencia y una propuesta cada vez más sólida, en la que aparecen novedades como el ceviche de papaya verde o la nueva línea de helados. No tardará mucho en abrir un segundo local en la zona norte de la ciudad. No pude ver el nuevo local de Mesa Franca ni probar lo que hace Iván Cadena, embarcado al mismo tiempo en el cambio de espacio a otro más grande en Chapinero y en la apertura y dirección de Jairo, el restaurante del hotel W Bogotá.