Quién le iba a decir a Ricardo Sanz cuando abrió en el año 2000 Kabuki y se inventó esa fusión hispano-nipona que posteriormente sería conocida como japocañí que su sombra iba a ser tan alargada… Un cuarto de siglo después, mientras el chef se mantiene en plena forma en Ricardo Sanz Wellington, son varios los restaurantes capitalinos, todos de mucho nivel, que beben de alguna u otra manera de la fuente del Kabuki original, en el que en algún momento de sus carreras ejercieron sus responsables.
Por supuesto y como no puede ser de otro modo, cada uno de ellos ha desarrollado su propia personalidad. Así, en Zuara, David Arauz apuesta por el clasicismo nipón más puro. Hugo Muñoz se decanta por el cosmopolitismo en su Ugo Chan. Mario Payán ha hecho de los niguiris su santo y seña en Kappo. Luis Arévalo trabaja el mestizaje japoperuano (nikkei) en Gamán. Y la fusión sin límites es la bandera de Juan Alcaide y Pablo Álvaro en Umiko, quienes quizá sean los que más cerca se mantienen al espíritu del Kabuki primigenio.

Alcaide y Álvaro lo pusieron en marcha en 2015, por lo que este 2025 cumple una década, edad que está al alcance de una minoría de los proyectos gastronómicos que cada año abren en Madrid. El secreto de su longevidad es una propuesta divertida, atrevida y transgresora, incluso en algunos momentos provocadora, en la que las técnicas japonesas se ponen al servicio de un producto notable y de la juguetona creatividad de los chefs.
Como si estuviéramos en Japón, en nuestra última visita nos pusimos en sus manos al estilo omakase (el de verdad, no el falso menú degustación) con dos únicas condiciones previas: que la factura no se disparase por encima de los 150 euros (bebida incluida) por comensal y que los nigiris fueran los principales protagonistas. Acordada la parte líquida, consistente en varias copas de diferentes sakes (también hay una buna oferta de vinos, pero hay que aprovechar los sitios que apuestan por el sake), comienza el desfile de bocaditos, casi todos ellos rematados en el sushi bar a la vista de los clientes.
Arrancamos con unos entrantes: buñuelo de pescado de roca con crème fraîche de curry amarillo, usuzukuri de vieira con parmesano y cebollino, almejas al wok con salsa de tamarindo tostado, boloñesa de atún con fideos japoneses, curry de setas con huevo y arroz. En apenas quince minutos hemos pasado por Francia, Lejano Oriente, Italia, África y, claro, Japón y España. La cosa promete porque todos los platillos rezuman personalidad y, lo más importante, sabores reconocibles y disfrutones.

Llega el momento de los nigiris, en los que la gran estrella es el impecable arroz, tanto por cocción como por cantidad en cada pieza. ¿Por qué en muchos japoneses nuevos y, sobre todo, fashion piensan que poner menos arroz es mejor, cuando es un error porque se pierde el equilibrio?. Lubina con cinco días de maduración, pimienta y lima: intensidad y frescura. Espardeña al pilpil de su jugo, potencia y profundidad. Socarrat de paella con gamba blanca: un histórico de la casa en magnífico homenaje a un plato mítico de Alberto Chicote en No-do. Chicharro ahumado con harissa: reminiscencias magrebíes. Kokotxayaki: divertido (y mejorado) guiño al takoyaki de Osaka.
Finalizada la parada de los nigiris, el colofón lo ponen un apabullante gunkan de erizo con tomate que, probablemente, sea el punto más top de la comida; un toro con mantequilla y wagyu que patina porque junta grasa con grasa y más grasa y un samm ibérico con mayonesa picante que nos remite a Corea pero que picar, lo que se dice picar, más bien poco. Como remate, un mochi de oreo en el que la textura, perfecta, está por encima del sabor.
Servicio informal y muy implicado y un pero importante: que el local sea asaz oscuro no es problema, aunque se agradecería algo más de luz, pero la atronadora banda sonora musical, propia de un festival veraniego para adolescentes, es algo con lo que un restaurante del gran nivel (y precios en consonancia con ese nivel) de Umiko no debería castigarnos.