Un paseo por la mitología culinaria vasca y más

Roser, Pau y yo. Una larga e intensa semana de trabajo repelando los últimos detalles de San Sebastian Gastronomika en Donosti. Y, claro, los mitos vascos a distancia de taxi. A tumba abierta pues, amigos. No pueden estar todos. Juan Mari estaba chapado como siempre en aquellas fechas (pero volveremos). Andoni aparecerá próximamente en esta misma sección (“Platos de una exposición”), al igual que “el heavy”. Para otros no hubo tiempo (te la debo, Eneko). Pero, colegas, los que siguen sí los gozamos sin freno. Hilario, Pedro, Martin, Roberto… Esta es la crónica de un paseo goloso por el lado mítico de los sabores vascos…

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Magistral becada en Zuberoa.

Zuberoa, pollos. Eusebio en la puerta. Y ya nos envuelve la calidez de este restaurante fastuoso que ni por las maldades obtusas de la Michelin cesa de generar entusiasmo. El comedor está a tope, naturalmente. Redescubrimos ese mediodía, con Roser, la orgía sápida de la mantequilla con pan. ¡Oh! Otra Pagoa (la birra artesana de la familia Arbelaitz), porfa. ¡Eskerrik asko! La carta estalla en nuestras manos. Las propuestas de Hilario caminan con aplomo sobre el delgado alambre que se extiende entre la suculencia y la sublimación. Difícil pero emocionante juego cuyo fin último es dar un placer directo pero lleno de matices para el explorador avezado. Gelée de limón, crema de coliflor, tartare de atún. Bacalao, patata confitada, caviar. Ostra a la plancha con espuma de su jugo. Neoclasicismo de destellos fulgurantes. Cigala asada de funambulista cocción con gelée de jengibre y ravioli de su coral. Sabores seguros, elaboración inmaculada. Vieira asada, vinagreta de cítricos y endibia caramelizada. Texturas. Huevo a baja temperatura, patata, jamón y trufa. “What else?” Arroz cremoso con txipirones. Lenguado asado a la vinagreta de berberechos y zanahoria al curry. Grandes ejercicios de armonía y clase. Becada asada, berza trufada y puré de patata. Impecable. Y el cristal de piña, vainilla y pomelo rosa. Un gran día…

El delirio icónico de Pedro

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Jardí marino en Akelarre.

¿Unas “amenities” de lujo que se comen y se beben? ¿O un jardín marino? Obsesión por el trampantojo. Cómete un jabón que es en realidad agua de tomate aromatizada con albahaca. O una crema hidratante que es crema de queso de oveja. O bébete el elixir dentífrico y descubre que sabe a combinado de cava con jugo de granada. Distorsiones visuales pero comestibles: arena de gambas, esponja con erizos, ostra con cáscara, hoja de ostra, coral de codium y piedras de playa de chalota y maíz. Pedro Subijana no conoce el descanso; aunque este año, sin abandonar el vanguardismo estético, se divierta más con la tradición en los sabores resultantes. Confusión sensorial con fondos inapelables. Txangurro en esencia sobre blini de su coral y gurullos. Sabores potenciados. Moluscos en la red del pescador. Mejillones, navajas, berberechos, percebes… ese aroma a parrilla… Carpaccio de pasta de piquillo e ibérico con setas al parmesano. “Trompe l’oeil” total. Caja de bacalao “desalao” con virutas. Apariencias salinas de arroz, potenciaciones con callos y agua de tomate… Taco de atún sobre tartare de bonito, mayonesa de cebollino y agridulce de morrón. Sabores afilados y morosamente conjugados. Rabo y yuca en hebras para degustar y sentir táctilmente. Paloma asada con un toque de mole y cacao. Retruécano transoceánico. Fresón en capas con nata. A veces una reconstrucción opulenta de más placer que lo original.

Y qué placer perderse en el mar y la conversación after menú en esas mesas privilegiadas de Akelare…

La perfecta seducción de Martin

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tartare de salmón salvaje con huevas, pepino líquido y cebolleta a los frutos rojos y rábanos.

