En nombre de la tradición

La memoria del sabor

La tradición quiere que las migas se coman con uvas. Coinciden en eso los que solo entienden las uvas en días de vendimia y los que hoy, cuando la fruta llega a destiempo del otro lado del mundo, las comen cada día. He comido migas con sardinas arenque, saladas y prensadas en bota -¿cuántas cocinas las recuerdan?, ¿demasiado humildes?-, o con gajos de mandarina, que llegan poco después de las uvas, o con tocino o panceta, con y sin huevos fritos, con o sin chorizo. Le he visto tantas caras como las de la nómina de ingredientes del Larousse Gastronómique. Lo admiten todo, como cualquier guiso de subsistencia, que viene a ser una forma directa de mentar el apaño; en este caso, pan viejo desmigado, ajo, pimentón y lo que venga a mano. Pero los guardianes de la pureza culinaria lo tienen claro: las migas, con uvas. Más que tradición, estulticia masticable.

 

La tradición quiere que en Quito le pongan kétchup al cebiche, que no es precisamente una preparación ancestral nacida junto a la cordillera andina sino una salsa de origen chino, adoptada por los ingleses en el XVIII y transformada en USA a finales del XIX. Es fácil que llegara a Ecuador a través de las migraciones de élite, pero nadie explica como acabó siendo uno de los ingredientes que enmascaran el sabor de pescados y mariscos en la versión local del cebiche. Según lo establecido, se le puede llamar tradición; el uso se remonta más de dos generaciones atrás.

 

Tradición es que en los restaurantes de Chile oculten la naturaleza de los mariscos frescos bajo una inundación de limón exprimido, y una recalcitrante cobertura de cebolla y perejil picados. El uso se transforma en abuso, conformando una costumbre que no pasa de ser un mecanismo de protección frente al (esta vez sí) tradicional mal estado de pescados y mariscos en muchas ciudades de este país: mucho limón, que es desinfectante y cebolla y perejil por si quedan resabios desagradables. La tradición no implica ocultar el sabor de lo que comes, pero las necesidades sanitarias lo convirtieron en costumbre. Esta tradición pide a gritos ser cambiada; no guarda relación con el tiempo que vive.

 

El puchero y la olla han marcado el ritmo de las cocinas populares allá donde comas. Son la base de guisos que unas veces toman el nombre del recipiente y otras de la técnica (cocidos, potajes, sancochos, sancochados…). Las cocinas populares consagraron el guiso como forma suprema del apaño: todo a la olla y que vaya hirviendo mientras se adelanta la faena. Así se marca en los recetarios populares y en los preceptos tradicionales, aunque no necesita el mismo tiempo de cocción un frijol seco, una gallina vieja, un trozo de tocino salado o un jarrete de ternera. ¿Qué hacemos con la tradición? ¿La cambiamos y ajustamos el punto de cocción de cada ingrediente?

 

Las cocinas del litoral pacífico latinoamericano, sobre todo las de Chile y Perú, gustan cubrir las conchas (ostiones, vieiras) o las machas con mantequilla y falso parmesano antes de gratinarlas, recociéndolas mientras las cubren con una ignominiosa capa de lácteos que ocultan la textura y el sabor del bivalvo. Del encuentro solo queda el regusto de un mal queso (una costra cuando se enfría) pero son preparaciones tradicionales muy arraigadas. ¿Les queda sentido en un tiempo de mariscos frescos y líneas de frío aseguradas?

 

Un compañero de rodaje viaja aprovechando una parada, visita algún restaurante y sentencia molesto: “ese locro no era locro, malazo”. Tiene parte de razón, el locro que comió no se parece en nada al habitual en la parte de la sierra de la que procede. El locro es el guiso andino por excelencia y se expresa a su manera casi en cada cocina. La base son papas de textura arenosa, como la chaucha, que espesan el caldo, guisadas con lo que haya a mano, si es que lo hay. A veces zapallos, otras un trozo de queso, raramente carne (nunca fue determinante en las cocinas de la cordillera, salvo que estuviera seca), un huevo en día de fiesta… Cada cocinera lo prepara con lo que tiene a mano en cada momento. Cuando vives y te alimentas en un valle interandino -los estratos pueden ir de mil a cuatro mil metros de altura- la despensa cambia en cada tiempo del año. Imposible que haya dos locros iguales… fuera de los tratados escritos para cocineros sin pasado. ¿Hay uno auténtico? ¿Puede haber un locro más auténtico que el nacido del trabajo de una cociera que nunca tuvo un recetario en la mano?

 

“No conoces la auténtica receta de la fabada” me retó uno de los asistentes a una clase que ofrecí hace mucho en Gijón. “Claro que la conozco”, le respondí, “la de tu madre, como mucho la de tu abuela”. Ahí acabó la historia. No hay una receta auténtica, aunque puede haber una que te guste más. ¿Y si tus gustos no coinciden con los de los demás?, ¿los invalidan? ¿Alguna de esas recetas dejó de ser tradicional?

 

¿Cuánto tarda en crearse una tradición? Puede serlo una costumbre nacida hace diez años y otra que se perpetúa desde hace quinientos, sin que nadie sepa por qué se hace. Las dos son tradiciones. ¿Tienen sentido por serlo? El cebiche nació en un tiempo sin tecnología -hielo, electricidad-, en tierras donde coinciden el calor y la humedad, que viene a ser buena parte de la costa del Pacífico americano, desde Baja California al sur de la Patagonia. Era un recurso para poder comer una proteína en dudoso estado sanitario: una larga cocción fría en un desinfectante como el limón, el respaldo de otro desinfectante tan poderoso como el ají, y compañeros de viaje –cebolla o culantro en el plato, ajo o jengibre en la leche de tigre- encargados de ocultar los malos sabores y los aromas sospechosos de ciertos pescados.

 

El gran éxito de la cocina peruana fue entender el cebiche, y transformarlo después en una preparación de nuestro tiempo: baño de limón mínimo, a menudo directamente sobre la mesa, poco ají, menos cebolla, casi nada de culantro. Lo que importa hoy es el sabor de un pescado o un marisco definitivamente fresco. Tal cual ha ido sucediendo con los escabeches, el cebiche cambió de tratamiento a condimento.

 

El acierto de los cocineros peruanos fue ser capaces de enfrentarse a su preparación estrella y cuestionarla, como paso previo a poder entenderla y estar en condiciones de transformarla. No puedes comprender realmente lo que no cuestionas. Pasó una vez y debió suceder muchas más: con el ají de gallina, con el seco de cabrito, con los chupes, las parihuelas, los arroces, los sudados o los locros. No se ha hecho y eso ha dejado muchas deudas pendientes. El cebiche, como plato, respondía a las necesidades de un tiempo diferente y los cocineros peruanos entendieron que ningún plato puede ser prisionero del día en que nació; más bien es hijo del día que le toca vivir. El cambio de tiempo trae necesidades diferentes e implica cambios en las fórmulas y las preparaciones. Las tradiciones nacieron para ser cambiadas; el tiempo también transforma las miradas.

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