Casa Comidas Irene: sobrevivir en un pueblo riojano remoto

En un pueblo sin tiendas, donde se mantiene el trueque, Irene Sobrón atrae a veraneantes con su menestra o su sangrecilla

Daniela Cenis

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Todos los miércoles se repite la misma escena. En torno a las diez de la mañana, Chabela sube ladrando la Calle Somera un segundo antes de que Félix y su cargamento de frutas, verduras y bacalao la recorra despacio mientras toca el claxon de su camioneta para anunciar que ha llegado a Viniegra de Abajo (La Rioja). Luego hay detalles que cambian. En invierno acudirán a la plaza de la Encina 3 vecinos abrigados hasta las orejas, porque estamos en el Alto Najerilla, a casi 1.000 metros, mientras que en verano, a esos 3 locales se le unirán una docena de veraneantes. Y también variarán las frutas y verduras, marcadas por una temporada que Irene Sobrón (Baños de Río Tobía, 1969), la responsable de Casa Comidas Irene, sigue con devoción, algo que su madre, Bari se ocupó de transmitirle a ella y a sus hermanas.

 

Irene llegó a este remoto pueblo -con 80 habitantes censados, 37 fijos todo el año y más de 400 en julio y agosto- en 1995, siguiendo a su pareja, Jesús García Palacios, que había encontrado un puesto de veterinario en la zona. El emprendimiento siempre le corrió por las venas así que apostó por montar una casa rural, luego llegaron los hijos, las formaciones, el contacto con todos los proveedores de la zona y en 2013, después de dar de comer a toda la comarca en esa casa en la que la puerta siempre está abierta y en la que nunca están solos, se puso el delantal,  abrió Casa Comidas Irene y no ha vuelto a quitárselo.

 

De la nada al todo

En julio y agosto, Viniegra se llena de coches (234 se contabilizaron el año pasado) y de familias que ocupan todas esas casonas de indianos que han permanecido meses calladas. Muchos se acercarán a comer a la casa de comidas que Irene defiende con Vanesa Blasco y Ana Montero durante todo el año. Son dos meses sin descanso, para poder aguantar ese largo invierno que llega en octubre y no se va hasta mayo.

 

En un pueblo sin tiendas, la venta ambulante y el trueque se convierten en las únicas opciones para alimentar a las familias o, como en el caso de Irene, para poder ofrecer comida a los que están de paso.

 

Los miércoles, las tres cargan en una carretilla el pedido que Félix les acerca dos días a la semana en verano y uno en invierno y que incluye las verduras de temporada que emplean para preparar uno de sus platos más demandados, la menestra. Completan la compra con cebollas, patatas, lechugas, ajos y fruta de temporada. Un día después les espera Joaquín en la plaza junto al frontón para entregarles la leche, el pescado, la harina y algunos productos de limpieza.

 

Cuando el pan fresco se convierte en un artículo de lujo

En verano la furgoneta de Silvia se deja ver casi todos los días. “En invierno todo es diferente -confirma Irene- compro para casa porque solo abro el fin de semana y suelo llevarme un par de barras de pan hueco que Silvia trae de Huerta, la localidad burgalesa que más cerca está. También suelo comprar hogazas grandes que aguantan dos o tres días. Aquí comer pan fresco entre semana en invierno es un lujo”.

 

Qué hay que probar en Casa Comidas Irene

Menestra. Para Irene, “se trata de una menestra seca, con unas verduras muy particulares. No te vas a encontrar un guisante o un espárrago. No lleva jamón ni huevo, podríamos decir que es una receta vegetariana. Hay una parte de verduras que se cuecen por separado al dente: acelga borraja, judía verde o zanahoria y otra parte que presentamos rebozada: calabacín, penca de acelga o coliflor. Sin ningún aderezo, con la verdura como única protagonista”.

 

Sangrecilla. Incorporada hace solo un par de años a la carta, la sangrecilla es un plato que le apasiona por la textura. “Siempre me gustó, la cocinaba mi madre en temporada, cuando se mataba un cordero en casa y se coagulaba la sangre. Me hubiera encantado hacer sangrecilla de sangre de cordero pero ya no se vende, por eso trabajo con la de ternera y la de cerdo. La gente joven no conoce este plato y por eso no lo piden, pero es la propuesta estrella de la gente mayor y de los locales. Preparo una base de cebolla cortada fina y pochada muy lentamente, le añado cayena, pimiento seco y pimentón, rehogo bien, incorporo tomate, caldo de verduras natural y por último, la sangrecilla laminada”.

 

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Alubia de Anguiano. “Aquí les llamamos caparrones. Si me preguntas por las alubias, lo primero que me viene a la cabeza es un nombre, Alejandro, mi proveedor de Anguiano. Le suelo comprar 200 kilos cada año y él me la va suministrando poco a poco. A veces hago corto y me quedo sin nada porque son producciones muy pequeñas y entonces tengo que buscarlas en otros sitios, pero nunca es lo mismo. Los clientes no lo notan, pero yo sí. Cada día cocino aproximadamente 3 kilos, de los que me salen 25 raciones. Las preparo con tocino de cerdos criados en Viniegra y con chorizo fresco dulce de mi hermano”.

 

Cierva. “Tengo la suerte de que mi hermano Fermín tiene un centro de recogida de caza y me suministra durante todo el año ragú de cierva. Aunque es un producto estacional, cuando llega la temporada de caza, reserva las partes más nobles para cocinar y el resto lo emplea para embutir. Para mí, la carne de ciervo es la más ecológica que existe. Son animales que maman de su madre la leche y luego pastan en el monte. La cocino guisada con cerveza y cuando la pruebo me viene un sabor que no tiene la ternera ni el pollo, me sabe a libertad”.

 

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