AM: Alexandre Mazzia orquesta sobre la mesa el alma mestiza de Marsella

Un viaje al universo personal del chef que ha convertido su discreto restaurante marsellés en uno de los tres estrellas más libres y sorprendentes del mundo
Aterrizo en el aeropuerto de Marsella en el último minuto de un soleado día de invierno. Una versión acelerada del ocaso se zambulle en el horizonte conforme el avión -uno de esos Bombardier poco más grande que un autobús- toma tierra. En el lado opuesto, una espléndida luna llena alza el vuelo sobre los jets privados estacionados junto a los hangares. ¿Veremos a algunos de sus pasajeros en el comedor de AM? Sin embargo, el tres estrellas Michelin de Alexandre Mazzia no es la clase de restaurante que entusiasma a la jet. Su aspecto sobrio y relajado -poco más que una caja de zapatos en una calle poco transitada del centro de Marsella- no atrae a celebridades que quieren dejarse ver, como en la vecina Costa Azul, sino a gastrónomos avezados, dispuestos a comer solos en la barra o a compartir una mesa diminuta, con tal de probar lo que el chef tiene entre manos en ese momento.
Durante mi viaje de tres días para conocer los ingredientes que componen su paladar, Mazzia recomienda algunas de sus referencias favoritas: ninguna se mueve en la escena ‘trendy’, pero todas le retratan muy bien. Cenamos en Frangine, el tipo de bistró informal con vinos naturales y platillos para compartir en el que uno queda con los amigos antes de una noche de fiesta. La Grotte, por otra parte, es un clásico comedor de familias ubicado en la pintoresca Callelonge, a las afueras de Marsella, donde a lo largo de nuestra comida suena varias veces el ‘Cumpleaños feliz’. También visitamos La Boite a Sardine, una suerte de gabinete de curiosidades cerca del puerto de la ciudad: cocina mestiza, servida en un decorado ‘horror vacui’ y en un ambiente tan familiar que espantaría al público más snob.
Sus casi dos metros de estatura le han hecho destacar desde jovencito, algo que a Alexandre parece no entusiasmarle demasiado. Se encorva ligeramente y habla con voz queda, en un vano intento de pasar desapercibido. Mientras tomamos un perrito caliente en el ‘foodtruck’ con su firma que hace parada cada mañana en los aledaños de AM, me habla de la figura de su abuelo Michel, con quien aparece en una fotografía antigua estampada en el exterior de la furgoneta: “Era un hombre de pocas palabras -como la mayoría de pescadores-, exigente, me hacía superarme a mí mismo. Su mejor consejo fue que eligiera algo en la vida que me gustara, ‘y si no te gusta no lo hagas’, eso ha resonado en mi cabeza toda la vida”. Aquellas palabras le empujaron, con un expediente académico intachable y una brillante carrera en el baloncesto profesional, a perseguir el incierto sueño de ser chef.
“Los cocineros nunca se mueren de hambre”, solía decirle su abuela, que años después presumiría orgullosa cuando su nieto salía en el periódico: “Las vecinas iban a darle la enhorabuena cada vez que lograba una estrella”. Mazzia pasó su infancia en el Congo, pero sus recuerdos infantiles están ligados a los veranos junto a sus abuelos en La Rochelle. Esa niñez viajera le ha vacunado contra cierto nacionalismo culinario corto de miras y le ha dado perspectiva para entender la fusión más allá de un mero ejercicio de estilo. No parece casual que entre sus mayores influencias cite su etapa en Can Fabes junto a Santi Santamaría: la cocina de Mazzia también es preciosista, meticulosa, alejada de excesos o modas pasajeras y con una sofisticación hija de la sencillez.
Mientras conversamos, un puñado de vecinos se acercan a la furgoneta de reparto a por un vasito de caldo aromatizado con hierbas o una salchicha de cordero con espinacas, envuelta en una capa de pan de especias y granos de mostaza. Este puesto de cocina callejera, abierto durante la pandemia, demuestra que un gran cocinero debe ser capaz de adaptarse a cualquier circunstancia o presupuesto, pero también es una forma de mantener con sus vecinos una relación cercana. Muchos de ellos rara vez se sentarán a la mesa de su tres estrellas, pero gozan a diario del privilegio de tener a un chef de talla mundial preparándoles el almuerzo.
