August Escoffier ideó la última cena del Titanic (“La Vanguardia”)

Cristina Jolonch

|

En 2012 se cumplen 100 años del hundimiento del Titanic y Cristina Jolonch nos descubre en un artículo en “La Vanguardia” quién estaba detrás de la genial carta del restaurante de primera clase de abordo. Sí, no podía ser otro que August Escoffier.  

August Escoffier ideó la última cena del Titanic (“La Vanguardia”) 0
El menú original del Titanic elaborado por August Escoffier.

Un tiempo antes de que El Bulli cerrara sus puertas el pasado mes de julio, Ferran Adrià hacía el recuento de los platos que habían salido de su cocina. Obsesionado por las cifras y las fechas, cayó en la cuenta de que si se apresuraba, podía conseguir que el número de su última elaboración coincidiera con una cifra simbólica: 1846, el año en que nació August Escoffier.

El chef catalán que impulsó la última revolución culinaria quería rendir homenaje al que se considera el padre de la cocina moderna y, para conseguirlo, tuvo que sacar casi 200 nuevos platos en la temporada 2010-2011. La versión bulliniana del melocotón melba, postre que en su día el gran maestro francés creó para la soprano Nellie Melba, fue el último bocado que degustaron los cincuenta comensales que aquella noche del pasado verano se despedían del restaurante de la cala Montjoi, en el Cap de Creus.

Escoffier no fue tremendamente imaginativo, pero se erigió como el gran codificador de la cocina clásica; tuvo el ingenio de aportar sentido común al inventar la estructura de las partidas, puso orden al conocimiento culinario, compiló 2.500 recetas y dignificó el oficio de cocinero. Como el propio Adrià, fue el chef más influyente de su época y el más conocido internacionalmente. No podía ser otro el elegido para confeccionar la mejor carta para las mesas más exclusivas de ese lujoso hotel flotante que fue el Titanic.

Mientras duró el viaje, los pasajeros de primera clase pudieron degustar en el restaurante À la Carte (el único a la carta y de pago, ya que en el resto de los restaurantes las comidas y las cenas estaban incluidas en el precio del pasaje) algunos de los platos más exquisitos que probablemente se sirvieran en todo el planeta en aquellos días. Ostras, consomé Olga (con oporto y vieiras), salmón pochado con salsa muselina y pepinos, un cuarto plato que se podía elegir -filet mignon lili (filete con patatas, foie, alcachofas y trufa), pato asado con salsa de manzana, o solomillo de buey con patatas chateau-; el ponche romaine, sorbete para aligerar antes de continuar con el pichón asado con berros, los espárragos fríos con vinagreta, el paté de foie gras; los postres (pudding Waldorf, melocotones en confitura, pastelillos de chocolate y vainilla o helado francés) y la fruta fresca y el queso para acabar… son las exquisiteces, representativas de la alta cocina de la época, que aquella fatídica noche los pasajeros tuvieron tiempo de degustar antes de atisbar la tragedia.

De haber sabido que aquella era su última cena, probablemente ni el más exigente gourmet de los que pudieran encontrarse a bordo hubiera elegido aquellos platos. Tal vez hubieran preferido evocar en su último bocado algún sabor de la infancia, del mismo modo que el condenado a muerte al que le otorgan el insignificante privilegio de elegir su última cena busca los sabores amorosos de la cocina materna.

El placer de la mesa, escribió el sabio Brillat Savarin (1755-1826) en su Fisiología del gusto, es «para todas las edades, para todas las condiciones sociales, todos los países y todos los días. Se puede asociar con todos los otros placeres y será el último en consolarnos de la pérdida de los demás». Los grandes cocineros, como los mayores sibaritas, han imaginado en algún momento su última cena. El propio Manuel Vázquez Montalbán, quien supo como pocos relacionar el arte culinario con la cultura, intuía en uno de sus libros el último antojo de su entrañable personaje, Pepe Carvalho: «A él le gustaría morir en un sillón de relax, con una botella de vino blanco en un cubo lleno de hielo y un canapé de caviar o morteruelo en una mano, entre los árboles». Al propio escritor, tal vez le hubiera gustado evocar aquel primer recuerdo gastronómico que de vez en cuando rescataba de su memoria: «Mi madre que me tiende un pan caliente y una bolsa de papel de estraza llena de aceitunas negras de Aragón».

Sabores sencillos en un intento infructuoso y natural de volver a los ancestros. El lujo del Titanic, los sabores seductores de las ostras, del salmón, del cordero, o las seis marcas de champán que corrieron por las mesas, perdieron todo su sentido en el momento en que los pasajeros supieron que, a pesar de que la música siguiera sonando, la fiesta había terminado y no habría tiempo para recordar aquel manjar entre las brumas de la resaca.