Si en 2004 la ingesta media por persona de estas elaboraciones era de 2,7 kg, en 2023 fue de 16,6 kilos. La tendencia sigue en aumento, sobre todo la de comida refrigerada, la última que ha aparecido en escena en los lineales de las grandes superficies. Desde 2021 a 2023, tras la pandemia, compramos un 25% más y en 2024 le añadimos otro 6,6%. En total, los supermercados cocinaron para nosotros más de 740.000 toneladas de comida.
Según se mire la estadística hay mucho o nada que decir. La gente tiene derecho a consumir lo que más le guste, siempre y cuando las empresas y las administraciones garanticen su calidad culinaria y sanitaria. Si abrimos el melón por otro lado, profundizando un poco más, las cosas son más complejas e interesantes. ¿Tienen las sociedades la obligación de defender los mejores hábitos en términos de salud colectiva a largo plazo? ¿Son un valor a preservar para un grupo humano las destrezas básicas de cocina? ¿Tenemos alguna obligación de salvar el patrimonio culinario que heredamos de nuestros ancestros o de defender a los especialistas-detallistas con sus pequeños negocios de venta de carne o pescado?
Los países mediterráneos recientemente estamos llegando a plantearnos estas situaciones porque hace no tanto aún cocinábamos en casa a diario, acudíamos a los mercados y comprábamos carne al carnicero, pan al panadero y pescado al pescadero. Los nuevos estilos de vida que hemos adoptado nos han convertido en sociedades más modernas, con sus muchas cosas buenas y también con malas.
Dedicamos mucho tiempo a otras actividades que poco tienen que ver con alimentarse. Hace años que vamos menos veces y le dedicamos menos tiempo a la compra. Más de la mitad de los consumidores solo adquieren comida una o dos veces por semana, 3,17 veces al mes, exactamente. Planificamos, vamos mayoritariamente a medias y grandes superficies, agarramos productos envasados de los lineales, carne en bandejas, pescados convertidos en filetes y mucha comida procesada o ultraprocesada, lista para pasar por el microondas, y congelados, de modo que sea posible no tener que volver en muchos días.
En 2022 alcanzamos como sociedad el hito cósmico de poner a la venta huevos fritos envasados, listos para calentar en el microondas. Mercadona logró un gran éxito desde el primer día con decenas de miles de unidades vendidas, aunque posteriormente la cadena tuvo que retirarlos por las duras críticas recibidas debido al uso excesivo de plástico en su embalaje. No obstante, solo la empresa Innovation Foods 360 vende en otros canales alimentarios cada día más de 40.000 unidades. El huevo frito es el símbolo porque no exige ningún sofisticado utensilio de cocina, ni requiere apenas tiempo para su preparación ni para cocinarlo hay que comprender las leyes de la termodinámica. ¿Qué nos está pasando?
Cocina casera y libertad
Cuando advierto una situación alimentaria como ésta que tanto me preocupa siempre vuelvo a Michael Pollan, escritor y profesor americano, una de las personas que más ha profundizado en la relación entre alimentación, cultura, mundo natural y sociedades humanas, a sus ideas sencillas y revolucionarias. Aprendí de él a mirar la recuperación de la cocina casera como una forma de reconectar con nuestros alimentos, de fortalecer los lazos familiares y hasta de ejercer una suerte de libertad frente al mercado poderoso y uniformizador.
Pollan defiende que la pérdida de la capacidad de cocinar implica ceder el control de algo tan importante como nuestra alimentación –tanto como la salud, de la que no se puede disociar– a la industria, lo cual puede tener consecuencias negativas personales y también para la cultura culinaria. «Cuando dejamos de cocinar, entregamos una parte muy importante de nuestra soberanía a las corporaciones; y ellos no cocinan pensando en tu salud ni en tu bienestar, sino en su beneficio», asegura.
En su libro ‘Cocinar’, el intelectual americano explica que dejar de cocinar no es simplemente un cambio de hábitos: es una pérdida de competencias cívicas básicas, comparable a no saber leer, votar o cuidar de uno mismo. Cocinar en casa, en cambio, crea comunidad, nos invita a sentarnos juntos, a hablar y a compartir, a fortalecernos como familia, en definitiva. También es una forma de conectarnos con la tierra, con nuestras tradiciones y nuestros antepasados.
Yo comparto con Pollan estas y otras ideas y me ratifico que recuperar el acto de cocinar en casa, aunque sea del modo más sencillo, no es una pérdida de tiempo, sino un gesto maravilloso de libertad, consciencia, salud y cultura, beneficioso para nosotros y también para nuestras comunidades.