AM: Alexandre Mazzia orquesta sobre la mesa el alma mestiza de Marsella 0
Vinos y vinagres
A cuatro pasos de allí está uno de los tesoros ocultos de Mazzia, un espacio que el público rara vez visita. Se trata del garaje que sirve de bodega para el restaurante, demasiado pequeño para almacenar las más de 1500 referencias de la carta, 500 de ellas ‘durmiendo’ a la espera de alcanzar su momento óptimo. En ese espacio desastrado, lleno hasta la bandera de cajas de vino, el chef guarda su preciada colección de vinagres aromatizados -merluza, salmonetes, vieiras, cítricos, melón, pimientos-, pespunte de su propuesta gastronómica. Cada semana, el chef selecciona los tres que se van a usar en la cocina para dar complejidad a los platos, una ácida ‘boutade’ que sirve al equipo de palanca creativa.
AM: Alexandre Mazzia orquesta sobre la mesa el alma mestiza de Marsella 1
Alexandre Mazzia colecciona una amplia y singular variedad de vinagres aromatizados
Ya en los fogones, sorprende que doce profesionales sean capaces de trabajar a un tiempo en apenas siete metros cuadrados. Una coreografía bien ensayada y una calma monacal consiguen vencer las estrecheces. Varias veces le han planteado a Mazzia mudarse a un local más grande, pero el chef le tiene cariño a este lugar. “Además, desde la cocina veo todo el comedor”, sonríe satisfecho un chef que se empeña en estar presente en cada servicio. “Cuando tiene que ir un viaje, una entrega de premios o un congreso, el restaurante se cierra”, apunta su equipo.
Antes de disfrutar de la cena que justifica el viaje, aún tenemos tiempo de visitar a un par de estrechos colaboradores del chef. Una es la familia Zafiropulo, dueña de la bodega Clos Sainte Magdeleine, con la que AM colabora desde 2019 para elaborar un cuvée especial de blanco, con una acidez muy bien controlada que marida particularmente bien con el marisco que compone buena parte del menú. Nace de un espectacular viñedo colgado sobre la costa de Cassis, que fue plantado por el abuelo del actual propietario hace 86 años sobre unas terrazas de pizarra cubiertas de flores y plantas aromáticas. Es la joya de la corona de una pequeña red de fincas propias en una zona que tradicionalmente se dedicaba a elaborar vinos de año, pero cuya interesante evolución valoran hoy clientes como Mazzia.
La otra pieza del puzzle es la porcelanista que elabora su vajilla. Se trata de Martina Cristofani, una antigua periodista gastronómica que empezó en la cerámica por afición y ha acabado siendo proveedora de los restaurantes más prestigiosos de Marsella. Su pequeño Atelier Riou, ubicado en un encantador chalet cerca de la Basílica de Notre-Dame de La Garde, está lleno de piezas de formas orgánicas y pliegues finísimos que hacen imposible encontrar dos iguales. “Alexandre me da mucha libertad, solo unas medidas orientativas y a partir de ahí me deja experimentar con los colores”, cuenta Martina. Los tonos grises, azulados y verdosos casan especialmente bien con la inspiración marinera de AM, aunque ella suele pedir la lista de ingredientes que van a ir en cada plato, para que no choquen con su gama cromática. Eso da una idea del grado de detalle con el que está construida toda la propuesta.
AM: Alexandre Mazzia orquesta sobre la mesa el alma mestiza de Marsella 2
Martina Cristofani elabora la vajilla de los restaurantes más prestigiosos de Marsella en su Atelier Riou.
Juego arriesgado
Cuando por fin nos sentamos a la mesa de AM, todas esas sensaciones que componen el universo del chef -el recuerdo de sus abuelos, su pasado como deportista, la charla con sus vecinos en torno a la furgoneta de comida rápida, sus insólitos vinagres, la brisa del mar agitando las viñas de Clos Sainte Magdeleine o el delicado tacto de los platos de Martina- aún revolotean en nuestra mente. Lo que está por llegar alimenta esa sensación de juego libérrimo donde cada soplo de inspiración encuentra su lugar de forma natural. La propia decoración del lugar ayuda a derribar barreras desde el primer momento: no es grandiosa, podría ser la de un bistró. Es en los detalles, los acabados y, sobre todo, en el servicio, donde se nota que estamos en un tres estrellas.
