Divergente, la mejor noticia en la cocina de Pucón

Pucón es uno de los principales destinos turísticos de Chile, pero su gastronomía ha sido poco memorable hasta que Francisco Gras llegó para alimentar la esperanza con su cocina en Divergente

Pamela Villagra

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En Pucón viven alrededor de 32.321 habitantes que se cuadruplican en verano. Tiene unos 300 locales de restauración, pero pocos memorables. Hasta que llegó Francisco Gras con Divergente.

 

Divergente, decididamente, no es un restaurante convencional, y quizá por eso sea la mejor noticia en mucho tiempo para la cocina en Pucón.

 

Enmarcada entre el majestuoso Parque Nacional Villarrica y el lago del mismo nombre, a unos 780 kilómetros de Santiago, la ciudad de Pucón se ha consolidado como uno de los principales destinos turísticos de Chile, asombrando a nacionales y extranjeros por sus paisajes de bosques, lagos y volcanes, y espantando por su gastronomía de pizzas, sánguches y pastas mediocres, cocinerías que responden más a la tradición del Chile central que al austral, con despensas marcadas por la ausencia total de productos locales, sin más identidad que el congelado. En definitiva, locales para turistas, como si los viajeros no merecieran comer bien.

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Detalles decorativos de la mesa común en el restaurante Divergente.

Conocí sobre el trabajo de Francisco Gras al frente de Divergente en 2024, en el marco del festival Reino Fungi que se celebra cada otoño en Pucón. Supe de sus cenas clandestinas y de su cocina llamativa, sobre todo por los compromisos asumidos con su entorno inmediato. Puestos a elegir una cocina que mereciera convertirse en restaurante y llegar al estrellato, sería ésta. Si el universo culinario fuera justo y coherente, el próximo ejercicio gastronómico chileno estaría obligadamente marcado por el estimulante trabajo de cocineros que, tal como Gras, rompen el molde.

 

Reaparezco hace un par de semanas, motivada por su menú de otoño en el que los hongos ocupan un lugar de relevancia. En esta época del año, los hongos son abundantes y crecen muy cercanos al restaurante, en torno a los bosquetes y bosques de las localidades más altas. Son comunes y cotidianos para las comunidades que habitan estas tierras, antes de que los españoles llegaran a ellas. Para los mapuches, pueblo originario de la región, los hongos tienen un papel determinante. Usan el changle (Ramaria flava) en guisos y empanadas, otros para fermentar o para medicina, como sucede con la callampa bola de nieve.

 

De ese saber también se ha nutrido Francisco, que, además de recolectar sus propios hongos, ha tejido una red de proveedores locales y pequeños, casi todos agricultores y recolectores de segunda o tercera generación, que le permiten acceder a tesoritos comestibles. “Los proveedores son clave. Trabajo con gente muy de campo, que aprendió de sus papás y abuelos y por eso el respeto y la calidad de la materia prima que obtengo”, dice.

 

La propuesta de Divergente es ajustada. Corta, diría. A la vista del espacio, los medios y el personal disponible, sus opciones de brunch (de once a cinco de la tarde), sus dos hamburguesas con carne local y dos ingredientes y el menú de degustación de siete tiempos (disponible al almuerzo y cena) son una muestra de sensatez.

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Crema de navajuelas, alcachofa e hinojo, uno de los platos del menú degustación de Divergente.

Me gusta la perspectiva que ofrece este pequeño galpón informal, rústico, aunque con detalles decorativos curiosos, entre hongos frescos, panales de miel, adminículos antiguos de cocina que relevan la despensa y el lugar y otros elementos como cerdos que aluden al apodo del cocinero y dueño. El mobiliario, sencillo y acogedor, de salita con sofás a la entrada y una única mesa compartida, hace también que el espacio sea parte de la experiencia.

 

La degustación se compone de siete tiempos; cinco salados y dos postres, y tiene un precio de 25 dólares (25.000 pesos chilenos) si lo reservas y pagas por la web, y de 30 si llegas al local. Un lujo en tiempos de precios muchas veces desproporcionados. El servicio es fácil, ágil y fabulosamente informal. Me gusta.

 

Empiezo con una churrasca, sabroso amasijo hecho con harina de trigo, agua, sal y manteca con el que se forman bollos, que se estiran hasta lograr un espesor de menos de un centímetro, y se asan sobre carbón o leña. Gras le suma levadura, que la hace esponjosa y —aunque agradable— deja de ser churrasca. La acompaña de una clásica elaboración de locos (Concholepas concholepas) en salsa verde, es decir, una mezcla de cilantro y cebolla a la que le sobra limón. Correcto, sin más.

 

Enseguida, llega a la mesa una crema de navajuelas (Ensis macha, familia de la navaja) con alcachofas e hinojo. Perfumada, sedosa y muy reconfortante, que suma un interesante contrapunto entre el dulzor de la navajuela y lo terroso de la alcachofa. Bien pensado.

 

La croqueta de níscalo (Lactarius deliciosus) pone un punto alto al menú. El trasfondo que esconde la técnica de la croqueta es un buen indicador de medida para cualquier cocinero. Aquí la proporción y los ingredientes explican el extraordinario resultado. Usa mantequilla de campo y leche fresca, y se nota. La fermentación de la nata y la mayor cantidad de materia grasa aportan sabores mucho más complejos y mejor textura. Eso, con una baja proporción de harina, la vuelve cremosa y fina, y marca la profundidad del sabor dulce y acre del níscalo, con su picor característico. El gozo de lo simple y bien hecho. La sirve sobre una pequeña cucharada de confitura de rosa mosqueta (Rosa rubiginosa), un arbusto silvestre muy apreciado en el sur de Chile por su belleza y sus especiales notas florales, de dulzor ligero y acidez pronunciada. El bosque en la boca.

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Postre de miel de panal con castaña y cacao, cierre dulce del menú degustación de Divergente.

Cuando llega el plato de piñón y callampa de pino (boletus amarillo), toda la atmósfera cambia. Se trata de un huevo de gallina kollonca (raza araucana nativa cuyos huevos son de cáscara azul, criada en libertad) a baja temperatura, con morchelas, níscalos y changles salteados y cubiertos por una densa y excitante crema de loyo. El hilo conductor es un ragú de callampa de pino, meloso, profundo. Corona el plato una tierra de avellanas chilenas tostadas, sobre la que aparecen pirámides de sal. Más allá del ligero desequilibrio en el uso del vino para el ragú, que desbalancea la acidez, su concepto de fondo me sorprende y emociona. Es sedoso, amable y también complejo, y nada está por estar. Es un plato que hace cuestionarme cómo tardé tanto en entrar a una cocina tan fresca y viva en ideas.

 

A partir de ese pase, todo lo demás lo recibo como niña en la juguetería. La pasta rellena con hongo changle, ricota casera y crema de limón, elegante y divertida; y disfruto del postre de membrillo y murta, aunque menos que del encuentro de la miel con castaña y cacao. Divertido choque entre dulces y amargos.

 

También hay desajustes que resolver. Las opciones de vinos, por ejemplo, que no hacen justicia a la experiencia integral; y la temperatura de servicio de algunos platos, necesitan revisión.

 

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