Vivimos en una época lúgubre. La belleza es falsa, la inteligencia artificial hace rabiar a los monopolios creativos, la política es cada día más cínica y los misiles son moneda entre una intolerancia y otra promovidas por personajes cuya locura no fue atendida a tiempo. No todo lo que brilla es oro: las luces publicadas son inversamente proporcionales a la oscuridad velada, porque entre más exitoso, perfecto o ilustre sea un personaje más inseguridades esconde. Así en la política y en la gastronomía.
La creatividad culinaria es un recurso repetitivo, clonado, que sirve de canon fundamentado en lo descriptivo y pocas veces en lo gustativo. Las mismas intenciones estéticas, los mismos platos, las mismas chaquetillas, las mismas formas de venderse a sí mismos. Es el mal del mundo y ya no es particular de las grandes urbes, porque en pequeños poblados los términos taquería gourmet, fonda contemporánea o burger de autor son más comunes de lo que se necesita. Todo se centra en la supuesta virtud creativa de quien cocina. A esto se suman las cansinas narrativas que el personal de sala recita en cada plato del menú degustación o de las salsas seudo artesanales para un hot-dog. Sentarse en un local pasa de lo interesante a lo ridículo. Todo trata del cuento, de sus escritores y relatores, y casi nunca de la audiencia. Al paso que vamos, lo regular pasará por extraordinario a punta de retórica sofista, y no sabremos distinguir entre la sensación producida por un bocado empíricamente glorioso y aquello que se observa y ofrece como tal. Mentiras egocéntricas construidas de oportunismo e ignorancia. En tierra de ciegos, el tuerto es rey.
Los homo influencer gastronómicos son una especie que se reproduce con virtudes cunículas, y el contenido producido está centrado en su forma de ver el mundo. Gracias a Instagram, primero se come con los ojos y pocas veces con la boca, y el insoportable término «experiencia gastronómica» domina el deber ser culinario y hacen de cada menú de 15 tiempos o de cada dona glaseada un suceso épico sin precedentes. Así, las directrices gustativas pasan primero por el filtro de personajes cuyas intenciones —casi siempre económicas— son mayores que las de la auténtica emocionalidad experiencial. El ego por encima del gusto. Claude Lévi-Strauss y Pierre Bourdieu revolcándose en su tumba.
El arte de la escritura tampoco se salva: pocas plumas son libres del sometimiento de compromisos comerciales propios o impuestos, y la relevancia de lo visual sobre el texto confirma el dominio de la estupidez. Una paradoja monumental que la tinta sin dueño sea casi siempre excluida, denigrada, subversiva y arrinconada al oprobio y la pobreza. Si para ser libres hay que apartarse de las condicionantes comerciales, entonces deberíamos refundar ciudades hartas de pobreza y sinceridad.
Porque hasta este texto es de lo que amo y odio, de lo que me aterra o me da consuelo. La vorágine del mundo contemporáneo me consume y los quiero hacer partícipes. Es un grito de desesperado para convocar al pensamiento. Todo se trata de mí.