AM: Alexandre Mazzia orquesta sobre la mesa el alma mestiza de Marsella 3
Interior del AM Marsella (©Matthieu Cellard)
La mesa aguarda casi desnuda, solo unos tarjetones con las tres opciones de menú -o viajes- descansan sobre la superficie blanca. “Saboreen, exploren, jueguen, no piensen demasiado”, invita Jean Philippe Rock, el jefe de sala, antes de que la brigada componga la mesa con los clientes ya sentados, en una coreografia inédita que va desplegando ante el comensal hasta una decena de platos a un tiempo. Se inicia entonces un juego de descubrimiento que despierta un placer casi infantil: uno decide el orden en el que saborea creaciones bellísimas, presentadas sobre soportes muy diversos, y se entrega a vagabundear por la mesa, en un clima de frescura que hacía tiempo no encontraba en un restaurante de tan altísima cocina.
El juego es arriesgado, pero se revela eficaz. Las ideas menos brillantes pasan más desapercibidas que si se las dotara de un protagonismo absoluto durante varios minutos, mientras que las genialidades siempre consiguen abrirse camino. Es el caso de las huevas de trucha y salmón marinadas en sake con espuma de leche ahumada y un fondo crujiente de avellanas tostadas, una combinación redonda que se presenta en un envoltorio discreto, nada fotogénico, pero se queda grabada en la memoria del paladar. Algo parecido pasa con la remolacha en leche de vieiras y granizado de vinagre del mismo molusco, de nuevo parca a la vista pero triunfante en la boca. En general resulta admirable el hábil manejo de los contrastes: ácidos, salados, dulces y ahumados se dan cita en cada plato como un eco de aquel bullicioso puerto de Marsella que era puerta de entrada de las especias.
El sumiller Olivier Van Herck conduce el maridaje con tranquilidad, sin largas presentaciones, dejando que uno se vaya adentrando en los vinos con calma, hasta que de forma natural brota en torno a ellos una conversación. Solo cuatro camareros se las ingenian para prestar un servicio exigente, perfectamente orquestado, donde en ningún momento hay sensación de premura, pero tampoco tiempos muertos. Un menú de 37 pases en cualquier otro restaurante se prolongaría durante unas interminables cuatro o cinco horas, aquí rara vez pasa de las dos horas y media, gracias ese festín de platos sobre la mesa. ¿Es una manera de fregar menos cubiertos?, bromeamos. No solo la comida se acorta, la digestión se aligera, se bebe algo menos y se esquiva ese abotargamiento de las papilas que impide disfrutar de los últimos estadios de un menú degustación.
La traca final emociona por acumulación de estímulos. De nuevo una decena de platos, esta vez con raciones más generosas que permiten volver una y otra vez a los que mejor captan nuestra atención.  Es imposible mencionar todos -y sería arruinar la experiencia-, uno recuerda emociones, golpes de sabor, momentos de epifanía. Alguien en la mesa comenta que la cocina de Mazzia no parece francesa. Opino que entronca con ese viejo sueño del colonialismo galo de construir un mundo francófono. El hilo musical, donde se mezclan ritmos caribeños, africanos  indoasiáticos, contribuye a alimentar esa imagen.
AM: Alexandre Mazzia orquesta sobre la mesa el alma mestiza de Marsella 4
Con los cafés, el chef se sienta a la mesa, pero lejos de soltar un discurso, escucha silenciosamente las impresiones de cada comensal. Casi le cuesta hablar de su propio trabajo, después de haberse mostrado tan expresivo en el plato. Hablamos del camino que le ha llevado hasta aquí. Hay chefs que alcanzan la cima siguiendo punto por punto el manual de instrucciones. No es su caso. AM no sigue las reglas y, a primera vista, ni siquiera parece un restaurante de tres estrellas. Quizá por eso sea uno de los pocos en el mundo que aun sigue conservando intacta su capacidad de sorpresa.

NOTICIAS RELACIONADAS