Euskadi, Zalla y las cebollas

Un Comino
A los periodistas veteranos se nos hace extraño convertirnos en noticia aunque sea por un día. Algunos llevamos más de 35 años poniendo frecuentemente nuestra firma ahí arriba, donde arranca la entradilla, pero saltar al titular es otra cosa.

Los que en el DNI tenemos ya más cerca el seis por delante que el cinco mamamos en los periódicos anteriores a internet una cultura profesional que daba la relevancia a las historias y a sus protagonistas y nos ofrecía a los redactores un discreto papel secundario, en las antípodas de lo que ahora se lleva.

Cuando a los viejos plumillas nos suben el nombre al titular, a no ser que sea en la necrológica, cosa sobre lo que ya no solemos tener ocasión de opinar, nos sentimos siempre un poco incómodos, como fuera de sitio, aunque por dentro estemos felices y contentos si, como es el caso, nos dan un premio.
Por una mera cuestión de años en activo llega un día en el que te conceden un reconocimiento profesional y no es raro que le sigan otros. Siempre da gusto que se acuerden de uno, aunque a veces esa música también te dé que pensar y suene a principio del final de la película.

Cuando esos cariños, honores o trofeos, en la forma que vengan, llegan de tu propia tribu les garantizo que tienen un sabor insuperable. Ya decía Lucas en la Biblia aquello de que «nadie es profeta en su tierra», así que cuando alguien decide quitarle la razón al ídem y te dice qué bueno lo tuyo o te queremos, chaval… sabe a gloria bendita.

A mí me está pasando algo fuera de lo normal. En dos semanas se acuerdan de mí en Zalla, mi pueblo, nombrándome embajador de la cebolla morada, y el Gobierno vasco me otorga el premio Euskadi Gastronomika por mi labor en favor de la difusión de la gastronomía vasca… si eso no es ser profeta que venga Lucas y lo niegue.
En el segundo caso, además, mis compañeros de escenario son, nada más y nada menos, que los hermanos Carlos y Eva Arguiñano. Ellos sí que han hecho una labor de gigantes en favor de la gastronomía en general y, en especial, de la vasca por razones que no hacen falta explicar. Ellos sí que han hecho por la cocina de y en las casas, la más importante de las herencias recibidas, una labor de titanes, inundando de optimismo y de conocimiento a tres generaciones de medio mundo, haciendo ver que cocinar en casa merece la pena, es fácil, sano y divertido.

Yo, desde mi humilde posición, les doy las gracias –a ellos y al jurado también, no me vayan a quitar ahora el premio–, la enhorabuena y me congratulo de salir a su lado en el corto palmarés de estos galardones que ahora nacen y ojalá tengan larga vida porque hay muchas personas e instituciones que se merecen formar parte de él.

La mejor
Pero volvamos al pueblo y a las cebollas, a las rojas de Zalla que, creánme, son de las buenas las mejores. No llevo la cuenta exacta, pero fácil habré escrito ya cerca de dos mil artículos gastronómicos –sólo en este Comino llevamos ya cerca de 500– y sólo en una ocasión he escrito algo sobre los productos de mi patria chica. Desde que se publicó ‘Las cebollas de mi pueblo’ han pasado dos lustros. En estos años el mundo han pasado muchas cosas malas y también algunas buenas. Una de ellas es que la liliacea morada se ha convertido en un producto gastronómico icónico, conocido allende de nuestras fronteras, respetada por su calidad y su singularidad, gracias a los productores que siguen guardando y reproduciendo el tesoro, a los reconocimientos de organizaciones como Slow Food y, sobre todo, al apoyo de cocineros de la talla de Eneko Atxa, Álvaro Garrido, Josean Alija, Zuriñe García, Paul Ibarra y muchos otros. El empuje ha sido tal que ahora es la morada el principal distintivo al que podemos acudir los nacidos en el pueblo para que nos sitúen en el mapa.

Otra cosa, asignatura pendiente, es que al albur del prestigio alcanzado las pequeñas producciones familiares hubieran dado paso a unas mayores que garantizaran su futuro y, por qué no, el condumio a algunas familias en un entorno en donde no sobran los modos de ganarse la vida. Ahí queda eso pendiente. Salvar las semillas… pero también lograr que se extiendan por el valle.

En lo que toca a lo gastronómico garantizo al público que estas cebollas no son cosa corriente. Me considero bastante ‘cebollólogo’ y no he encontrado otras que caramelicen como ellas sin empalagar nunca, que sean tan sabrosas y nobles para comer en crudo, sin picor ninguno, como cocinadas de mil maneras, siempre dóciles y profundas. Las recetas tradicionales vascas –los vascos somos antes que nada cebollistas en lo culinario– brillan con las de Zalla como con ninguna otra que yo haya probado. Un bacalao a la vizcaína, unos chipirones en tinta, un sukalki, una sopa de cebolla, unas buenas morcillas o una tortilla de patata –aunque protesten los puristas– con cebolla roja de Zalla bien pochada son imbatibles. Y ya saben que en asuntos de comer los vascos, por enseñanza materna, siempre decimos la verdad.

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