Dentro de los casi tres centenares de restaurantes españoles estrellados por la Guía Michelin, apenas una veintena cuentan con una cocina capitaneada por una mujer. Una de las últimas en sumarse a esta escuálida nómina ha sido la salmantina Sara Ferreres, chef del Taller Arzuaga de Bodegas Arzuaga, en la localidad vallisoletana de Quintanilla de Onésimo, en el corazón de la Ribera del Duero. Aunque, en honor a la verdad, hay que decir que este dato es un pelín tramposo.
Taller Arzuaga obtuvo el preciado florón en 2019 bajo la asesoría del peruano afincado en Salamanca Víctor Gutiérrez, titular del restaurante homónimo (y también estrellado) en la ciudad del Tormes. En 2021, Ferreres se incorporó como jefa de cocina y, durante tres años, se mantuvo a la sombra de Gutiérrez, practicando la suerte de cocina fusión que marcaba el asesor. Hasta que en 2024 empezó a volar en libertad y pudo dar rienda suelta a sus propios preceptos. Ferreres no sólo ha renovado la estrella roja, sino que le ha sumado la verde que reconoce su compromiso con la gastronomía sostenible.

¿Y cómo es la cocina de esta milenial en cuyo currículum figuran los fogones de Palacio de San Esteban, Hacienda Zorita o su proyecto personal Singular, todos ellos en Salamanca? Pues ella misma la define: “Me gusta trabajar el producto local, dándole un toque divertido, desenfadado y refrescante a través de ácidos y fermentaciones”. A lo que añadiríamos: buscando sabores muy marcados y muy reconocibles. Contar con huerto ecológico propio y con una finca donde se crían especies de caza mayor como jabalíes, ciervos o gamos ayuda lo suyo.
Dos menús degustación, Reserva (120 €) y Gran Reserva (165 €), son las propuestas para adentrarse en su concepto gastronómico. Pero, ojo, dato importante, en Taller Arzuaga también se puede comer a la carta.
Arrancamos con un pequeño aperitivo en una mesita con vistas a la bodega, para ponernos en situación: angulas al pilpil con huevo de codorniz, holandesa y lechuga de mar. Es un plato fuera de temporada y Ferreres, consciente de ello, lo justifica: “Es un pequeño homenaje a Florentino Arzuaga, fundador de la bodega, que era vasco. Por eso lo tenemos todo el año”. Estacionalidad al margen, es una golosina.
El segundo pase tiene lugar en la cocina vista, a modo de showcooking: cuatro bocados, una declinación de snacks rebosantes de territorialidad que se acompañan con una cata vertical de Fan D. Oro, el blanco de Arzuaga catalogado como vino de mesa porque se elabora con chardonnay, uva no permitida por el Consejo Regulador de Ribera del Duero. Trucha en adobo con sus huevas y papada ibérica sobre pan de cristal. Sesos de lechazo rebozados. Steak tartar de corzo marcado (vamos, un filete ruso punto menos) con hierbas aromáticas. Lomo de ciervo marinado con hoja de salvia en tempura al azafrán. A cual mejor, dejan más que diáfano que estamos en la meseta norte castellana, por si alguien tenía dudas.

Una vez instalados en una de las mesas del muy luminoso comedor con vistas, a través de unas enormes cristaleras, a los viñedos (y, ay, a la carretera) en la que discurrirá el resto del ágape, lo primero que hace la chef es proponernos un paseo por el huerto ecológico. Un huerto, dicho sea de paso, por el que pululan unos cuantos animalitos… Perdiz en escabeche con manzana verde, pepino y menta. Pan de tomate y mantequilla de hierbas. Crujiente de remolacha con anguila y manzana osmotizada. Alcachofa braseada con pistacho, crema de foie y regaliz. Sopa de cebolla con cebolla morada encurtida.
Para completar la parte vegetal, más allá del huerto propio, una oda al amargor más envolvente con el espárrago de Tudela de Duero escalfado con crema de chalota y espárragos al fuego y lazos de espárragos encurtidos y una oda al dulzor bien entendido con los guisantes de Llavaneras con quisquillas y crema de cecina y aire. Dos must.
Lubina, pimentón de La Vera y naranja es el enunciado de un plato que en realidad es una combinación de las muy castellanas y muy contundentes sopa de ajo y migas del pastor, matizadas con naranja confitada y pasas. El pescado está como podría no estar, incapaz de competir con la potencia desbocada de sus acompañantes.

Un pequeño tríptico dedicado al cerdo y los verdejos oxidativos castellanos cierra la primera fase del menú: oreja con rabito y su jugo, cochinillo asado con ensalada y crujiente de piel con tartar de presa y caviar. Un juego de contrastes rotundo y muy divertido.
El servicio de pan, con cuatro tipos (rústico, con albaricoque y nueces, brioche y de vino) acompañados por dos mantequillas y tres aceites, cumple casi la función del ancestral trou normand, para hacer borrón y cuenta nueva con lo que llevamos hasta el momento y acometer una de las grandes pasiones de Ferreres, la cocina cinegética.
Arrancamos con el pastrami de lengua de jabalí con trompetas de los muertos con trufa aestivium y sasa de piparras. Las embriagadoras notas de humo son la principal carácterística de un plato notable en el que sólo chirría el uso de la seta liofilizada en vez de una primaveral.
Un notable que salta al sobresaliente en el pichón de Bresse en tres texturas. Pechuga apenas marcada, pata crujente y brioche con cremoso de sus interiores al PX. Como guarnición un arroz que podría ser un plato (incluso único) por sí mismo. Para cerrar el apartado caza, una primera y única concesión a la ínclita fusión, liebre rellena de foie con curry verde, albahaca y menta.

Quien piense que aquí concluye la parte salada es porque no ha caído en la cuenta de que falta el producto estrella de Valladolid, el lechazo. Como a estas alturas de menú no sería cosa de atacar un cuarto, la chef propone unas finísimas chuletillas al aroma de romero y una molleja caramelizada sobre patatas a la importancia. Un final de altura.
Antes de pasar al dulce hay la opción de probar una tabla de quesos que podríamos definir como un work in progress, tanto por la discutible y escasa selección como por el no muy afinado afinamiento. Intrascendente.
Blanco es el nombre del prepostre: coco, maracuyá, mango, hierbaluisa y yuzu. No se puede decir que esté muy apegado al terruño pero es fresco y limpia, que es de lo que se trata antes de pasar a la mucho más autóctona combinación de aceite ecológico, miel y piñones, que recrea los pinares circundantes.

Por decisión de la directora del restaurante, la diseñadora reconvertida en hostelera Amaya Arzuaga (hija de Florentino Arzuaga, fundador de la bodega en 1982, curiosamente el mismo año en que se constituyó la D.O. Ribera del Duero), el impecable servicio de sala es íntegramente femenino.
Por razones evidentes, hay que destacar la figura de la sumiller Irene González, quien propone maridajes para los dos menús (75 y 90 €, respectivamente) en los que, obviamente, no faltan los vinos más representativos de la casa, pero en los que también encontramos sorpresas como los citados verdejos oxidativos o algunos tintos gallegos o sudafricanos.
P.D. Además del Taller, el lujoso complejo enoturístico Arzuaga también cuenta con un restaurante tradicional dedicado a las especialidades de la zona. Si tienen la ocasión, no dejen de probar el pincho de lechazo al sarmiento, combinado con un Arzuaga Reserva Especial (sólo sirve vinos propios).
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