Coincido con muchos colegas y amigos del rollo en afirmar que una de las mejores comidas del año, siempre, es la de Martin.

Yo no voy a Martin a buscar radicalidades ni creatividades “shockeantes” ni alardes tecnológicos; yo voy a Lasarte a dejarme fascinar por la asombrosa armonía de las composiciones de Berasategui, a detenerme en las pequeñas perfecciones formales que configuran la gran perfección global, a abandonarme a una molicie sin fugas que tanto me ofrece el hielo soñado (columnitas heladas primero a -20º y luego a 40º, hechos con agua mineral en silpat) para el gin tonic, como la temperatura exacta del vino gracias a los cubos llenos de hielo pilé que hay ocultos por el comedor.

La perfección, en efecto, preside la cocina (nueva, por cierto, y espectacular) y la sala (flamante también), con el fin de regalar al cliente con una andanada de platos que, sin ser asombrosos en lo creativo, son reflejo brillante del paisaje y la temporada, oníricos en la hechura y estupefacientemente placenteros en los sentidos. Yo soy adicto a sus helados.

Su Gran Menú es un verdadero espectáculo de sensaciones. El milhojas, claro. El tartare de salmón salvaje con huevas, pepino líquido y cebolleta a los frutos rojos y rábanos (fresco, vibrante, explosivo). El caldo de chipirón salteado con su crujiente (arroz en tinta) y ravioli cremoso relleno de su tinta (extraordinaria limpidez). Ostra con pepino, clorofila de berro y rúcula, fruta ácida, hoja de kafir y coco (excelsa, envolvente, refrescante). Las conocidas perlitas de hinojo en crudo, en risotto y en emulsión (maestría textural). El huevo Gorrotxategui reposado en una ensalada líquida de tubérculos rojos y carpaccio de papada ibérica (glamour). La afamada ensalada tibia de tuétanos de verdura con marisco, crema de lechuga de caserío y jugo yodado (sofisticada, chispeante). La nueva mamia de algas y mejillones con un consomé translúcido de carabinero (el mar en sus sabores más refinados y limpios). La versión ’11 de los salmonetes con cristales de escamas comestibles, rabo y una ensalada de algas con sésamo y frutos secos (composición “orquestal”). La liebre a la royale con milhojas de tocineta y trufa (fastos y pompas). Esencia fría de albahaca con sorbete de lima, granizado de enebro y toques de almendra cruda. Bombón de miel de tartufo… Cientos de ingredientes creando miríadas de microcosmos sensorialmente apabullantes… ¡Joder!

¡Pon más, Roberto!

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Roberto Ruiz sirviendo sus insuperables alubias de Tolosa a Roser Torras.

Mira ese jamón Carrasco, man. ¿Cómo? Entreverado hasta el límite. “Esto –dice Roberto- es sólo para colegas como vosotros, una pieza de fragancia y sofisticación extraordinarias”. Pon más Carrasco, Roberto. Y sólo acabamos de llegar al Frontón de Tolosa. Me gusta el Frontón. Me gusta su carta, donde se relacionan todos –he dicho todos- los proveedores de su cocina. Trazabilidad. Y me gusta Roberto, un figura del producto y la tierra que siempre me obsequia placer. Hoy, con Roser, disfrutaremos. “Juro que hace dos horas estaban en el monte”. Los ceps, tres, inmensos, llenan el plato con sus recuerdos boscosos, umbrosos. Increíble. Llegan los puerros hervidos con jamón caliente. Esperamos…

Y llegan las alubias de Tolosa con su berza, su morcilla de Beasoain y su guindilla de Ibarra. Las paredes desparecen, las charlas se desvanecen… Disfrutamos en un nivel alterado de mente las delicadas alubias, la cremita, los toques de canela y romero de la morcilla, el sueño soñado durante once meses… ¡Coño, Roberto! “Tres o cuatro horas de cocción con cuatro o cinco litros de agua por kilo de alubia; romper hervor y bajar el fuego”. Um… Pon más morcilla, Roberto. Oye, y más alubias.

¿Nos atrevemos con la torrija, Roser? Pon más, Roberto.

¡Qué grande!